Reflexiones a diez años del estallido popular de diciembre de 2001.
Por Alejandro Sehtman (*)
La revolución de mayo. El golpe del 76. La primavera del 83. La reforma del 94. El 19 y el 20 de diciembre de 2001. Los días del acontecimiento sin nombre. Los días que se hicieron fecha –fecha de la democracia, de la historia reciente– sin que podamos darle un nombre a lo que sucedió en ellos. Hay también en esa continuidad, en ese 19 y 20, algo de políticamente anormal, de religioso. La política suele concentrar la memoria en una única jornada, mientras que la religión se demora en pascuas de resurrección, nochebuenas y navidades.
Lo más fácil sería relamerse con la excepción: lo sin nombre que irrumpe súbitamente. Pero mejor es pensar una inversión. Un estado de sitio al revés. Una ciudadanía que declara el estado de excepción sobre la institucionalidad democrática. Un “planteo” primero. Un golpe de pueblo después. Un gobierno, luego, nacido de la proscripción de la fuerza política mayoritaria de la argentina democrática de entonces: el partido de la convertibilidad.
A diez años del diecinueveyveinte, debería haber consenso sobre el hecho de que la insistida crisis de representación que hizo impacto en diciembre de 2001 no estuvo constituida por la ruptura de los lazos que unían a los representantes con los representados, por la autonomización de la “clase política”, por la separación del pueblo de su gobierno. La crisis de representación de ese inminente verano caliente argentino no era por defecto sino por exceso. De representación. La crisis consistía en que la política representaba demasiado a una sociedad aglutinada por esa potente gelatina que era la convertibilidad cambiaria. Es cierto que la política se había entregado a las exigencias de ajuste permanente, a los celos del riesgo país, que histéricamente planteaban los organismos multilaterales de crédito. Pero no es menos cierto que la política hizo todo lo que estuvo a su alcance para cumplir con el deseo social de no salir de la convertibilidad. La referencia al espacio no es casual, remite a un afuera, a una intemperie, a un desamparo devaluador muy temido.
No es casual que los acontecimientos sin nombre de dos días distintos hayan sido agregados bajo ese mínimo denominador común que es la sucesión calendaria. Quizás haya que replantearse si el 19 y el 20 no son dos fenómenos imposibles de unir en un mismo concepto. Quizás convenga enfatizar las diferencias entre lo sucedido en una y otra fecha. Quizás convenga recordar la diferencia entre caceroleros y motoqueros, entre ahorristas y piqueteros. El sentido común pronto subsumió las diferencias dentro de un único momento. E hizo bien, porque esa presencia sucesiva en la Plaza de Mayo fue la improvisación general de la naciente alianza de clases de la Argentina que venía. Si el piquete y la cacerola eran las más salientes acciones públicas de los sectores populares y medios, su unidad, cantada en los días de furia, sería la base real sobre la que fue posible desplegar la recomposición de la conducción política del Estado. La presencia, explícitamente política, de las Madres, sirve para confirmar el carácter genético de esas jornadas. Todo lo que estuvo allí entró de una manera u otra a la cadena de ADN de lo que vendría. (La ausencia notoria de las centrales sindicales en los días de la Plaza plantea interrogantes que siguen siendo difíciles de responder. Quizás, sólo un eco de la laberintitis que había afectado la conducción política de las organizaciones de los trabajadores por varios años).
No es casual, tampoco, el orden de prelación de los acontecimientos de ese diciembre. Los sectores populares venían estallando, en el espacio público o en el doméstico, hacía por lo menos cuatro años (en torno a 1996 se producen los primeros piquetes y puebladas). Sin embargo, hizo falta que la clase media actuara para que pudiera abrírsele la puerta a una discontinuidad institucional controlada. Fue sobre la grieta del 19 que el 20 metió la cuña. Lo que no había podido el Frente Nacional contra la Pobreza con su campaña por el ingreso ciudadano, lo pudo la clase media mientras tomaba conciencia de la imposibilidad de realizar su deseo de eternizar la convertibilidad de la moneda.
