Del reverdecer de la militancia se ha hablado y escrito, pero en este texto del libro ¿Por qué los jóvenes están volviendo a la política? De los indignados a La Cámpora (Editorial Debate), queda claro que la juventud kirchnerista no es un invento del poder, sino un movimiento que el Gobierno decretó como propio, al igual que, entre otras, sus políticas sociales más celebradas. Por qué a algunos les molesta su “meteórico” ascenso.
Por José Natanson
20/10/12 – 11:54
El rechazo que genera el ascenso de los jóvenes kirchneristas no deja de llamar la atención. Hugo Moyano los tildó de “nenes bien”, Victoria Donda dijo que son “unos chetos interesados por los cargos que no saben lo que es militar”, y Alberto Fernández, despechado, los comparó con “la Guardia de Hierro”.
Incluso intelectuales de los que se esperaría cierto equilibrio analítico no pueden evitar el sobretono, como demuestra esta nota de Tomás Abraham: “Los jóvenes K quieren otra cosa. Quieren portarse mal. Muchos se preguntan cuál es la razón por la que le hacen el aguante a un veterano como Boudou, que se tapa la panza con la guitarra. Lo hacen porque sí, así nomás, porque ‘está bueno’ que un ministro de Economía, candidato a vicepresidente, la pase bomba, ande en una moto de veinte cilindros con rubia sujetada y que haga rabiar a toda esa cohorte de vejetes aburridos que los amonesta por televisión. (…) ¿Pero a qué llaman rebeldía? A ir a una especie de comité a seguir la línea que bajan unos profesionales de la tranza que se hacen los pendejos porque se cagan en todo”.
Tanto enojo no puede llevar sino a miradas equivocadas, la más común de la cuales es la que considera a la juventud kirchnerista, y sobre todo a La Cámpora, una creación maquiavélica del matrimonio Kirchner. Miguel Bonasso, por ejemplo, la distingue negativamente de la militancia de los 70. “Aquel fue un proceso de abajo hacia arriba, éste es de arriba hacia abajo”, dice.
En realidad, la repolitización de la juventud argentina fue un proceso de mediano plazo que comenzó en los 90, con algunos focos aislados de resistencia al neoliberalismo, como las organizaciones piqueteras, Hijos y hasta el Movimiento 501, más tarde sintió los efectos de la crisis del 2001 por vía de una conmoción de las conciencias políticas y una ampliación de los círculos militantes, y finalmente absorbió con expectativa y creciente entusiasmo las primeras reformas kirchneristas.
En sentido estricto, entonces, la juventud kirchnerista no es un invento del poder sino el resultado de un movimiento desde abajo capturado luego desde arriba, con el cual el Gobierno hizo lo que suele hacer cuando advierte que algo puede contribuir a sus objetivos: asumirlo como propio y poner detrás todo el peso del Estado y sus gigantescos recursos, del mismo modo que en su momento sucedió con sectores sociales o corrientes de opinión que no se contaban entre sus aliados originales, como los movimientos de defensa de las minorías sexuales o los historiadores revisionistas, e incluso con proyectos que le resultaban ajenos, como la Asignación Universal o la Ley de Medios.
Pero los errores de interpretación no acaban aquí. Hasta el momento no existen análisis cuantitativos serios acerca de la dimensión exacta de la juventud kirchnerista movilizada. Algunas investigaciones periodísticas la sitúan en unas 30 mil personas; las fuentes consultadas para este libro sostienen que no tienen una idea aproximada. Además, los círculos de participación no son todos iguales, del convencido que dedica todo su tiempo libre a la militancia y ha encontrado allí su ámbito principal de socialización hasta el adherente que tuitea a favor del Gobierno y de vez en cuando va a una marcha, pasando, claro, por el que trabaja en la estructura del Estado, designado por motivaciones políticas o redes de contactos.
El segundo equívoco surge, entonces, de considerar a la juventud kirchnerista como un todo homogéneo. Un simple repaso periodístico alcanza para comprobar que confluyen allí sectores de muy diverso origen, algunos nacidos en los últimos años, por claro impulso del poder, pero otros surgidos de manera más o menos espontánea hace más de una década, a menudo como núcleos de militancia que no necesariamente fueron en su comienzo políticos (pueden haber sido sociales, culturales, de derechos humanos). En muchos casos, agrupaciones preexistentes tomaron nota del avance de La Cámpora, la amplia disponibilidad de recursos y la entronización de sus máximos dirigentes y decidieron sumarse, al modo de las unidades básicas que en medio de la crisis del 2001 se transformaban, por el simple acto de cambiar un cartel, en “comedores escolares” o “centros comunitarios”.
