Un instrumento de Cristina Kirchner para su intervención personal en la política. Eso es La Cámpora. Y es por esa razón que revela aspectos centrales de la concepción que la Presidenta tiene de su oficio.
Nada que sorprenda. Los gobernantes se rodean con frecuencia de un grupo que expresa con fidelidad sus pretensiones. El liderazgo es siempre la expresión de un equilibrio inestable de alianzas y transacciones. Los respaldos suelen ser oportunistas. Las adhesiones son, casi siempre, un límite. Pero los líderes desafían esa marca e intentan expandir su poder dentro del propio grupo, contornándose con una cofradía que expresa su voluntad sin restricción.
Alrededor de Eva Perón había un anillo de jóvenes guardianes. Rucci fue el talibán de Perón y tal vez por eso lo mataron. Alfonsín se escudó tras la Coordinadora. Menem, en los «rojo punzó». De la Rúa alentó al Grupo Sushi, encabezado por su hijo Antonio. Muerto su esposo, la Presidenta se parapetó detrás de La Cámpora . En todos los casos, los elegidos se presentan como celadores de una verdad que el resto del oficialismo tiende a relativizar. Son custodios. Poco que ver con el debate.
Máximo Kirchner, que impulsó a La Cámpora, refuerza el carácter personal de la jugada. El ejerce una vigilancia minuciosa sobre quienes se acercan a su madre, y su juicio puede ser definitivo en la promoción o la caída de los funcionarios. Las designaciones de los afiliados a La Cámpora pasan siempre por sus manos. Los bendecidos gozan de un poder ajeno al escalafón estatal y partidario. Como subvierten jerarquías, irritan y, a la vez, tienen a raya a gobernadores e intendentes, a secretarios y ministros. En el peronismo se los denomina, con desdén, «camporitas». La Cámpora vigila la muralla que separa la ciudadela presidencial de la siempre amenazante estructura del PJ.
El nombre de la logia responde a esa misión. El homenaje a Cámpora pretende exaltar, como lo expresan los manifiestos del grupo, una experiencia que se abrió con la restauración democrática de 1973 y se cerró con el giro a la derecha con el que Perón se replegó sobre su concepción original de la política. El apellido Cámpora encierra, subliminal, un reproche al peronismo convencional.
En esa referencia al pasado hay una identidad que perdura. La designación Montoneros también pretendía una filiación, en este caso con los caudillos del siglo XIX a los que vino a desplazar la organización liberal de la República. Los jóvenes -y no tan jóvenes- que se organizan alrededor de Máximo Kirchner y su madre se sueñan herederos de la militancia juvenil del peronismo de los 70. Muchos de ellos son hijos de desaparecidos que acaso aspiran a apropiarse con esta aventura colectiva de la herencia exterminada de sus padres. Es lo que La Cámpora tiene de ritual, de imposible repetición.
Recuperación del pasado
La Presidenta suele hacer explícitas estas identificaciones históricas en sus discursos. En los amigos de su hijo recupera a alguien que fue ella, más de 30 años después. Entre La Cámpora y la JP de los 70 hay un aire de familia. Patricia Bullrich, que participó de esa historia, suele decir que las dos tienen en común el culto al pensamiento único. Ese horror ante la duda que deja ver hoy Andrés Larroque cuando repite: «El que quiera seguir tiene que ser claro y estar a tono con el gobierno nacional; los que matizan o no son claros en sus definiciones, no comprenden el momento histórico de la Argentina».
Otro puente con aquellos precursores es el hiperactivismo, entendido como «militancia», con lo que esta palabra encierra de compromiso y de sectarismo al mismo tiempo. La abrumadora agenda de actividades -culturales, deportivas, asistenciales, proselitistas- que la organización publica en su sitio web desnuda esa confianza casi ciega en el poder transformador de la voluntad.
Sin embargo, entre La Cámpora y aquella JP hay varias diferencias importantes. Una muy llamativa es el bajísimo aprecio de la agrupación por la vida intelectual. La bibliografía que se sugiere en esa página digital se limita a cinco o seis textos del primer Perón, con la fecha de publicación en inglés. Qué bueno sería que Horacio González les organizara a sus amigos una visita a la Biblioteca Nacional. Aunque tal vez sea una pretensión burguesa. Los discursos de La Cámpora se consumen en una letanía de alabanzas al «modelo». No pretenden superar la propaganda.
