Por: Marcelo Falak
El fallo de ayer de la Corte Suprema estadounidense cayó como una bomba en la Casa Blanca y en el Partido Demócrata. Eso no debe sorprender, ya que altera radicalmente las reglas de juego cuando faltan apenas siete meses para las elecciones de mitad de mandato, en las que el oficialismo se juega el control (o la pérdida) del Congreso y, con ello, el destino del tramo final de la administración de Barack Obama y el cauce de su sucesión.
En noviembre, los demócratas tienen el desafío de recuperar la mayoría de la Cámara de Representantes, que se votará en su totalidad, y de retener el mínimo control que ostentan hoy en el Senado, que se renovará en un tercio. En la puja, sus posibilidades oscilan, respectivamente, entre lo casi imposible y lo francamente complicado.
No es casual que la sentencia responda a la demanda de un empresario que quiso aportar su dinero sin limitaciones a distintas candidaturas republicanas hace dos años. Se descuenta que un flujo aluvional de dinero de donantes privados beneficiará al partido más ligado a los intereses económicos más fuertes.
La decisión de la Corte es coherente con otra anterior, de 2010, cuando levantó los topes a las donaciones de empresas y sindicatos. La tendencia, así, es a un Gobierno crecientemente plutocrático en Estados Unidos y a una política cada vez más estrechamente vinculada a los intereses de los más ricos, a la influencia de los lobbies, a los favores y contraprestaciones menos confesables y, por qué no, a la simple corrupción.
Es bueno tener en mente esta entretela de la política cuando se habla del deslizamiento de la sociedad estadounidense hacia posturas duramente conservadoras. Esa «derechización» no responde a un aleatorio humor social, sino que hunde sus raíces en el modo en que el dinero privado encumbra o limita a los candidatos en un sistema electoral basado en centenares de competencias distritales en el interior de las ciudades.
Sólo así se entiende que las demasías del Tea Party no terminen de resultar fatalmente «piantavotos» para los republicanos. Sólo así, que resulte una hazaña para el presidente de los Estados Unidos (el hombre más poderoso del mundo, ¿verdad?) lograr que siete millones de personas acepten facilidades regulatorias y crediticias para acceder a una cobertura de salud de la que hasta ahora carecían por completo. El interés de los prepagos que financian a los republicanos que resisten con fiereza el «Obamacare» es la música que anima el baile ideológico de quienes rechazan tal ayuda por considerarla «socialista», aunque eso pueda costarles, literalmente, la vida o todo su patrimonio en caso de un infortunio serio de salud.
Muchas veces se dice que Obama es un político timorato, cuyo Gobierno quedó lejos de sus discursos y de la promesa que suponía su condición de negro. Es posible. Pero corresponde también preguntarse cómo puede un líder político exceder, por mera voluntad personal, los límites de la mentalidad predominante entre sus gobernados.
Los números de la votación de ayer en la Corte (cinco a cuatro) reflejan lo polémico del caso y los alineamientos de los jueces, esto es la fractura entre conservadores y liberales.
Asimismo, los fundamentos del fallo no pueden dejar de llamar la atención. El primero, que donar dinero sin límites a cuantos políticos se quiera es un acto de ejercicio de la libertad de expresión. El segundo, que la participación en la elección de los dirigentes es el rasgo más valioso de la democracia.
Atribuir a una billetera la facultad de hablar parece un exceso, así como definir la participación ciudadana en los procesos electorales sobre la base del uso de la lapicera sobre un cheque. Pero para no caer en el atrevimiento de opinar sobre asuntos tan técnicos, démosle la palabra a la minoría del alto tribunal.
«En disidencia, el juez Stephen G. Breyer calificó la opinión de la mayoría de desarrollo inquietante que eleva el techo de las contribuciones totales ‘a un número infinito’. Si la Corte en el caso de Citizens United [ndr: el mencionado de 2010] abrió una puerta, la decisión de hoy bien puede provocar una inundación», lo citó ayer The New York Times. El periódico añadió que «tales disensos orales son raros y señalan profundos desacuerdos» en el alto tribunal.
El juez John Roberts, presidente de la Corte y nombrado por George W. Bush, fue el vocero de la mayoría de un tribunal para el que, se ve claramente, la libertad y los derechos individuales se expresan de modo privilegiado en el interés económico y en la propiedad. Todo un dato cuando la Argentina espera que ese mismo cuerpo escuche sus razones en el juicio que le plantean los fondos buitre.
