Habrá que repetirlo una vez más, porque tal vez sea el motivo de fondo de la ansiedad que aflige estos días a la sociedad argentina: la política experimenta una novedad histórica de compleja resolución. La precipitó un hecho infrecuente, aunque no imposible: las elecciones arrojaron del poder al partido dominante del sistema, que fue reemplazado -y esto sí es absolutamente innovador- por el partido más reciente, cuya cultura está, al menos en lo formal, en las antípodas de la fuerza hegemónica. Peronismo y Pro, en efecto, son contradictorios en su cultura y en sus acciones, en sus costumbres y en su forma de concebir el mundo. Podrán alcanzar acuerdos transitorios, podrán sentarse a dialogar, lograrán establecerán treguas, pero saben que los separa su concepción sobre el Estado y el mercado y que, por lo tanto, poseen recetas diferentes para abordar la actual fase de la Argentina en su inserción en el capitalismo global.
La segunda cuestión, también evidente, es que la alternancia tuvo lugar por una diferencia de votos muy pequeña que dejó a la sociedad partida en dos mitades, como lo mostró el ballottage y hoy muestran las encuestas. Cambiemos no ganó por una amplia mayoría que demandaba transformaciones profundas, sino por una diferencia exigua de electores que lo apoyaron considerando que la nueva administración, como lo prometía su candidato en campaña, sería más decente y moderada, pero no amenazaría condiciones que el gobierno anterior, aun estafándolos, les aseguraba: cierto nivel de empleo y consumo, y otros amenities clave para el humor social, como la venta en cuotas o el fútbol por televisión gratis. Únicamente los votantes cautivos de Macri, que nunca fueron más del 20 por ciento, deseaban que el nuevo gobierno aplicara un «ajuste neoliberal», como la izquierda suele denominar al programa de la derecha.
Las novedades provocaron un realineamiento de fuerzas en la cima del poder y una nueva configuración de expectativas en la base. A pesar de la alternancia, se siguieron profundizando los problemas que afectaron al kirchnerismo tardío: recesión, destrucción del empleo privado e inflación. El nuevo gobierno tuvo que enfrentar entonces el recurrente drama argentino: un elevado nivel de expectativas materiales dirigidas a un sistema que no puede satisfacerlas. Eso, potenciado por el programa engañoso del gobierno saliente, que consistió en destruir la contabilidad nacional con el objeto de seguir manteniendo el consumo y el ingreso de las familias. Como se sabe, ese procedimiento torna inviable sostener en el tiempo el bienestar de la población, al menos en el capitalismo, un hecho fatal como diría Max Weber. Bajo esas condiciones, lo de Cristina no fue magia, fue irresponsabilidad.
Para remontar esa cuesta endiablada, Macri propuso una salida que contenía una premisa ingenua, de difícil concreción, al menos en el corto plazo: la inversión extranjera. Adecentando un poco la macroeconomía, saldando las deudas pendientes y ofreciendo garantías jurídicas, fluirían las inversiones, ellas crearían trabajo y éste solucionaría genuinamente los problemas sociales. Descontando que en la época de los algoritmos y los robots la relación entre inversión y empleo no es necesariamente virtuosa, el nuevo gobierno tropezó rápido con contradicciones estructurales.
Para poner un ejemplo: bajar la inflación supone, entre otras medidas dolorosas, disminuir el gasto, aumentar las tasas de interés, quitar subsidios, planchar el salario público. Las consecuencias fueron menores incentivos para invertir, aumento del presupuesto familiar, disminución de los ingresos y el consumo, más recesión sin quebrar la inflación. Y protesta social. Otro camino intentado consistió en anclar el dólar para controlar la inflación y mantener el valor de los salarios, con el costo de perder la competitividad de las exportaciones, afectar las economías regionales y sobrevaluar los precios internos medidos en divisas. Dilemas desesperantes que no evitan los callejones sin salida.