En los últimos tiempos, y como resultado no buscado de su meteórico ascenso, cada vez más núcleos militantes se autobautizan como “La Cámpora”, lo que al principio entusiasmó a la conducción de la organización, pero más tarde la llevó a mirar con un poco más de atención a estos nuevos adherentes, e incluso pensar en la forma más adecuada de establecer algún filtro que evite apoyos incongruentes. Un caso interesante es el de los gobernadores e intendentes del peronismo tradicional que, alertados de la novedad, crean sus propias “mini-Cámporas”.
Pero lo central es la diversidad. Provenientes de lugares tan distantes entre sí como la universidad pública y los barrios populares, los sindicatos enrolados en la CGT y los medios de comunicación, los jóvenes militantes conviven tensamente con grupos originados en las corrientes internas de los partidos tradicionales (en el duhaldismo, por ejemplo). La diversidad de trayectorias de los dirigentes más visibles de La Cámpora es ilustrativa de la heterogeneidad estructural de la juventud kirchnerista.
Por último, el tercer equívoco –y el más interesante por lo que encierra de perspectiva futura– es el fatalismo de creer que el destino de la juventud kirchnerista está atado irremediablemente a lo que suceda con el Gobierno del cual forma parte. Puede que sea así, pero puede también que sobreviva al actual ciclo político, o que se transforme en otra cosa. ¿Podrá hacerlo? Una buena forma de pensarlo es analizar los riesgos y las posibilidades que enfrenta La Cámpora, como síntesis de los que los enfrenta la juventud kirchnerista.
El riesgo central es la sobreadaptación. El planteo es vidrioso, pero podría formularse así: la Coordinadora radical fracasó debido a su incapacidad para encontrar una posición políticamente productiva tras el giro en materia económica y de derechos humanos efectuado por Alfonsín en la segunda mitad de su mandato. En un contexto de crisis inflacionaria e inestabilidad política, y atenazada por los imperativos de la “ética de la responsabilidad”, no encontró el modo de introducir la diferencia política, que es la forma en que se construyen los sujetos políticos en las democracias contemporáneas.
La Cámpora, cuya conducción disfruta de espacios de poder equivalentes a los de los jóvenes alfonsinistas, asciende en un contexto de normalidad (al menos para los cánones argentinos) y no enfrenta (al menos hasta el momento) el riesgo de una “derechización” del kirchnerismo, que siempre se las ha ingeniado para responder a las crisis con salidas en clave de reforma progresista: juicio a la Corte Suprema frente a la presión de la mayoría automática menemista, nacionalización de las AFJP tras el estallido de la crisis mundial, reestatización de YPF ante los problemas energéticos.
El riesgo de sobreadapación de La Cámpora deriva no tanto del contenido de las políticas oficiales como del estilo con el que se ejercen. Desde sus inicios, y en buena medida como consecuencia del contexto de emergencia y crisis en el que asumió el Gobierno, el kirchnerismo se caracterizó por un manejo muy concentrado del poder. Renuente a someter a la deliberación pública sus iniciativas (aunque no todas: la Ley de Medios es una excepción), el kirchnerismo delega poco, luce demasiado propenso al golpe sorpresivo y tiende a limitar las decisiones a la figura del líder máximo, en un estilo que algunos analistas califican de “decisionista” y que a veces lo lleva a cometer errores no forzados.
Mi tesis es que esta forma de ejercer el poder puede terminar ahogando algunas de las mejores características de la juventud kirchnerista movilizada (su empuje y potencia, su capacidad creativa, el manejo natural de las nuevas tecnologías como herramientas de innovación, etc). La posibilidad de un achatamiento de las energías creativas de los jóvenes por vía del disciplinamiento institucional o las comodidades de la burocracia se agudiza bajo un Gobierno que por supuesto no es autoritario, pero que sí es verticalista, escasamente deliberativo y muy hermético.
A pesar de ello, creo que la juventud kirchnerista tiene la oportunidad de superar sus limitaciones y que esa oportunidad pasa básicamente por la posibilidad de construir una agenda propia.
Esa agenda todavía es un enigma. Quizás porque es muy pronto, porque sus mecanismos internos no están lo suficientemente aceitados o por el modo en que se ha ido insertando en el Estado, La Cámpora, en tanto estructura de poder al interior del kirchnerismo, no ha mostrado, al menos públicamente, cuáles son los temas, propuestas o ideas que la diferencian de otras corrientes que forman parte del enorme entramado oficialista. ¿Cuál es, por ejemplo, la agenda legislativa de La Cámpora? ¿En qué difiere de la de Agustín Rossi? Quiero ser cauteloso y entonces insisto: puede que aún sea muy pronto y que con el paso del tiempo la vayamos viendo. De hecho, decisiones como la reestatización de YPF o el plan de viviendas Pro.cre.ar, cuyo autor intelectual es el joven camporista Axel Kicillof, parecen avanzar en este sentido.