Pero la divergencia principal con los antecesores setentistas se expresa en la adopción del santo patrono. Los seguidores de Cristina Kirchner se identificaron con un ex presidente, no con un antiguo guerrillero. Además de timidez, o de algún ejercicio crítico respecto de aquel violento paraíso de sus mayores, en esa inclinación hay una creencia. Para los militantes de hace 30 años, el Estado era un dispositivo represor al servicio de la clase dominante. Era el enemigo a vencer. Para estos militantes del siglo XXI el Estado es un instrumento sin el cual es imposible hacer política.
La Cámpora es un subproducto del Estado. Sus integrantes son, sobre todo, empleados públicos. Y su activismo sería impracticable sin los recursos del presupuesto. Esta prioridad introduce distorsiones: ya muchos peronistas descubrieron que la adhesión a la agrupación es una vía rápida para capturar una partida o una candidatura. Amado Boudou fue un pionero. En todo el conurbano la JP cambió de marca. Ahora es JP-La Cámpora. La pasión por los fondos del Tesoro puede terminar mal: «Los chicos no se dan cuenta de que hay funcionarios más astutos que ellos, que les hacen firmar todo», comentó un burócrata con años de astucia.
Pasión estatista
La pasión estatista vincula muchísimo más a La Cámpora con el peronismo de los 50 que con la rebelión de los 70. Esa continuidad no ofrece demasiadas variaciones. Los jóvenes que rodean a Cristina Kirchner no se plantean la posibilidad de renovar aquel intervencionismo. Insisten, sin crítica alguna, en la misma apropiación facciosa de lo público que Perón aprendió del fascismo.
La subordinación del Estado a las conveniencias de un grupo que presume ser la encarnación de la Nación es un proyecto arcaico. ¿O tiene algo de revolucionario convertir en carne de campaña a los chicos que carecen de recursos para comprarse una netbook ? ¿O será que transferir 2000 millones de pesos por año de los bolsillos «del pueblo» a los usuarios internacionales de Aerolíneas es cambiar la historia?
La primavera camporista sigue siendo una excepción imaginaria. La Presidenta no presenta a los jóvenes que la rodean como los centuriones que velan por el cumplimiento de sus órdenes, sino como los apóstoles de una regeneración. Pero ellos son incapaces de tomarle la palabra. No consiguen romper la cadena de una cultura reaccionaria y conservadora que tiene atrapada a la Argentina..
Nada que sorprenda. Los gobernantes se rodean con frecuencia de un grupo que expresa con fidelidad sus pretensiones. El liderazgo es siempre la expresión de un equilibrio inestable de alianzas y transacciones. Los respaldos suelen ser oportunistas. Las adhesiones son, casi siempre, un límite. Pero los líderes desafían esa marca e intentan expandir su poder dentro del propio grupo, contornándose con una cofradía que expresa su voluntad sin restricción.
Alrededor de Eva Perón había un anillo de jóvenes guardianes. Rucci fue el talibán de Perón y tal vez por eso lo mataron. Alfonsín se escudó tras la Coordinadora. Menem, en los «rojo punzó». De la Rúa alentó al Grupo Sushi, encabezado por su hijo Antonio. Muerto su esposo, la Presidenta se parapetó detrás de La Cámpora . En todos los casos, los elegidos se presentan como celadores de una verdad que el resto del oficialismo tiende a relativizar. Son custodios. Poco que ver con el debate.
Máximo Kirchner, que impulsó a La Cámpora, refuerza el carácter personal de la jugada. El ejerce una vigilancia minuciosa sobre quienes se acercan a su madre, y su juicio puede ser definitivo en la promoción o la caída de los funcionarios. Las designaciones de los afiliados a La Cámpora pasan siempre por sus manos. Los bendecidos gozan de un poder ajeno al escalafón estatal y partidario. Como subvierten jerarquías, irritan y, a la vez, tienen a raya a gobernadores e intendentes, a secretarios y ministros. En el peronismo se los denomina, con desdén, «camporitas». La Cámpora vigila la muralla que separa la ciudadela presidencial de la siempre amenazante estructura del PJ.
El nombre de la logia responde a esa misión. El homenaje a Cámpora pretende exaltar, como lo expresan los manifiestos del grupo, una experiencia que se abrió con la restauración democrática de 1973 y se cerró con el giro a la derecha con el que Perón se replegó sobre su concepción original de la política. El apellido Cámpora encierra, subliminal, un reproche al peronismo convencional.
