Infatigable, un centenario diario porteño nunca ha dejado de criticar las políticas de Estado activas en materia de cultura. Muchos de sus editorialistas han escrito en reiteradas ocasiones contra la excepción cultural, pese a que fue suscrita en la Unesco en 2005, tanto por nuestro país como por una mayoría de naciones, que incluye a Brasil, España y Francia, para dar algunos ejemplos. Una línea conservadora de pensamiento que en el contexto internacional sólo Estados Unidos apoya y considera los bienes culturales una mercancía igual a cualquier otra.
La Unesco diferencia a los bienes e industrias culturales como merecedores de una excepción de las normas mundiales de comercio dictadas por la OMC. Razonable, teniendo en cuenta que un país puede teóricamente importar cualquier producto, menos su propia cultura.
Claro que nadie quiere posar de conservador (sus desatinos a lo largo de 200 años les redituaron mala prensa), por lo que muchos de los argumentos vertidos en la materia suelen expresarse en términos seudoprogresistas, planteando un falso antagonismo entre creación cultural y Estado. Esta simplificación reaccionaria confunde política, historia y derechos universales. Pone en la misma bolsa a Mc Carthy, Franco, Stalin o Goebbels con los Estados de Derecho que suscriben la declaración de la Unesco, que considera la cultura un derecho universal tan defendible como la educación, la salud o las libertades cívicas. Los que nunca se quejaron por el razonable sostenimiento de los altos costos del Teatro Colón, de los grandes museos de arte o de los elencos de música clásica ponen el grito en el cielo cuando los respaldos se orientan al teatro, al cine, a la música popular, o a iniciativas en barrios populares, villas miserias y pueblos de provincia cuyos nombres jamás han oído nombrar.
Más se indignan cuando el Estado lo hace para contrapesar los viejos poderes del establishment y las élites. El viejo truco de confundir o endilgar exclusividad de poder al gobierno nacional es retomado por el firmante de un artículo de reciente publicación en el diario. Allí se plantea la idea (es un decir) de que un Estado jamás favorecería visiones contrarias a su interés, olvidando que en la actual etapa la democratización del acceso a las comunicaciones ha sido una de las preocupaciones centrales de este gobierno.
¿Quiénes han sido los repartidores de prestigio y reconocimiento en nuestra cultura? La respuesta es tan evidente que el concepto de historia o cultura oficial es sinónimo de cultura establecida. ¿Y quiénes la han establecido sino un reducido cenáculo con sus suplementos de cultura y críticos, concentrados en pocas voces autorizadas para expresarse? Los nombres de muchos creadores argentinos desaparecieron de los periódicos de su tiempo por motivos ideológicos. Tal fue el caso de Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Jorge Abelardo Ramos o Leopoldo Marechal, para mencionar unos pocos ejemplos.
La manera de ejercer la hegemonía cultural de los autoproclamados dueños de la palabra se expresa hoy de manera renovada, omitiendo gran parte de las políticas que el Estado argentino realiza en tiempos de los Bicentenarios. De este modo, se ocultan logros inéditos, como el de haber concretado la más holgada inversión pública en materia de espacios culturales, la mayoría de ellos, ubicados más allá de la Avenida General Paz, como las Casas del Bicentenario que se están creando a lo largo y ancho del país. Curioso Estado censor el que restauró parte de la obra de Cándido López, construyó la Casa del Bicentenario, y puso en valor los edificios del Cabildo, la Casa Natal de Sarmiento, la casa Histórica de la Independencia, el Palais de Glace, o la Casa Ricardo Rojas, entre muchos otros espacios de la cultura.
Así, se oculta la realización de los Pre MICA, que son encuentros por regiones preparatorios del Mercado de Industrias Culturales Argentinas 2013, celebrados a lo largo de este año en el interior del país. Se niega entidad a la mayor expansión del audiovisual mediante señales públicas como Encuentro, INCAA TV o Paka-Paka. O se ignora la inédita red de centros culturales que se tejen a través del programa Puntos de Cultura (ya existen más de 300 centros en todo el país y se siguen sumando). El desarrollo de programas específicos para integrar a pueblos originarios y comunidades de inmigrantes, en pos de una cultura cada vez más plural e inclusiva. O la creación del Fondo Federal de Cultura que distribuye recursos para proyectos culturales de las provincias. Por no hablar de las innumerables asistencias artísticas a lo largo y a lo ancho del país, que tampoco registran antecedentes.
