Los huraños límites de la interna justicialista

¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves?
Cuando la mentira es la verdad.
En el bosque de los signos el gobernador de la provincia de Buenos Aires fue el primero en transparentar su juego: Daniel Scioli nunca ocultó su voluntad presidencial. Al hacerlo tuvo que pagar un precio no pequeño. La hostilidad de la Casa Rosada se hizo sentir. Si algo espejó el interminable conflicto entre los docentes bonaerenses y Scioli fue la voluntad de Cristina Fernández por marcar la cancha. Por eso, en lugar de arrimar fondos frescos para pagar las correcciones salariales, le hizo saber que estaba dispuesta a hacerlo transpirar. Una cosa es jugar con su beneplácito y otra muy distinta hacerlo contra su destructiva voluntad. Es que en política el manejo de los tiempos no es un asuntillo menor.
Cuando el gobernador puso en movimiento la pelota de la interna, con el sencillísimo acto de postularse en los primeros tramos de su mandato, concitó la furia presidencial. Y el nombre del ariete no fue otro que su propio vicegobernador. Eso fue hace muchísimo tiempo, cuando La Cámpora soñaba con heredar parte del poder presidencial. Muchos dijimos entonces, incluso el autor de esta columna, Scioli cometió un «error» y el precio de adelantarse bien hubiera podido ser la habitual maldición de los gobernadores bonaerenses: estar tan cerca de la poltrona de Rivadavia y no poder recorrer esa breve pero decisiva distancia política. Morir en las gateras.
En rigor de verdad ese solo era un error si Cristina lograba modificar las reglas del juego constitucional, y si del presidencialismo histórico se pasaba al régimen parlamentario. Si así no fuera, y ahora queda claro PASO mediante que ya no es, sin que de ningún modo incluya un juicio de valor sobre la necesaria reforma constitucional, la apuesta de Scioli admitía, admite otras posibilidades, incluso la victoria.
Para el gobierno nacional retardar el efecto que tiene sobre el tablero político la designación de un candidato «propio» es necesidad indubitable. Todos los ojos, tanto en el oficialismo como en la oposición, se posan sobre la nueva figura; preservar el poder presidencial, y dificultar su aparición forma parte de la administración del tiempo político hasta el por ahora eterno 2015. Aun así esta lógica tiene sus propios límites, ya que la presión no sólo se origina en la abstracta gramática del poder presidencial, sino, y sobre todo, por los que se proponen seguir en el ruedo cuando Cristina se retire. Para todos los intendentes del oficialismo, y no sólo para ellos claro, las alineaciones a futuro inmediato dependen de ese nombre propio.
Si hubiera que definir con trazos breves el efecto de las PASO en el tablero nacional, dos son los ejes a considerar: la interna del PJ y el cambio de la campaña oficial. Comencemos por la campaña. El gobierno siempre supo que su principal instrumento son las medidas que afectan las condiciones de existencia de sus gobernados. Y la suba del piso no imponible del Impuesto a las Ganancias, reclamo sindical generalizado, produce al menos una parte de la variación deseada. Por tanto, es posible que esa actitud prevalezca, y refuerce el sentido sobre la «inevitable» elección ciudadana de octubre. Una vez más el número decide.
En cambio, la exigencia de internas en el PJ no puede sino ser resistida desde el poder; a nadie se le escapa que su vencedor será el próximo presidente de los argentinos, y basta que ese nombre exista para que el poder presidencial comience a licuarse. El poder de Cristina es directamente proporcional a la inexistencia de un candidato propio, por tanto intentará retardarlo; pero, cuidado, si esa conducta se prolongara (esta es la incógnita más difícil de despejar) el riesgo de la estampida crece. El movimiento oscilatorio, decidir prolongar la decisión, está en la obligada naturaleza de las cosas.