La primera lectura que se hizo desde los espacios del poder institucional fue que la ruptura del consenso cavallista abría lo suficiente la puerta de la legitimidad democrática como para que pasara por ella el elefante del duhaldismo, es decir, de la conservación de todos los pactos que habían garantizado la gobernabilidad de la Argentina durante diez años de ajuste progresivo. No era un gatopardismo (cambiar todo para que nada cambie) sino una especie de minimalismo (cambiar lo estrictamente necesario). Sin embargo, ya no se trataba de abrir un diálogo sino de abrir los circuitos del poder. Devaluar y matar no eran una combinación válida para una sociedad que había pagado sus compras en bonos, que había visto un helicóptero no poder apoyarse sobre la Casa Rosada.
Suena inverosímil, pero el 19 y 20 de diciembre fue un acontecimiento nacional. Nacional como es nacional lo que ocurre en Buenos Aires y llega a todo el país. Nacional como son nacionales los medios hechos en la capital o lo es la primera A de fútbol integrada casi exclusivamente por equipos de Buenos Aires. Suena inverosímil, pero todos los gobernadores que se reunieron y no se reunieron en Chapadmalal tuvieron que hacer lo que mandaba el partido de la Plaza. Tuvieron que gobernar para piqueteros y caceroleros.
Los días del palacio fueron días vividos con el fantasma del 19 y 20 de diciembre. De la ira popular.
¿Cuándo se hicieron felices los días? ¿El 25 de mayo de 2003? Para algunos sí. Para otros, después. Los días de la Plaza marcaron un rumbo. Todos los que estuvieron en todas las plazas de estos últimos años estuvieron o hubieran estado el 19 y 20. El 19 o el 20. El 19 y/o el 20. Los días de los acontecimientos sin nombre abrieron una época con nombre pero siguen estando allí. En el origen.
(*) Politólogo, UBA.
Publicada en Pausa #88, miércoles 7 de diciembre de 2011
Por Alejandro Sehtman (*)
La revolución de mayo. El golpe del 76. La primavera del 83. La reforma del 94. El 19 y el 20 de diciembre de 2001. Los días del acontecimiento sin nombre. Los días que se hicieron fecha –fecha de la democracia, de la historia reciente– sin que podamos darle un nombre a lo que sucedió en ellos. Hay también en esa continuidad, en ese 19 y 20, algo de políticamente anormal, de religioso. La política suele concentrar la memoria en una única jornada, mientras que la religión se demora en pascuas de resurrección, nochebuenas y navidades.
Lo más fácil sería relamerse con la excepción: lo sin nombre que irrumpe súbitamente. Pero mejor es pensar una inversión. Un estado de sitio al revés. Una ciudadanía que declara el estado de excepción sobre la institucionalidad democrática. Un “planteo” primero. Un golpe de pueblo después. Un gobierno, luego, nacido de la proscripción de la fuerza política mayoritaria de la argentina democrática de entonces: el partido de la convertibilidad.
A diez años del diecinueveyveinte, debería haber consenso sobre el hecho de que la insistida crisis de representación que hizo impacto en diciembre de 2001 no estuvo constituida por la ruptura de los lazos que unían a los representantes con los representados, por la autonomización de la “clase política”, por la separación del pueblo de su gobierno. La crisis de representación de ese inminente verano caliente argentino no era por defecto sino por exceso. De representación. La crisis consistía en que la política representaba demasiado a una sociedad aglutinada por esa potente gelatina que era la convertibilidad cambiaria. Es cierto que la política se había entregado a las exigencias de ajuste permanente, a los celos del riesgo país, que histéricamente planteaban los organismos multilaterales de crédito. Pero no es menos cierto que la política hizo todo lo que estuvo a su alcance para cumplir con el deseo social de no salir de la convertibilidad. La referencia al espacio no es casual, remite a un afuera, a una intemperie, a un desamparo devaluador muy temido.