*Periodista y politólogo.
Por José Natanson
20/10/12 – 11:54
El rechazo que genera el ascenso de los jóvenes kirchneristas no deja de llamar la atención. Hugo Moyano los tildó de “nenes bien”, Victoria Donda dijo que son “unos chetos interesados por los cargos que no saben lo que es militar”, y Alberto Fernández, despechado, los comparó con “la Guardia de Hierro”.
Incluso intelectuales de los que se esperaría cierto equilibrio analítico no pueden evitar el sobretono, como demuestra esta nota de Tomás Abraham: “Los jóvenes K quieren otra cosa. Quieren portarse mal. Muchos se preguntan cuál es la razón por la que le hacen el aguante a un veterano como Boudou, que se tapa la panza con la guitarra. Lo hacen porque sí, así nomás, porque ‘está bueno’ que un ministro de Economía, candidato a vicepresidente, la pase bomba, ande en una moto de veinte cilindros con rubia sujetada y que haga rabiar a toda esa cohorte de vejetes aburridos que los amonesta por televisión. (…) ¿Pero a qué llaman rebeldía? A ir a una especie de comité a seguir la línea que bajan unos profesionales de la tranza que se hacen los pendejos porque se cagan en todo”.
Tanto enojo no puede llevar sino a miradas equivocadas, la más común de la cuales es la que considera a la juventud kirchnerista, y sobre todo a La Cámpora, una creación maquiavélica del matrimonio Kirchner. Miguel Bonasso, por ejemplo, la distingue negativamente de la militancia de los 70. “Aquel fue un proceso de abajo hacia arriba, éste es de arriba hacia abajo”, dice.
En realidad, la repolitización de la juventud argentina fue un proceso de mediano plazo que comenzó en los 90, con algunos focos aislados de resistencia al neoliberalismo, como las organizaciones piqueteras, Hijos y hasta el Movimiento 501, más tarde sintió los efectos de la crisis del 2001 por vía de una conmoción de las conciencias políticas y una ampliación de los círculos militantes, y finalmente absorbió con expectativa y creciente entusiasmo las primeras reformas kirchneristas.
En sentido estricto, entonces, la juventud kirchnerista no es un invento del poder sino el resultado de un movimiento desde abajo capturado luego desde arriba, con el cual el Gobierno hizo lo que suele hacer cuando advierte que algo puede contribuir a sus objetivos: asumirlo como propio y poner detrás todo el peso del Estado y sus gigantescos recursos, del mismo modo que en su momento sucedió con sectores sociales o corrientes de opinión que no se contaban entre sus aliados originales, como los movimientos de defensa de las minorías sexuales o los historiadores revisionistas, e incluso con proyectos que le resultaban ajenos, como la Asignación Universal o la Ley de Medios.
Pero los errores de interpretación no acaban aquí. Hasta el momento no existen análisis cuantitativos serios acerca de la dimensión exacta de la juventud kirchnerista movilizada. Algunas investigaciones periodísticas la sitúan en unas 30 mil personas; las fuentes consultadas para este libro sostienen que no tienen una idea aproximada. Además, los círculos de participación no son todos iguales, del convencido que dedica todo su tiempo libre a la militancia y ha encontrado allí su ámbito principal de socialización hasta el adherente que tuitea a favor del Gobierno y de vez en cuando va a una marcha, pasando, claro, por el que trabaja en la estructura del Estado, designado por motivaciones políticas o redes de contactos.
El segundo equívoco surge, entonces, de considerar a la juventud kirchnerista como un todo homogéneo. Un simple repaso periodístico alcanza para comprobar que confluyen allí sectores de muy diverso origen, algunos nacidos en los últimos años, por claro impulso del poder, pero otros surgidos de manera más o menos espontánea hace más de una década, a menudo como núcleos de militancia que no necesariamente fueron en su comienzo políticos (pueden haber sido sociales, culturales, de derechos humanos). En muchos casos, agrupaciones preexistentes tomaron nota del avance de La Cámpora, la amplia disponibilidad de recursos y la entronización de sus máximos dirigentes y decidieron sumarse, al modo de las unidades básicas que en medio de la crisis del 2001 se transformaban, por el simple acto de cambiar un cartel, en “comedores escolares” o “centros comunitarios”.
