Al arrojar al ruedo políticola idea de «democratización de la Justicia», el Gobierno volvió a jugar a su juego favorito: apropiarse de un ideal atractivo (como lo fuera, en su momento, el de «democratizar la palabra»), para luego acometer una reforma que amenaza al mismo ideal invocado.
En el caso de la democracia judicial, dados todos los gestos que siguieron a aquella invocación, el riesgo parece obvio: impulsar reformas destinadas a someter a la Justicia al poder político. De todos modos, en este caso más que en otros, la postura del Gobierno aparece especialmente confusa y poco articulada. Por la tanto, tiene especial sentido examinar críticamente algunos de los caminos y riesgos que el Gobierno tiene abiertos frente a sí en la materia, ya sea que «democratizar la Justicia» signifique impulsar la elección popular de los jueces, asegurar la diversidad judicial, organizar el juicio por jurados o fomentar el populismo penal.
Impulsar la elección popular de los jueces. Tal como se la ha presentado, esta idea (duramente criticada por el juez Zaffaroni) resulta dependiente de la misma y conservadora concepción de la democracia defendida por el Gobierno en otros frentes. Según esta concepción, la legitimidad democrática depende exclusivamente de la victoria electoral. Por eso, en la esfera política, exige a los que tienen quejas que esperen su turno hasta las próximas elecciones; o que organicen su propio partido político, si es que no lo tienen, para ganarlas entonces. La democracia, según el relato oficial, es un hecho episódico, que depende de elecciones que se celebran cada cuatro años. Esta pobre idea de la democracia es la misma que ha utilizado el Gobierno para sugerir una primera aproximación a la idea de «democratizar la Justicia». Se debe lograr, entonces, «que los jueces también se sometan a elecciones». Otra vez, para el oficialismo, democracia es igual a elecciones. Para quienes partimos de una visión diferente de la democracia -por caso, una visión más dialógica- la postura oficial sobre el tema nos deja apenas en la puerta de entrada del problema. Y es que, si existe una desvinculación entre ciudadanos y jueces, la elección inicial de los jueces poco se ocupa del problema real. Lo que importa, en verdad, es qué hacer el día después -y todos los días que siguen al día después- de que los jueces son (por quien sea) elegidos. ¿Cómo hace el ciudadano para dialogar con sus jueces? ¿Cómo se les hace saber el peso de ciertos reclamos? ¿Cómo les reprocha su conducta y se les sugiere caminos de decisión alternativos? ¿Cómo establece puentes de comunicación con ellos?
La elección de los jueces no sólo agrava ciertos problemas (la protección de las minorías impopulares), sino que no resuelve los más importantes (suturar la distancia que suele existir entre jueces y ciudadanía desde el momento en que los jueces son designados), a la vez que genera riesgos inaceptables: piénsese en lo que ocurrió en Bolivia luego de que la nueva Constitución de 2009 estableciera la elección de los jueces por el pueblo; hoy, los bolivianos pueden elegir. sólo entre los candidatos a jueces que el partido dominante les ofrece. La minoría no puede ofrecer como candidato ni siquiera a uno.
Asegurar la diversidad judicial. Una mirada más interesante sobre la democratización judicial es la que exige que se incluyan en la Justicia la misma diversidad de voces, miradas y concepciones ideológicas que distinguen a la sociedad toda. Quienes defendemos esta postura celebramos en su momento el famoso decreto 222 (destinado a promover la diversidad dentro del Poder Judicial), como repudiamos luego que el Gobierno lo dejara de lado para tomar como regla la defensa de jueces de vergüenza (¿hace falta dar nombres?), el ansioso intento de imponer a candidatos impensables (como el firme candidato oficial para el cargo de procurador) o la descarada impugnación de cualquier juez que no apareciera como defensor del oficialismo en sus fallos.
Es demasiado largo el camino que se recorrió desde entonces: de la promesa de diversidad inicial a la acusación de «golpismo» o de «alzamiento», lanzada frente a cualquier tribunal capaz de opinar de modo distinto del Gobierno. Quienes, críticos del oficialismo, estamos preocupados por la exclusión en todos los niveles (también en el nivel judicial) y valoramos la protesta en las calles, se trate de los marginados o de los caceroleros más acomodados (del mismo modo en que no pensaríamos nunca a los «saqueadores» como «delincuentes que roban plasmas»), la pregunta que nos hacemos es otra, vinculada con las razones de la exclusión social, o lo que es lo mismo, las razones por las cuales el poder sigue concentrado en una minoría.