El analista debería preguntarse cuántos artistas, obras de nuestra cultura y puestos de trabajo calificados desaparecerían sin el compromiso del Estado. Tendría lugar un verdadero genocidio cultural.
La realidad de los últimos años desmiente la falacia del Estado censor, con una producción cultural que es resultado de concursos y jurados imparciales como pocas veces en nuestra historia. Se incluyen en esta producción documentales, obras de teatro, premios nacionales reinstaurados, salones nacionales de cultura o ayudas a la actividad editorial y a revistas culturales independientes sin ningún control de contenidos.
Recibo con gracia, entonces, la calificación de “opaca gestión cultural” que se me adosa. La etiqueta resulta de solo considerar meritorios los brillos de supuestas luces intelectuales y artísticas. Señalo con orgullo, y con un indisimulable regocijo frente al crítico, el hecho de que la luz que únicamente iluminaba la Avenida Alvear ahora se proyecte sobre rincones de la Patria que habían permanecido olvidados. Me permito sospechar que esa crítica es prima hermana de una concepción elitista y unitaria que ve oscuridades o brillos siempre y cuando se alojen sobre la Avenida Santa Fe hacia el norte y, en el mejor de los casos, en la Ciudad de Buenos Aires.
Los ojos, como decía el poeta, solo ven lo que están acostumbrados a ver. Quienes piensan en gestiones “más luminosas”, con mayor pompa aristocrática, se verán decepcionados con nuestra tarea. Me queda claro, sin embargo, que esta discusión entre dos modelos de cultura es parte ineludible de la batalla cultural a la que se refiere con insistencia la presidenta de la Nación, y por la que trabajamos todos los días.
Y me pregunto por último si la opacidad no tendrá que ver con algún lente empañado por las lágrimas de quienes añoran las glorias de aquella cultura para unos pocos iluminados, por los viejos candelabros de las élites. <
La Unesco diferencia a los bienes e industrias culturales como merecedores de una excepción de las normas mundiales de comercio dictadas por la OMC. Razonable, teniendo en cuenta que un país puede teóricamente importar cualquier producto, menos su propia cultura.
Claro que nadie quiere posar de conservador (sus desatinos a lo largo de 200 años les redituaron mala prensa), por lo que muchos de los argumentos vertidos en la materia suelen expresarse en términos seudoprogresistas, planteando un falso antagonismo entre creación cultural y Estado. Esta simplificación reaccionaria confunde política, historia y derechos universales. Pone en la misma bolsa a Mc Carthy, Franco, Stalin o Goebbels con los Estados de Derecho que suscriben la declaración de la Unesco, que considera la cultura un derecho universal tan defendible como la educación, la salud o las libertades cívicas. Los que nunca se quejaron por el razonable sostenimiento de los altos costos del Teatro Colón, de los grandes museos de arte o de los elencos de música clásica ponen el grito en el cielo cuando los respaldos se orientan al teatro, al cine, a la música popular, o a iniciativas en barrios populares, villas miserias y pueblos de provincia cuyos nombres jamás han oído nombrar.
Más se indignan cuando el Estado lo hace para contrapesar los viejos poderes del establishment y las élites. El viejo truco de confundir o endilgar exclusividad de poder al gobierno nacional es retomado por el firmante de un artículo de reciente publicación en el diario. Allí se plantea la idea (es un decir) de que un Estado jamás favorecería visiones contrarias a su interés, olvidando que en la actual etapa la democratización del acceso a las comunicaciones ha sido una de las preocupaciones centrales de este gobierno.