No es casual que los acontecimientos sin nombre de dos días distintos hayan sido agregados bajo ese mínimo denominador común que es la sucesión calendaria. Quizás haya que replantearse si el 19 y el 20 no son dos fenómenos imposibles de unir en un mismo concepto. Quizás convenga enfatizar las diferencias entre lo sucedido en una y otra fecha. Quizás convenga recordar la diferencia entre caceroleros y motoqueros, entre ahorristas y piqueteros. El sentido común pronto subsumió las diferencias dentro de un único momento. E hizo bien, porque esa presencia sucesiva en la Plaza de Mayo fue la improvisación general de la naciente alianza de clases de la Argentina que venía. Si el piquete y la cacerola eran las más salientes acciones públicas de los sectores populares y medios, su unidad, cantada en los días de furia, sería la base real sobre la que fue posible desplegar la recomposición de la conducción política del Estado. La presencia, explícitamente política, de las Madres, sirve para confirmar el carácter genético de esas jornadas. Todo lo que estuvo allí entró de una manera u otra a la cadena de ADN de lo que vendría. (La ausencia notoria de las centrales sindicales en los días de la Plaza plantea interrogantes que siguen siendo difíciles de responder. Quizás, sólo un eco de la laberintitis que había afectado la conducción política de las organizaciones de los trabajadores por varios años).
No es casual, tampoco, el orden de prelación de los acontecimientos de ese diciembre. Los sectores populares venían estallando, en el espacio público o en el doméstico, hacía por lo menos cuatro años (en torno a 1996 se producen los primeros piquetes y puebladas). Sin embargo, hizo falta que la clase media actuara para que pudiera abrírsele la puerta a una discontinuidad institucional controlada. Fue sobre la grieta del 19 que el 20 metió la cuña. Lo que no había podido el Frente Nacional contra la Pobreza con su campaña por el ingreso ciudadano, lo pudo la clase media mientras tomaba conciencia de la imposibilidad de realizar su deseo de eternizar la convertibilidad de la moneda.
La primera lectura que se hizo desde los espacios del poder institucional fue que la ruptura del consenso cavallista abría lo suficiente la puerta de la legitimidad democrática como para que pasara por ella el elefante del duhaldismo, es decir, de la conservación de todos los pactos que habían garantizado la gobernabilidad de la Argentina durante diez años de ajuste progresivo. No era un gatopardismo (cambiar todo para que nada cambie) sino una especie de minimalismo (cambiar lo estrictamente necesario). Sin embargo, ya no se trataba de abrir un diálogo sino de abrir los circuitos del poder. Devaluar y matar no eran una combinación válida para una sociedad que había pagado sus compras en bonos, que había visto un helicóptero no poder apoyarse sobre la Casa Rosada.
Suena inverosímil, pero el 19 y 20 de diciembre fue un acontecimiento nacional. Nacional como es nacional lo que ocurre en Buenos Aires y llega a todo el país. Nacional como son nacionales los medios hechos en la capital o lo es la primera A de fútbol integrada casi exclusivamente por equipos de Buenos Aires. Suena inverosímil, pero todos los gobernadores que se reunieron y no se reunieron en Chapadmalal tuvieron que hacer lo que mandaba el partido de la Plaza. Tuvieron que gobernar para piqueteros y caceroleros.
Los días del palacio fueron días vividos con el fantasma del 19 y 20 de diciembre. De la ira popular.
¿Cuándo se hicieron felices los días? ¿El 25 de mayo de 2003? Para algunos sí. Para otros, después. Los días de la Plaza marcaron un rumbo. Todos los que estuvieron en todas las plazas de estos últimos años estuvieron o hubieran estado el 19 y 20. El 19 o el 20. El 19 y/o el 20. Los días de los acontecimientos sin nombre abrieron una época con nombre pero siguen estando allí. En el origen.
(*) Politólogo, UBA.
Publicada en Pausa #88, miércoles 7 de diciembre de 2011