En esa referencia al pasado hay una identidad que perdura. La designación Montoneros también pretendía una filiación, en este caso con los caudillos del siglo XIX a los que vino a desplazar la organización liberal de la República. Los jóvenes -y no tan jóvenes- que se organizan alrededor de Máximo Kirchner y su madre se sueñan herederos de la militancia juvenil del peronismo de los 70. Muchos de ellos son hijos de desaparecidos que acaso aspiran a apropiarse con esta aventura colectiva de la herencia exterminada de sus padres. Es lo que La Cámpora tiene de ritual, de imposible repetición.
Recuperación del pasado
La Presidenta suele hacer explícitas estas identificaciones históricas en sus discursos. En los amigos de su hijo recupera a alguien que fue ella, más de 30 años después. Entre La Cámpora y la JP de los 70 hay un aire de familia. Patricia Bullrich, que participó de esa historia, suele decir que las dos tienen en común el culto al pensamiento único. Ese horror ante la duda que deja ver hoy Andrés Larroque cuando repite: «El que quiera seguir tiene que ser claro y estar a tono con el gobierno nacional; los que matizan o no son claros en sus definiciones, no comprenden el momento histórico de la Argentina».
Otro puente con aquellos precursores es el hiperactivismo, entendido como «militancia», con lo que esta palabra encierra de compromiso y de sectarismo al mismo tiempo. La abrumadora agenda de actividades -culturales, deportivas, asistenciales, proselitistas- que la organización publica en su sitio web desnuda esa confianza casi ciega en el poder transformador de la voluntad.
Sin embargo, entre La Cámpora y aquella JP hay varias diferencias importantes. Una muy llamativa es el bajísimo aprecio de la agrupación por la vida intelectual. La bibliografía que se sugiere en esa página digital se limita a cinco o seis textos del primer Perón, con la fecha de publicación en inglés. Qué bueno sería que Horacio González les organizara a sus amigos una visita a la Biblioteca Nacional. Aunque tal vez sea una pretensión burguesa. Los discursos de La Cámpora se consumen en una letanía de alabanzas al «modelo». No pretenden superar la propaganda.
Pero la divergencia principal con los antecesores setentistas se expresa en la adopción del santo patrono. Los seguidores de Cristina Kirchner se identificaron con un ex presidente, no con un antiguo guerrillero. Además de timidez, o de algún ejercicio crítico respecto de aquel violento paraíso de sus mayores, en esa inclinación hay una creencia. Para los militantes de hace 30 años, el Estado era un dispositivo represor al servicio de la clase dominante. Era el enemigo a vencer. Para estos militantes del siglo XXI el Estado es un instrumento sin el cual es imposible hacer política.
La Cámpora es un subproducto del Estado. Sus integrantes son, sobre todo, empleados públicos. Y su activismo sería impracticable sin los recursos del presupuesto. Esta prioridad introduce distorsiones: ya muchos peronistas descubrieron que la adhesión a la agrupación es una vía rápida para capturar una partida o una candidatura. Amado Boudou fue un pionero. En todo el conurbano la JP cambió de marca. Ahora es JP-La Cámpora. La pasión por los fondos del Tesoro puede terminar mal: «Los chicos no se dan cuenta de que hay funcionarios más astutos que ellos, que les hacen firmar todo», comentó un burócrata con años de astucia.
Pasión estatista
La pasión estatista vincula muchísimo más a La Cámpora con el peronismo de los 50 que con la rebelión de los 70. Esa continuidad no ofrece demasiadas variaciones. Los jóvenes que rodean a Cristina Kirchner no se plantean la posibilidad de renovar aquel intervencionismo. Insisten, sin crítica alguna, en la misma apropiación facciosa de lo público que Perón aprendió del fascismo.
La subordinación del Estado a las conveniencias de un grupo que presume ser la encarnación de la Nación es un proyecto arcaico. ¿O tiene algo de revolucionario convertir en carne de campaña a los chicos que carecen de recursos para comprarse una netbook ? ¿O será que transferir 2000 millones de pesos por año de los bolsillos «del pueblo» a los usuarios internacionales de Aerolíneas es cambiar la historia?
La primavera camporista sigue siendo una excepción imaginaria. La Presidenta no presenta a los jóvenes que la rodean como los centuriones que velan por el cumplimiento de sus órdenes, sino como los apóstoles de una regeneración. Pero ellos son incapaces de tomarle la palabra. No consiguen romper la cadena de una cultura reaccionaria y conservadora que tiene atrapada a la Argentina..