Recuerdo esa sensación perfectamente. Sobre todo al salir a la calle durante los primeros días del 15M en Madrid cuando me dejaba llevar por la corriente de gente que desembocaba a diario en la Puerta de Sol. No nos conocíamos, pero cruzábamos nuestras miradas con la complicidad de quien se sabe compartiendo un objetivo común. Ya no era un secreto privado, éramos muchos, muy diferentes, también en público.
Durante esos años me sentía (políticamente) como un bicho raro. No reconocía nada parecido a mis ideas en casi ningún medio de comunicación. Ni algo que tuviera que ver con la vida que yo quería en las aspiraciones mayoritarias de la realidad que me rodeaba. Con este panorama, al menos había podido compartir el deseo de otra realidad militando en algunos colectivos que hacían más vivible ese mundo que no era nuestro.
Con el 15M cambió el paisaje. La normalidad, antes monótona y ajena, se me hizo cercana y familiar. Yo tenía un lugar en las ilusiones de la mayoría, de los que ya estaban ganando pasara lo que pasara. Esto era completamente nuevo para mí. La calle, sus plazas, mi lugar de trabajo… se habían convertido en espacio propio. Familias enteras visitaban la Puerta Sol una tarde de sábado sin pisar ningún centro comercial, las multinacionales se apresuraban a colorear de asamblea su publicitaria alegría de vivir y los tertulianos se veían obligados a reconocer el fondo de motivos que había reunido a tanta gente. Yo mientras, ya alrededor de los cuarenta, terminaba de confirmar que ya había pasado el tiempo de aprender políticamente solo de la gente de mayor edad. Cualquier tiempo pasado no era mejor. El 15M ganaba la normalidad. Y la normalidad respiraba inconformismo revolucionario.
Además del paisaje, también cambió mi manera de entender y querer hacer política. Ya no valía con rechazar la realidad, podía sentirme orgulloso parte de ella. No me conformaba con hacer de mi experiencia militante un ejemplo de la sociedad por venir, con ganar heroicamente alguna batalla para ella. Ahora podíamos aspirar también a construir a gran escala las consecuencias de compartir aquí, ahora y entre tantos, la sociedad que queríamos.
Creo que en este tiempo de debate y redefinición de proyecto en Podemos merece la pena recordar algo de esto que nos trajo el 15M: empezamos a ganar no solo cuando aumenta la rabia y el malestar en los márgenes, sino cuando además los deseos de cambio conquistan el meollo de la cotidianidad en el centro. Aquella que también entonces fue señalada como moderada, excesivamente amable o carente de punch antagonista.
Por eso me parece que la decisión clave en Podemos ahora no es la de elegir entre la radicalidad afilada a la contra o la transversalidad amable a favor, sino la de renovar nuestro punto clave y fuerte: la posibilidad y la apuesta por conjugar ambas. No hemos llegado hasta aquí a base de situarnos frente a la realidad como su crítico más agudo, convocando solo a los que ya se reconocían en una tradición de ruptura, sino enredándonos con lo realmente existente para hacer de ello el lugar de un cambio viable y durable. No solo dando miedo a los poderosos sino también sumando la alegría y esperanza de quienes no lo somos. Sin pedir carnets de partidos en el pasado. Ni certificados de clase social. Simplemente invitando a cualquiera, venga de donde venga, a compartir un mismo proyecto: una sociedad mejor para todos es la que no deja a nadie atrás, la que pone la defensa de los derechos de los más desfavorecidos como prioridad común.
