Soy argentino. Porteño.
Vivo en Bogotá . Como muchos de los que hoy pisamos los 40, crecí escuchando, leyendo y viendo lo peligrosa que era la capital colombiana. La suma de narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares sonaba a ciudad prohibida. Aquella combinación, sin embargo, no influyó para que mi esposa y yo eligiéramos Bogotá como lugar de residencia . Con los años, la elección tuvo sus costos.
En las Fiestas de 2006, la “nochebuena” terminó en “nochemala” y el viejo Dacia que mis suegros habían estacionado cerca de casa desapareció . El costo del robo: unos $ 8.000.
En febrero de 2007, la cosa se puso un poco más fea. Yo mismo había ido a sacar efectivo de un banco para una refacción casera y apenas me bajé del auto, $ 7.000 más de pérdida a punta de pistola . Por suerte, mi mujer y mis hijos ni se enteraron del robo ni de la amenaza (que los incluía a ellos, distraídos a cinco metros de la escena).
En septiembre de 2009, otra vez sopa. En una de las zonas más oscuras de Bogotá, mientras creía que caminaba solo, cometí la imprudencia de atender el celular.
Me acompañaba un amigo de lo ajeno . No pude terminar la charla: me convenció con una silueta de arma: perdí $ 300 más.
Llegó 2010. Si antes habían ido por mis suegros y por mí, ahora fueron por el 307 de mi cuñada. En el límite de Bogotá, el auto apareció rengo . Cubierta y llanta, otros $ 2.000.
El último susto fue hace unos días. También en las afueras de Bogotá, la víctima fue la peor que podría elegir un ladrón para un padre: le sacaron el celular a mi hijo preadolescente. Lo acompañaba su hermano menor. Un valiente de 30 y pico arrebató a dos nenes.
Me enteré justo el día que volvía de un viaje por Bogotá, Colombia, donde en los últimos años se redujo la inseguridad , algo que allá las autoridades resaltan a cada momento.
Como un juego de espejos, empecé a pensar qué hubiese pasado si en aquel 2003, en lugar de elegir vivir en la calle Bogotá , entre Caballito y Flores, me hubiese ido a vivir a la capital colombiana.
Vivo en Bogotá . Como muchos de los que hoy pisamos los 40, crecí escuchando, leyendo y viendo lo peligrosa que era la capital colombiana. La suma de narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares sonaba a ciudad prohibida. Aquella combinación, sin embargo, no influyó para que mi esposa y yo eligiéramos Bogotá como lugar de residencia . Con los años, la elección tuvo sus costos.
En las Fiestas de 2006, la “nochebuena” terminó en “nochemala” y el viejo Dacia que mis suegros habían estacionado cerca de casa desapareció . El costo del robo: unos $ 8.000.
En febrero de 2007, la cosa se puso un poco más fea. Yo mismo había ido a sacar efectivo de un banco para una refacción casera y apenas me bajé del auto, $ 7.000 más de pérdida a punta de pistola . Por suerte, mi mujer y mis hijos ni se enteraron del robo ni de la amenaza (que los incluía a ellos, distraídos a cinco metros de la escena).
En septiembre de 2009, otra vez sopa. En una de las zonas más oscuras de Bogotá, mientras creía que caminaba solo, cometí la imprudencia de atender el celular.
Me acompañaba un amigo de lo ajeno . No pude terminar la charla: me convenció con una silueta de arma: perdí $ 300 más.
Llegó 2010. Si antes habían ido por mis suegros y por mí, ahora fueron por el 307 de mi cuñada. En el límite de Bogotá, el auto apareció rengo . Cubierta y llanta, otros $ 2.000.
El último susto fue hace unos días. También en las afueras de Bogotá, la víctima fue la peor que podría elegir un ladrón para un padre: le sacaron el celular a mi hijo preadolescente. Lo acompañaba su hermano menor. Un valiente de 30 y pico arrebató a dos nenes.
Me enteré justo el día que volvía de un viaje por Bogotá, Colombia, donde en los últimos años se redujo la inseguridad , algo que allá las autoridades resaltan a cada momento.
Como un juego de espejos, empecé a pensar qué hubiese pasado si en aquel 2003, en lugar de elegir vivir en la calle Bogotá , entre Caballito y Flores, me hubiese ido a vivir a la capital colombiana.