El fallo de ayer de la Corte Suprema estadounidense cayó como una bomba en la Casa Blanca y en el Partido Demócrata. Eso no debe sorprender, ya que altera radicalmente las reglas de juego cuando faltan apenas siete meses para las elecciones de mitad de mandato, en las que el oficialismo se juega el control (o la pérdida) del Congreso y, con ello, el destino del tramo final de la administración de Barack Obama y el cauce de su sucesión.
En noviembre, los demócratas tienen el desafío de recuperar la mayoría de la Cámara de Representantes, que se votará en su totalidad, y de retener el mínimo control que ostentan hoy en el Senado, que se renovará en un tercio. En la puja, sus posibilidades oscilan, respectivamente, entre lo casi imposible y lo francamente complicado.
No es casual que la sentencia responda a la demanda de un empresario que quiso aportar su dinero sin limitaciones a distintas candidaturas republicanas hace dos años. Se descuenta que un flujo aluvional de dinero de donantes privados beneficiará al partido más ligado a los intereses económicos más fuertes.
La decisión de la Corte es coherente con otra anterior, de 2010, cuando levantó los topes a las donaciones de empresas y sindicatos. La tendencia, así, es a un Gobierno crecientemente plutocrático en Estados Unidos y a una política cada vez más estrechamente vinculada a los intereses de los más ricos, a la influencia de los lobbies, a los favores y contraprestaciones menos confesables y, por qué no, a la simple corrupción.
Es bueno tener en mente esta entretela de la política cuando se habla del deslizamiento de la sociedad estadounidense hacia posturas duramente conservadoras. Esa «derechización» no responde a un aleatorio humor social, sino que hunde sus raíces en el modo en que el dinero privado encumbra o limita a los candidatos en un sistema electoral basado en centenares de competencias distritales en el interior de las ciudades.
Sólo así se entiende que las demasías del Tea Party no terminen de resultar fatalmente «piantavotos» para los republicanos. Sólo así, que resulte una hazaña para el presidente de los Estados Unidos (el hombre más poderoso del mundo, ¿verdad?) lograr que siete millones de personas acepten facilidades regulatorias y crediticias para acceder a una cobertura de salud de la que hasta ahora carecían por completo. El interés de los prepagos que financian a los republicanos que resisten con fiereza el «Obamacare» es la música que anima el baile ideológico de quienes rechazan tal ayuda por considerarla «socialista», aunque eso pueda costarles, literalmente, la vida o todo su patrimonio en caso de un infortunio serio de salud.
Muchas veces se dice que Obama es un político timorato, cuyo Gobierno quedó lejos de sus discursos y de la promesa que suponía su condición de negro. Es posible. Pero corresponde también preguntarse cómo puede un líder político exceder, por mera voluntad personal, los límites de la mentalidad predominante entre sus gobernados.
Los números de la votación de ayer en la Corte (cinco a cuatro) reflejan lo polémico del caso y los alineamientos de los jueces, esto es la fractura entre conservadores y liberales.
Asimismo, los fundamentos del fallo no pueden dejar de llamar la atención. El primero, que donar dinero sin límites a cuantos políticos se quiera es un acto de ejercicio de la libertad de expresión. El segundo, que la participación en la elección de los dirigentes es el rasgo más valioso de la democracia.
Atribuir a una billetera la facultad de hablar parece un exceso, así como definir la participación ciudadana en los procesos electorales sobre la base del uso de la lapicera sobre un cheque. Pero para no caer en el atrevimiento de opinar sobre asuntos tan técnicos, démosle la palabra a la minoría del alto tribunal.
«En disidencia, el juez Stephen G. Breyer calificó la opinión de la mayoría de desarrollo inquietante que eleva el techo de las contribuciones totales ‘a un número infinito’. Si la Corte en el caso de Citizens United [ndr: el mencionado de 2010] abrió una puerta, la decisión de hoy bien puede provocar una inundación», lo citó ayer The New York Times. El periódico añadió que «tales disensos orales son raros y señalan profundos desacuerdos» en el alto tribunal.
El juez John Roberts, presidente de la Corte y nombrado por George W. Bush, fue el vocero de la mayoría de un tribunal para el que, se ve claramente, la libertad y los derechos individuales se expresan de modo privilegiado en el interés económico y en la propiedad. Todo un dato cuando la Argentina espera que ese mismo cuerpo escuche sus razones en el juicio que le plantean los fondos buitre.
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