La figura del Che Guevara podrá encarnar sueños de rebeldía, pero nada de eso justifica que se halle en la Casa Rosada junto a San Martín o Belgrano
La Argentina ha sido por largo tiempo un país de símbolos y de palabras altisonantes, donde el relato, los gestos espectaculares y la jerga tremebunda superaron con creces a la eficiencia. El kirchnerismo se ha caracterizado por las imputaciones a diestra y siniestra, la obsesión por configurar mitos al uso nostro, el fervoroso culto de la personalidad de unos y la demonización de otros. No ha importado, respecto de esto último, si los dos presidentes que gobernaron en los últimos 12 años se hubieran acomodado confortablemente en su momento en los repliegues de lo que más tarde denunciarían con explosiva determinación.
Un buen día, en visita al Colegio Militar de la Nación, el presidente Néstor Kirchner ordenó a la máxima autoridad del Ejército que descolgara el retrato del presidente de facto Jorge Videla de la galería de los ex directores de ese instituto de formación militar. Bien mirado, el asunto no podía despertar mayores críticas, habiéndose tratado de alguien que había sido condenado por un tribunal incuestionable, como integrante de una junta militar, por reiteradas violaciones de los derechos humanos. Sorpresa, sí hubo. Provino en particular de los jefes y oficiales que habían hallado en otros tiempos, en el entonces gobernador de Santa Cruz, aquiescencia para que se morigerara en la provincia, en cada circunstancia necesaria, el tono de las manifestaciones contra la época de la Fuerzas Armadas en el poder.
Los Kirchner bajaron algunos cuadros, pero subieron otros. En tal subibaja de la política le ha tocado días atrás a uno de ellos, al que gobernó entre 2003 y 2007, y al déspota venezolano Hugo Chávez ser removidos de la Galería de los Patriotas, habilitada años atrás con criterio sectario en instalaciones de la Casa Rosada. Está bien lo que ha ocurrido ahora. Más dudas presenta, al menos en el caso del verborrágico autócrata bolivariano, la determinación de enviarlos al Museo del Bicentenario. Nada justifica entreverar a estas alturas a Chávez con la evocación de los momentos de grandeza excepcional de la argentinidad.
Si esto último puede considerarse una modesta extravagancia de las actuales autoridades nacionales para amortiguar algunas reacciones potenciales de la cofradía interamericana que persiste en apoyar al régimen autoritario de Venezuela, menos se explica que perdure en la sede del Poder Ejecutivo, al lado de nuestros más ilustres patriotas, una imagen de Ernesto Guevara. La izquierda internacional, hábil en disimular crímenes propios y diluirlos en fenómenos propagandísticos rentables, ha conseguido introducir al Che en la categoría de los tabúes que no pueden ser alcanzados por la crítica, por razonada que ésta sea. Ningún hombre libre debe, sin embargo, rendirse ante la extorsión de quienes están aplicados, casi como parte de un oficio rentado, a formular imputaciones a troche y moche a quienes asumen la determinación de poner en su lugar el nombre y las imágenes de figuras deplorables del pasado.
Guevara es un mito, sin duda, y hay quienes consideran que encarna sueños de rebeldía, pero nada de eso alcanza para que se halle al lado de José de San Martín o de Manuel Belgrano. Guevara fue un elemento gravitante de la revolución cubana que ilusionó razonablemente a la generación de latinoamericanos que aguardó su triunfo como parte de la evolución que erradicaría por un tiempo del continente más de media docena de dictaduras militares populistas, algunas de origen constitucional y otras no. Quienes no han cerrado los ojos a la desviación inmediata de aquella revolución triunfante a comienzos de 1959 en una tiranía implacable, entenderán lo que decimos.
El cuadro de Guevara en la galería de la Casa Rosada fue dispuesto por un gobierno que se aplicó a corroer con obstinación los vínculos fraternales entre los argentinos, las bases de la unión nacional que pregona la Constitución Nacional desde su primera página. Esa nefasta sensibilidad tuvo coherencia con la voluntad de exaltar la memoria de quien fusiló cubanos hasta con manos propias en la condición que ejercía de comandante de ámbitos de exterminio, como el de «La Cabaña». Leamos lo que decía en un foro internacional, como quien imparte una gran lección política, el líder castrista que encontraría su triste fin en 1967, en un confín boliviano, aislado de cualquier apoyo consistente de La Habana, y en medio de la distracción deliberada del Partido Comunista local: «El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano, y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal».
No es demasiado pedir que las personalidades honradas por el Estado nacional nada menos que por la virtud del patriotismo tengan algo mejor para recomendar a la sociedad, sobre todo en una hora de esperanzada reconstrucción de instituciones y valores.