Yo no quiero que Podemos cuente solo con las personas que ya piensan que el socialismo es lo mismo que la justicia social, sino también con quienes sin sospechar aquello saben reconocer la injusticia en el día a día. No solo con quien quiere que el capitalismo termine pronto, sino también con quien necesita hoy ya que la avaricia de los mercados no lo pueda todo. No solo con quien desea más política en las calles, sino también con quien espera ver en los escaños a personas en quien confiar. No solo con quien considera que sin feminismo no hay vida cotidiana que merezca la pena, sino también con quien sin reconocerse feminista rechaza cualquier discriminación por motivos de género u orientación sexual. No solo con quien aspira a que los ayuntamientos se declaren en rebeldía ante la deuda, sino también con quien celebra las auditorías rigurosas de sus cuentas para cumplir las leyes. No solo con quien considera que la situación de los manteros ejemplifica lo peor de la gobernanza securitaria vía miedo al otro, sino también con quien puede llegar a pensar que su pelea cotidiana en su pequeño comercio es la misma que la de quien viene a ganarse la vida desde otro país. No solo con quien se hace el pan con su propia levadura para construir anticapitalismo desde su cocina, sino también con quien quiere que se legisle para que la luz con la que se calentó aquel horno tenga un precio justo. No solo con quien desea que en los parlamentos se puedan escuchar las verdades que nunca se dijeron allá, sino con quien también quiere que sirvan para mejorar eficazmente la situación de la gente acá. No solo con quienes yo ya compartía el barco, sino también con las que faltan.
En Podemos necesitamos debate y reconstruir algunos pocos puntos básicos en común. Para ello es también imprescindible distinguir las opciones diferentes y elegir. Comenzamos a caminar separándonos de la vieja idea de la toma de conciencia de las verdades revolucionarias por el peso de la autenticidad de los hechos. Apostamos, por el contrario, por el trabajo laborioso de disputa de los lugares del sentido común dominante. Por la articulación de una fuerza social y política común a partir de los fragmentos dispersos de las experiencias de malestar. Por salir de la burbuja de quienes pensábamos que ya teníamos todas las razones políticas para conectar con las de quienes podemos compartir lo importante. Por escuchar y hablar también el mismo lenguaje de sus aspiraciones.
Efectivamente no se trata de parecernos a los otros partidos, tampoco a lo que otros ya intentaron, sino de mejorar y seguir haciendo posible otra política diferente, la que toma buena nota de lo que el 15M nos puso encima de la mesa: lo revolucionario es ganar la normalidad, no solo los márgenes.
Durante esos años me sentía (políticamente) como un bicho raro. No reconocía nada parecido a mis ideas en casi ningún medio de comunicación. Ni algo que tuviera que ver con la vida que yo quería en las aspiraciones mayoritarias de la realidad que me rodeaba. Con este panorama, al menos había podido compartir el deseo de otra realidad militando en algunos colectivos que hacían más vivible ese mundo que no era nuestro.
Con el 15M cambió el paisaje. La normalidad, antes monótona y ajena, se me hizo cercana y familiar. Yo tenía un lugar en las ilusiones de la mayoría, de los que ya estaban ganando pasara lo que pasara. Esto era completamente nuevo para mí. La calle, sus plazas, mi lugar de trabajo… se habían convertido en espacio propio. Familias enteras visitaban la Puerta Sol una tarde de sábado sin pisar ningún centro comercial, las multinacionales se apresuraban a colorear de asamblea su publicitaria alegría de vivir y los tertulianos se veían obligados a reconocer el fondo de motivos que había reunido a tanta gente. Yo mientras, ya alrededor de los cuarenta, terminaba de confirmar que ya había pasado el tiempo de aprender políticamente solo de la gente de mayor edad. Cualquier tiempo pasado no era mejor. El 15M ganaba la normalidad. Y la normalidad respiraba inconformismo revolucionario.
Además del paisaje, también cambió mi manera de entender y querer hacer política. Ya no valía con rechazar la realidad, podía sentirme orgulloso parte de ella. No me conformaba con hacer de mi experiencia militante un ejemplo de la sociedad por venir, con ganar heroicamente alguna batalla para ella. Ahora podíamos aspirar también a construir a gran escala las consecuencias de compartir aquí, ahora y entre tantos, la sociedad que queríamos.