Organizar el juicio por jurados. Otra visión de la democracia judicial es la que impulsa el juicios por jurados. Se trata, en este caso, de un mandato constitucional incumplido desde hace más de 200 años, que sólo por esa razón merece ser honrado. De todos modos, sobre la materia convendría evitar indebidos entusiasmos: tal como la concibe el poder, esta reforma resulta algo insulsa. Se trata de autorizar a la ciudadanía a decir «sí» o «no» frente a las pruebas reunidas contra algún acusado, pero nunca de permitirle al pueblo que reflexione en torno al derecho de fondo. La mayoría de los que proponen esta reforma asumen que la ciudadanía no está capacitada para pensar sobre el derecho sustantivo, que sugieren dejar exclusivamente en manos de lejanos «especialistas».
Fomentar el populismo penal. Para muchos oficialistas, democratizar la Justicia significa convertirla al populismo penal, populismo con el cual el kirchnerismo ha coqueteado en un primer momento. El populismo penal es la concepción que propone subir las penas «porque lo pide la gente»; el que mantiene a los procesados presos «porque es el reclamo de la gente»; el que se queja -como lo hiciera la Presidenta, justo el día de los derechos humanos y a propósito del fallo del caso Marita Verón- porque «jueces sin responsabilidad dejan en libertad a personas que vuelven a delinquir». Este populismo penal es repudiable, entre otras cosas (otra vez) por la conservadora visión de la democracia de la que parte. Es curioso, porque apela todo el tiempo a «lo que quiere la gente», pero nunca le pregunta nada a «la gente» a la que invoca, ni acepta ser interpelado, ni admite ser cuestionado por «la gente» en nombre de la que habla. Quienes vemos a la democracia como diálogo, jamás aceptaríamos posturas semejantes, sobre todo porque no llamaríamos «democrático» a lo que claman las víctimas luego de un crimen; o a lo que prefieren muchas personas indignadas, según los resultados de alguna encuesta.
La democracia es otra cosa: la democracia no debe confundirse con el mercado, ni las cuestiones de justicia con los resultados de una encuesta, como si se pudiera hablar de justicia como hablamos de marcas de jabones. Tomar la democracia en serio requiere dejar de lado el marketing, la propaganda y las encuestas de mercado, para optar, de una vez, por la inclusión de los oprimidos y el diálogo (también judicial) con los que piensan diferente.
© LA NACION.
En el caso de la democracia judicial, dados todos los gestos que siguieron a aquella invocación, el riesgo parece obvio: impulsar reformas destinadas a someter a la Justicia al poder político. De todos modos, en este caso más que en otros, la postura del Gobierno aparece especialmente confusa y poco articulada. Por la tanto, tiene especial sentido examinar críticamente algunos de los caminos y riesgos que el Gobierno tiene abiertos frente a sí en la materia, ya sea que «democratizar la Justicia» signifique impulsar la elección popular de los jueces, asegurar la diversidad judicial, organizar el juicio por jurados o fomentar el populismo penal.
Impulsar la elección popular de los jueces. Tal como se la ha presentado, esta idea (duramente criticada por el juez Zaffaroni) resulta dependiente de la misma y conservadora concepción de la democracia defendida por el Gobierno en otros frentes. Según esta concepción, la legitimidad democrática depende exclusivamente de la victoria electoral. Por eso, en la esfera política, exige a los que tienen quejas que esperen su turno hasta las próximas elecciones; o que organicen su propio partido político, si es que no lo tienen, para ganarlas entonces. La democracia, según el relato oficial, es un hecho episódico, que depende de elecciones que se celebran cada cuatro años. Esta pobre idea de la democracia es la misma que ha utilizado el Gobierno para sugerir una primera aproximación a la idea de «democratizar la Justicia». Se debe lograr, entonces, «que los jueces también se sometan a elecciones». Otra vez, para el oficialismo, democracia es igual a elecciones. Para quienes partimos de una visión diferente de la democracia -por caso, una visión más dialógica- la postura oficial sobre el tema nos deja apenas en la puerta de entrada del problema. Y es que, si existe una desvinculación entre ciudadanos y jueces, la elección inicial de los jueces poco se ocupa del problema real. Lo que importa, en verdad, es qué hacer el día después -y todos los días que siguen al día después- de que los jueces son (por quien sea) elegidos. ¿Cómo hace el ciudadano para dialogar con sus jueces? ¿Cómo se les hace saber el peso de ciertos reclamos? ¿Cómo les reprocha su conducta y se les sugiere caminos de decisión alternativos? ¿Cómo establece puentes de comunicación con ellos?