La Argentina ha sido por largo tiempo un país de símbolos y de palabras altisonantes, donde el relato, los gestos espectaculares y la jerga tremebunda superaron con creces a la eficiencia. El kirchnerismo se ha caracterizado por las imputaciones a diestra y siniestra, la obsesión por configurar mitos al uso nostro, el fervoroso culto de la personalidad de unos y la demonización de otros. No ha importado, respecto de esto último, si los dos presidentes que gobernaron en los últimos 12 años se hubieran acomodado confortablemente en su momento en los repliegues de lo que más tarde denunciarían con explosiva determinación.
Un buen día, en visita al Colegio Militar de la Nación, el presidente Néstor Kirchner ordenó a la máxima autoridad del Ejército que descolgara el retrato del presidente de facto Jorge Videla de la galería de los ex directores de ese instituto de formación militar. Bien mirado, el asunto no podía despertar mayores críticas, habiéndose tratado de alguien que había sido condenado por un tribunal incuestionable, como integrante de una junta militar, por reiteradas violaciones de los derechos humanos. Sorpresa, sí hubo. Provino en particular de los jefes y oficiales que habían hallado en otros tiempos, en el entonces gobernador de Santa Cruz, aquiescencia para que se morigerara en la provincia, en cada circunstancia necesaria, el tono de las manifestaciones contra la época de la Fuerzas Armadas en el poder.
Los Kirchner bajaron algunos cuadros, pero subieron otros. En tal subibaja de la política le ha tocado días atrás a uno de ellos, al que gobernó entre 2003 y 2007, y al déspota venezolano Hugo Chávez ser removidos de la Galería de los Patriotas, habilitada años atrás con criterio sectario en instalaciones de la Casa Rosada. Está bien lo que ha ocurrido ahora. Más dudas presenta, al menos en el caso del verborrágico autócrata bolivariano, la determinación de enviarlos al Museo del Bicentenario. Nada justifica entreverar a estas alturas a Chávez con la evocación de los momentos de grandeza excepcional de la argentinidad.
Si esto último puede considerarse una modesta extravagancia de las actuales autoridades nacionales para amortiguar algunas reacciones potenciales de la cofradía interamericana que persiste en apoyar al régimen autoritario de Venezuela, menos se explica que perdure en la sede del Poder Ejecutivo, al lado de nuestros más ilustres patriotas, una imagen de Ernesto Guevara. La izquierda internacional, hábil en disimular crímenes propios y diluirlos en fenómenos propagandísticos rentables, ha conseguido introducir al Che en la categoría de los tabúes que no pueden ser alcanzados por la crítica, por razonada que ésta sea. Ningún hombre libre debe, sin embargo, rendirse ante la extorsión de quienes están aplicados, casi como parte de un oficio rentado, a formular imputaciones a troche y moche a quienes asumen la determinación de poner en su lugar el nombre y las imágenes de figuras deplorables del pasado.
Guevara es un mito, sin duda, y hay quienes consideran que encarna sueños de rebeldía, pero nada de eso alcanza para que se halle al lado de José de San Martín o de Manuel Belgrano. Guevara fue un elemento gravitante de la revolución cubana que ilusionó razonablemente a la generación de latinoamericanos que aguardó su triunfo como parte de la evolución que erradicaría por un tiempo del continente más de media docena de dictaduras militares populistas, algunas de origen constitucional y otras no. Quienes no han cerrado los ojos a la desviación inmediata de aquella revolución triunfante a comienzos de 1959 en una tiranía implacable, entenderán lo que decimos.
El cuadro de Guevara en la galería de la Casa Rosada fue dispuesto por un gobierno que se aplicó a corroer con obstinación los vínculos fraternales entre los argentinos, las bases de la unión nacional que pregona la Constitución Nacional desde su primera página. Esa nefasta sensibilidad tuvo coherencia con la voluntad de exaltar la memoria de quien fusiló cubanos hasta con manos propias en la condición que ejercía de comandante de ámbitos de exterminio, como el de «La Cabaña». Leamos lo que decía en un foro internacional, como quien imparte una gran lección política, el líder castrista que encontraría su triste fin en 1967, en un confín boliviano, aislado de cualquier apoyo consistente de La Habana, y en medio de la distracción deliberada del Partido Comunista local: «El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano, y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal».
No es demasiado pedir que las personalidades honradas por el Estado nacional nada menos que por la virtud del patriotismo tengan algo mejor para recomendar a la sociedad, sobre todo en una hora de esperanzada reconstrucción de instituciones y valores.