En los últimos tiempos, y como resultado no buscado de su meteórico ascenso, cada vez más núcleos militantes se autobautizan como “La Cámpora”, lo que al principio entusiasmó a la conducción de la organización, pero más tarde la llevó a mirar con un poco más de atención a estos nuevos adherentes, e incluso pensar en la forma más adecuada de establecer algún filtro que evite apoyos incongruentes. Un caso interesante es el de los gobernadores e intendentes del peronismo tradicional que, alertados de la novedad, crean sus propias “mini-Cámporas”.
Pero lo central es la diversidad. Provenientes de lugares tan distantes entre sí como la universidad pública y los barrios populares, los sindicatos enrolados en la CGT y los medios de comunicación, los jóvenes militantes conviven tensamente con grupos originados en las corrientes internas de los partidos tradicionales (en el duhaldismo, por ejemplo). La diversidad de trayectorias de los dirigentes más visibles de La Cámpora es ilustrativa de la heterogeneidad estructural de la juventud kirchnerista.
Por último, el tercer equívoco –y el más interesante por lo que encierra de perspectiva futura– es el fatalismo de creer que el destino de la juventud kirchnerista está atado irremediablemente a lo que suceda con el Gobierno del cual forma parte. Puede que sea así, pero puede también que sobreviva al actual ciclo político, o que se transforme en otra cosa. ¿Podrá hacerlo? Una buena forma de pensarlo es analizar los riesgos y las posibilidades que enfrenta La Cámpora, como síntesis de los que los enfrenta la juventud kirchnerista.
El riesgo central es la sobreadaptación. El planteo es vidrioso, pero podría formularse así: la Coordinadora radical fracasó debido a su incapacidad para encontrar una posición políticamente productiva tras el giro en materia económica y de derechos humanos efectuado por Alfonsín en la segunda mitad de su mandato. En un contexto de crisis inflacionaria e inestabilidad política, y atenazada por los imperativos de la “ética de la responsabilidad”, no encontró el modo de introducir la diferencia política, que es la forma en que se construyen los sujetos políticos en las democracias contemporáneas.
La Cámpora, cuya conducción disfruta de espacios de poder equivalentes a los de los jóvenes alfonsinistas, asciende en un contexto de normalidad (al menos para los cánones argentinos) y no enfrenta (al menos hasta el momento) el riesgo de una “derechización” del kirchnerismo, que siempre se las ha ingeniado para responder a las crisis con salidas en clave de reforma progresista: juicio a la Corte Suprema frente a la presión de la mayoría automática menemista, nacionalización de las AFJP tras el estallido de la crisis mundial, reestatización de YPF ante los problemas energéticos.
El riesgo de sobreadapación de La Cámpora deriva no tanto del contenido de las políticas oficiales como del estilo con el que se ejercen. Desde sus inicios, y en buena medida como consecuencia del contexto de emergencia y crisis en el que asumió el Gobierno, el kirchnerismo se caracterizó por un manejo muy concentrado del poder. Renuente a someter a la deliberación pública sus iniciativas (aunque no todas: la Ley de Medios es una excepción), el kirchnerismo delega poco, luce demasiado propenso al golpe sorpresivo y tiende a limitar las decisiones a la figura del líder máximo, en un estilo que algunos analistas califican de “decisionista” y que a veces lo lleva a cometer errores no forzados.
Mi tesis es que esta forma de ejercer el poder puede terminar ahogando algunas de las mejores características de la juventud kirchnerista movilizada (su empuje y potencia, su capacidad creativa, el manejo natural de las nuevas tecnologías como herramientas de innovación, etc). La posibilidad de un achatamiento de las energías creativas de los jóvenes por vía del disciplinamiento institucional o las comodidades de la burocracia se agudiza bajo un Gobierno que por supuesto no es autoritario, pero que sí es verticalista, escasamente deliberativo y muy hermético.
A pesar de ello, creo que la juventud kirchnerista tiene la oportunidad de superar sus limitaciones y que esa oportunidad pasa básicamente por la posibilidad de construir una agenda propia.
Esa agenda todavía es un enigma. Quizás porque es muy pronto, porque sus mecanismos internos no están lo suficientemente aceitados o por el modo en que se ha ido insertando en el Estado, La Cámpora, en tanto estructura de poder al interior del kirchnerismo, no ha mostrado, al menos públicamente, cuáles son los temas, propuestas o ideas que la diferencian de otras corrientes que forman parte del enorme entramado oficialista. ¿Cuál es, por ejemplo, la agenda legislativa de La Cámpora? ¿En qué difiere de la de Agustín Rossi? Quiero ser cauteloso y entonces insisto: puede que aún sea muy pronto y que con el paso del tiempo la vayamos viendo. De hecho, decisiones como la reestatización de YPF o el plan de viviendas Pro.cre.ar, cuyo autor intelectual es el joven camporista Axel Kicillof, parecen avanzar en este sentido.
*Periodista y politólogo.