¿Quiénes han sido los repartidores de prestigio y reconocimiento en nuestra cultura? La respuesta es tan evidente que el concepto de historia o cultura oficial es sinónimo de cultura establecida. ¿Y quiénes la han establecido sino un reducido cenáculo con sus suplementos de cultura y críticos, concentrados en pocas voces autorizadas para expresarse? Los nombres de muchos creadores argentinos desaparecieron de los periódicos de su tiempo por motivos ideológicos. Tal fue el caso de Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Jorge Abelardo Ramos o Leopoldo Marechal, para mencionar unos pocos ejemplos.
La manera de ejercer la hegemonía cultural de los autoproclamados dueños de la palabra se expresa hoy de manera renovada, omitiendo gran parte de las políticas que el Estado argentino realiza en tiempos de los Bicentenarios. De este modo, se ocultan logros inéditos, como el de haber concretado la más holgada inversión pública en materia de espacios culturales, la mayoría de ellos, ubicados más allá de la Avenida General Paz, como las Casas del Bicentenario que se están creando a lo largo y ancho del país. Curioso Estado censor el que restauró parte de la obra de Cándido López, construyó la Casa del Bicentenario, y puso en valor los edificios del Cabildo, la Casa Natal de Sarmiento, la casa Histórica de la Independencia, el Palais de Glace, o la Casa Ricardo Rojas, entre muchos otros espacios de la cultura.
Así, se oculta la realización de los Pre MICA, que son encuentros por regiones preparatorios del Mercado de Industrias Culturales Argentinas 2013, celebrados a lo largo de este año en el interior del país. Se niega entidad a la mayor expansión del audiovisual mediante señales públicas como Encuentro, INCAA TV o Paka-Paka. O se ignora la inédita red de centros culturales que se tejen a través del programa Puntos de Cultura (ya existen más de 300 centros en todo el país y se siguen sumando). El desarrollo de programas específicos para integrar a pueblos originarios y comunidades de inmigrantes, en pos de una cultura cada vez más plural e inclusiva. O la creación del Fondo Federal de Cultura que distribuye recursos para proyectos culturales de las provincias. Por no hablar de las innumerables asistencias artísticas a lo largo y a lo ancho del país, que tampoco registran antecedentes.
El analista debería preguntarse cuántos artistas, obras de nuestra cultura y puestos de trabajo calificados desaparecerían sin el compromiso del Estado. Tendría lugar un verdadero genocidio cultural.
La realidad de los últimos años desmiente la falacia del Estado censor, con una producción cultural que es resultado de concursos y jurados imparciales como pocas veces en nuestra historia. Se incluyen en esta producción documentales, obras de teatro, premios nacionales reinstaurados, salones nacionales de cultura o ayudas a la actividad editorial y a revistas culturales independientes sin ningún control de contenidos.
Recibo con gracia, entonces, la calificación de “opaca gestión cultural” que se me adosa. La etiqueta resulta de solo considerar meritorios los brillos de supuestas luces intelectuales y artísticas. Señalo con orgullo, y con un indisimulable regocijo frente al crítico, el hecho de que la luz que únicamente iluminaba la Avenida Alvear ahora se proyecte sobre rincones de la Patria que habían permanecido olvidados. Me permito sospechar que esa crítica es prima hermana de una concepción elitista y unitaria que ve oscuridades o brillos siempre y cuando se alojen sobre la Avenida Santa Fe hacia el norte y, en el mejor de los casos, en la Ciudad de Buenos Aires.
Los ojos, como decía el poeta, solo ven lo que están acostumbrados a ver. Quienes piensan en gestiones “más luminosas”, con mayor pompa aristocrática, se verán decepcionados con nuestra tarea. Me queda claro, sin embargo, que esta discusión entre dos modelos de cultura es parte ineludible de la batalla cultural a la que se refiere con insistencia la presidenta de la Nación, y por la que trabajamos todos los días.
Y me pregunto por último si la opacidad no tendrá que ver con algún lente empañado por las lágrimas de quienes añoran las glorias de aquella cultura para unos pocos iluminados, por los viejos candelabros de las élites. <