Creo que en este tiempo de debate y redefinición de proyecto en Podemos merece la pena recordar algo de esto que nos trajo el 15M: empezamos a ganar no solo cuando aumenta la rabia y el malestar en los márgenes, sino cuando además los deseos de cambio conquistan el meollo de la cotidianidad en el centro. Aquella que también entonces fue señalada como moderada, excesivamente amable o carente de punch antagonista.
Por eso me parece que la decisión clave en Podemos ahora no es la de elegir entre la radicalidad afilada a la contra o la transversalidad amable a favor, sino la de renovar nuestro punto clave y fuerte: la posibilidad y la apuesta por conjugar ambas. No hemos llegado hasta aquí a base de situarnos frente a la realidad como su crítico más agudo, convocando solo a los que ya se reconocían en una tradición de ruptura, sino enredándonos con lo realmente existente para hacer de ello el lugar de un cambio viable y durable. No solo dando miedo a los poderosos sino también sumando la alegría y esperanza de quienes no lo somos. Sin pedir carnets de partidos en el pasado. Ni certificados de clase social. Simplemente invitando a cualquiera, venga de donde venga, a compartir un mismo proyecto: una sociedad mejor para todos es la que no deja a nadie atrás, la que pone la defensa de los derechos de los más desfavorecidos como prioridad común.
Yo no quiero que Podemos cuente solo con las personas que ya piensan que el socialismo es lo mismo que la justicia social, sino también con quienes sin sospechar aquello saben reconocer la injusticia en el día a día. No solo con quien quiere que el capitalismo termine pronto, sino también con quien necesita hoy ya que la avaricia de los mercados no lo pueda todo. No solo con quien desea más política en las calles, sino también con quien espera ver en los escaños a personas en quien confiar. No solo con quien considera que sin feminismo no hay vida cotidiana que merezca la pena, sino también con quien sin reconocerse feminista rechaza cualquier discriminación por motivos de género u orientación sexual. No solo con quien aspira a que los ayuntamientos se declaren en rebeldía ante la deuda, sino también con quien celebra las auditorías rigurosas de sus cuentas para cumplir las leyes. No solo con quien considera que la situación de los manteros ejemplifica lo peor de la gobernanza securitaria vía miedo al otro, sino también con quien puede llegar a pensar que su pelea cotidiana en su pequeño comercio es la misma que la de quien viene a ganarse la vida desde otro país. No solo con quien se hace el pan con su propia levadura para construir anticapitalismo desde su cocina, sino también con quien quiere que se legisle para que la luz con la que se calentó aquel horno tenga un precio justo. No solo con quien desea que en los parlamentos se puedan escuchar las verdades que nunca se dijeron allá, sino con quien también quiere que sirvan para mejorar eficazmente la situación de la gente acá. No solo con quienes yo ya compartía el barco, sino también con las que faltan.
En Podemos necesitamos debate y reconstruir algunos pocos puntos básicos en común. Para ello es también imprescindible distinguir las opciones diferentes y elegir. Comenzamos a caminar separándonos de la vieja idea de la toma de conciencia de las verdades revolucionarias por el peso de la autenticidad de los hechos. Apostamos, por el contrario, por el trabajo laborioso de disputa de los lugares del sentido común dominante. Por la articulación de una fuerza social y política común a partir de los fragmentos dispersos de las experiencias de malestar. Por salir de la burbuja de quienes pensábamos que ya teníamos todas las razones políticas para conectar con las de quienes podemos compartir lo importante. Por escuchar y hablar también el mismo lenguaje de sus aspiraciones.
Efectivamente no se trata de parecernos a los otros partidos, tampoco a lo que otros ya intentaron, sino de mejorar y seguir haciendo posible otra política diferente, la que toma buena nota de lo que el 15M nos puso encima de la mesa: lo revolucionario es ganar la normalidad, no solo los márgenes.