La elección de los jueces no sólo agrava ciertos problemas (la protección de las minorías impopulares), sino que no resuelve los más importantes (suturar la distancia que suele existir entre jueces y ciudadanía desde el momento en que los jueces son designados), a la vez que genera riesgos inaceptables: piénsese en lo que ocurrió en Bolivia luego de que la nueva Constitución de 2009 estableciera la elección de los jueces por el pueblo; hoy, los bolivianos pueden elegir. sólo entre los candidatos a jueces que el partido dominante les ofrece. La minoría no puede ofrecer como candidato ni siquiera a uno.
Asegurar la diversidad judicial. Una mirada más interesante sobre la democratización judicial es la que exige que se incluyan en la Justicia la misma diversidad de voces, miradas y concepciones ideológicas que distinguen a la sociedad toda. Quienes defendemos esta postura celebramos en su momento el famoso decreto 222 (destinado a promover la diversidad dentro del Poder Judicial), como repudiamos luego que el Gobierno lo dejara de lado para tomar como regla la defensa de jueces de vergüenza (¿hace falta dar nombres?), el ansioso intento de imponer a candidatos impensables (como el firme candidato oficial para el cargo de procurador) o la descarada impugnación de cualquier juez que no apareciera como defensor del oficialismo en sus fallos.
Es demasiado largo el camino que se recorrió desde entonces: de la promesa de diversidad inicial a la acusación de «golpismo» o de «alzamiento», lanzada frente a cualquier tribunal capaz de opinar de modo distinto del Gobierno. Quienes, críticos del oficialismo, estamos preocupados por la exclusión en todos los niveles (también en el nivel judicial) y valoramos la protesta en las calles, se trate de los marginados o de los caceroleros más acomodados (del mismo modo en que no pensaríamos nunca a los «saqueadores» como «delincuentes que roban plasmas»), la pregunta que nos hacemos es otra, vinculada con las razones de la exclusión social, o lo que es lo mismo, las razones por las cuales el poder sigue concentrado en una minoría.
Organizar el juicio por jurados. Otra visión de la democracia judicial es la que impulsa el juicios por jurados. Se trata, en este caso, de un mandato constitucional incumplido desde hace más de 200 años, que sólo por esa razón merece ser honrado. De todos modos, sobre la materia convendría evitar indebidos entusiasmos: tal como la concibe el poder, esta reforma resulta algo insulsa. Se trata de autorizar a la ciudadanía a decir «sí» o «no» frente a las pruebas reunidas contra algún acusado, pero nunca de permitirle al pueblo que reflexione en torno al derecho de fondo. La mayoría de los que proponen esta reforma asumen que la ciudadanía no está capacitada para pensar sobre el derecho sustantivo, que sugieren dejar exclusivamente en manos de lejanos «especialistas».
Fomentar el populismo penal. Para muchos oficialistas, democratizar la Justicia significa convertirla al populismo penal, populismo con el cual el kirchnerismo ha coqueteado en un primer momento. El populismo penal es la concepción que propone subir las penas «porque lo pide la gente»; el que mantiene a los procesados presos «porque es el reclamo de la gente»; el que se queja -como lo hiciera la Presidenta, justo el día de los derechos humanos y a propósito del fallo del caso Marita Verón- porque «jueces sin responsabilidad dejan en libertad a personas que vuelven a delinquir». Este populismo penal es repudiable, entre otras cosas (otra vez) por la conservadora visión de la democracia de la que parte. Es curioso, porque apela todo el tiempo a «lo que quiere la gente», pero nunca le pregunta nada a «la gente» a la que invoca, ni acepta ser interpelado, ni admite ser cuestionado por «la gente» en nombre de la que habla. Quienes vemos a la democracia como diálogo, jamás aceptaríamos posturas semejantes, sobre todo porque no llamaríamos «democrático» a lo que claman las víctimas luego de un crimen; o a lo que prefieren muchas personas indignadas, según los resultados de alguna encuesta.
La democracia es otra cosa: la democracia no debe confundirse con el mercado, ni las cuestiones de justicia con los resultados de una encuesta, como si se pudiera hablar de justicia como hablamos de marcas de jabones. Tomar la democracia en serio requiere dejar de lado el marketing, la propaganda y las encuestas de mercado, para optar, de una vez, por la inclusión de los oprimidos y el diálogo (también judicial) con los que piensan diferente.
© LA NACION.