En este contexto las primeras voces a favor de la interna dentro del PJ comienzan a escucharse. La opción es simple: interna o dedo presidencial. Para todos los jefes territoriales, el dedo resulta una amenaza que no parecieran dispuestos a correr. Al mismo tiempo el comportamiento de Sergio Massa cobra inusual importancia. ¿El intendente de Tigre participará o no de la interna? Si no lo hiciera, repitiendo el comportamiento del arcaico peronismo federal, corre el riesgo de una suerte muy similar. Y más allá de lo que Massa piense personalmente, la consideración que debe a sus asociados políticos, la veintena de intendentes que lo acompaña, no puede no pesar. Para los intendentes que apostaron a su propio juego, el resultado de las PASO resulta altamente satisfactorio. No sólo tienen inmejorables condiciones para negociar el reparto de las achuras de 2015, además la interna les permite sin correr nuevos riesgos un cierto control del aparato partidario de sus territorios. Es decir, se aseguran su lugar en la cancha por un rato largo. Con el añadido, el propio Massa estaría en condiciones de salir del «encierro» bonaerense al sumarse a la estrategia, sólo es un modo de hablar, del PJ nacional.
Ahora bien, desde la tranquera del gobernador bonaerense, la interna del PJ es una necesidad insoslayable. Scioli necesita ganar. Y para hacerlo, no sólo cuenta con una importante imagen positiva en su propio territorio, la máquina de intendentes que lo acompaña también necesita esa victoria para su propia sobrevivencia. Una interna «civilizada» sería entonces la salida compartida. Y una vez más la interna del peronismo bonaerense terminará siendo, como en el pasado inmediato, el límite huraño de la política nacional, y una vez más el número decide que el control de los cargos electivos siga siendo una propiedad excluyente del sistema de partidos. Nada nuevo bajo el sol.
Una pregunta se impone: ¿la experiencia K terminará siendo una especie de mancha anómala? ¿Existirá o no alguna forma de continuidad entre el resultado de esa interna y la «década ganada»? Dicho de otro modo: ¿Scioli terminará siendo el candidato K y Massa su antagonista «tradicional»? Para el segmento «progre» de los votantes oficiales esta pregunta huele a chicana encubierta. No sólo porque apostaron a la continuidad de Cristina, sino porque esperaron y esperan que el oficialismo saque de la galera –tal como lo hizo en Brasil Lula– una suerte de Dilma Rousseff. Es decir, que el dedo presidencial salve el bache.
Sostener que esa posibilidad resulta directamente inviable no pareciera sensato. Ahora bien, ignorar que todo el tablero político apunta en otra dirección, tampoco lo es. Qué terminará haciendo Cristina, entonces, viene muy a cuento. Y en el caso que la presidenta ya lo supiera, no puede no ser uno de los secretos mejor guardados de la política argentina. Algo se puede avizorar. Cristina tiene tres opciones: en la primera bendice al candidato que surja de la interna, en la segunda elige a dedo y parte su propio partido, y en la tercera hace saber que ninguno corre con sus colores. El viejo argumento de Juan Domingo Perón («mi único heredero es el pueblo») puede resucitarse. Perón dijo esto sabiendo que su futuro político no existía, y Cristina sólo lo diría en el caso que resuelva volver a disputar todo el poder en 2019 arrasando el orden existente.
Si se quiere, Scioli es casi el único sobreviviente del museo político anterior al estallido de 2001, y no cabe duda que intentará tanto la bendición presidencial como el acuerdo con Massa. Si gana y la obtiene, dispondrá de una mano de cartas sumamente favorable. Eso sí, un vigoroso frente de tormenta aguarda al próximo presidente: la crisis del capitalismo global. La interna del PJ resuelve el nombre del que enfrentará ese terrible escenario. Enfrentarlo es otra cosa, pero por el momento no pareciera que el escollo amedrente a nadie. Y esa es a la postre la más insensata de todas las posibles aproximaciones a la realidad política nacional, ya que ese debate ni siquiera forma parte de la agenda en curso. – <dl

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