La tragedia de Once, el aniversario de la Guerra de Malvinas y la estatización de YPF, sin embargo, fueron temas que dominaron la agenda política y postergaron aquella disputa. Hoy, la cercanía de la elección de las nuevas autoridades de la CGT, sin una candidatura que garantice la unidad, vuelve a poner la cuestión de relieve y obliga a repensar los términos de la relación entre el kirchnerismo y el sindicalismo.
El movimiento obrero organizado, establecido como un aliado táctico desde el inicio del gobierno de Néstor Kirchner, constituyó junto con los movimientos sociales y los organismos de Derechos Humanos la principal base de apoyo social del proyecto político. Luego de una década signada por las reformas de mercado, que tuvieron su correlato en la pauperización laboral y en la pérdida de millones de puestos de trabajo, en los últimos nueve años el Estado volvió a jugar un papel importante en la concertación de intereses sociales y económicos, restituyendo el lugar del sindicalismo como interlocutor válido ante el empresariado en la regulación de las relaciones laborales. En un contexto de crecimiento económico con aumento del consumo y creación masiva de empleos, se recompusieron a través de las paritarias los Convenios Colectivos de Trabajo y se creó el Consejo del Salario Mínimo, entre un conjunto más amplio de políticas que configuraron instancias de negociación colectiva que mejoraron cualitativa y cuantitativamente la posición relativa de los trabajadores formales. En este esquema, el sindicalismo garantizó un amplio poder de movilización, sumamente valioso en ciertas coyunturas críticas (pensar por ejemplo en el conflicto con las entidades agropecuarias por la Resolución 125), lo cual implicó procesar el conflicto social mediante el control de la calle, un aspecto muy sensible en la historia política argentina. La CGT conducida por Moyano se erigió así en una poderosa organización externa a la estructura estatal que conformó una pieza central de la coalición oficialista y reconoció, hasta hace poco, el indiscutido liderazgo político de la presidenta.
La legitimidad de origen (54% de los votos) y de ejercicio (altos niveles de aceptación pública), le permitieron a Cristina Kirchner seguir estableciendo las reglas del juego y reafirmar su conducción política. Este escenario fue erróneamente leído por el líder camionero, quien lo interpretó como un avance contra el actor sindical, a partir de lo cual decidió redoblar la apuesta y aumentar la serie de reclamos sectoriales (como la ley de reparto de ganancias, la presión para modificar el mínimo no imponible y la insistencia con ciertas deudas que el Estado mantiene con las obras sociales sindicales). Como corolario, renunció a los cargos en el PJ y planteó formalmente su desafío al gobierno.
En este particular contexto se desarrolla la interna entre los diferentes gremios de la CGT, de cara a las elecciones de julio. Las candidaturas del actual secretario general, Hugo Moyano, y del líder de la Unión Obrera Metalúrgica, Antonio Caló (visiblemente cercano al gobierno) parecen lograr las mayores adhesiones para disputar la conducción de la central obrera. No obstante, la posibilidad de una lista de unidad seguirá siendo una opción latente en los próximos meses.
Independientemente del desenlace de esta interna y del resultado de las elecciones, el kirchnerismo dio sobradas muestras de considerar al movimiento obrero organizado como un actor imprescindible de su coalición de gobierno, consciente de que no puede pensarse en la consolidación de un proyecto popular que excluya los intereses de los trabajadores. Así, la próxima conducción sindical flaco favor le hará a sus bases si advierte en el indiscutido liderazgo político de la presidenta un potencial riesgo para las conquistas alcanzadas en los últimos años y omite que el ciclo político inaugurado en 2003 fue el principal impulsor de la activación y el empoderamiento de los trabajadores.