Se acercan los 500 días de Macri. Quedan lejos de los míticos primeros 100, cuando se dice que las decisiones tienen más capacidad de aceptación y coerción. Cambiemos desechó esa oportunidad, acaso por una de sus decisiones más lúcidas: optar por el gradualismo, ante la minoría legislativa y una sociedad ambivalente a las mutaciones profundas. Esa lucidez, sin embargo, no pudo evitar una fatalidad: aun el gradualismo sería resistido, como lo muestran los conflictos actuales. Tal vez una miopía en el cálculo de las relaciones de fuerza llevó a pensar que las configuraciones estructurales de poder, esos «movimientos orgánicos» que describió Gramsci, podrían removerse sólo con el impulso de un partido nuevo, no hegemónico, y poco conectado con la cultura popular. Quizá faltó un amplio acuerdo multisectorial, y aun un gobierno de coalición, para encarar las reformas de fondo.
Lejos de pensar en eso, el Gobierno ensaya ahora una respuesta «a lo Thatcher»: mostrarse firme ante las huelgas, procurando exhibir autoridad y determinación. Son las antiguas consignas de la resistencia: no nos torcerán el brazo, no pasarán. Pronto sabremos si esa actitud heroica es un destello de lucidez o un nuevo síntoma de miopía política.
La segunda cuestión, también evidente, es que la alternancia tuvo lugar por una diferencia de votos muy pequeña que dejó a la sociedad partida en dos mitades, como lo mostró el ballottage y hoy muestran las encuestas. Cambiemos no ganó por una amplia mayoría que demandaba transformaciones profundas, sino por una diferencia exigua de electores que lo apoyaron considerando que la nueva administración, como lo prometía su candidato en campaña, sería más decente y moderada, pero no amenazaría condiciones que el gobierno anterior, aun estafándolos, les aseguraba: cierto nivel de empleo y consumo, y otros amenities clave para el humor social, como la venta en cuotas o el fútbol por televisión gratis. Únicamente los votantes cautivos de Macri, que nunca fueron más del 20 por ciento, deseaban que el nuevo gobierno aplicara un «ajuste neoliberal», como la izquierda suele denominar al programa de la derecha.
Las novedades provocaron un realineamiento de fuerzas en la cima del poder y una nueva configuración de expectativas en la base. A pesar de la alternancia, se siguieron profundizando los problemas que afectaron al kirchnerismo tardío: recesión, destrucción del empleo privado e inflación. El nuevo gobierno tuvo que enfrentar entonces el recurrente drama argentino: un elevado nivel de expectativas materiales dirigidas a un sistema que no puede satisfacerlas. Eso, potenciado por el programa engañoso del gobierno saliente, que consistió en destruir la contabilidad nacional con el objeto de seguir manteniendo el consumo y el ingreso de las familias. Como se sabe, ese procedimiento torna inviable sostener en el tiempo el bienestar de la población, al menos en el capitalismo, un hecho fatal como diría Max Weber. Bajo esas condiciones, lo de Cristina no fue magia, fue irresponsabilidad.
Para remontar esa cuesta endiablada, Macri propuso una salida que contenía una premisa ingenua, de difícil concreción, al menos en el corto plazo: la inversión extranjera. Adecentando un poco la macroeconomía, saldando las deudas pendientes y ofreciendo garantías jurídicas, fluirían las inversiones, ellas crearían trabajo y éste solucionaría genuinamente los problemas sociales. Descontando que en la época de los algoritmos y los robots la relación entre inversión y empleo no es necesariamente virtuosa, el nuevo gobierno tropezó rápido con contradicciones estructurales.
Para poner un ejemplo: bajar la inflación supone, entre otras medidas dolorosas, disminuir el gasto, aumentar las tasas de interés, quitar subsidios, planchar el salario público. Las consecuencias fueron menores incentivos para invertir, aumento del presupuesto familiar, disminución de los ingresos y el consumo, más recesión sin quebrar la inflación. Y protesta social. Otro camino intentado consistió en anclar el dólar para controlar la inflación y mantener el valor de los salarios, con el costo de perder la competitividad de las exportaciones, afectar las economías regionales y sobrevaluar los precios internos medidos en divisas. Dilemas desesperantes que no evitan los callejones sin salida.
Se acercan los 500 días de Macri. Quedan lejos de los míticos primeros 100, cuando se dice que las decisiones tienen más capacidad de aceptación y coerción. Cambiemos desechó esa oportunidad, acaso por una de sus decisiones más lúcidas: optar por el gradualismo, ante la minoría legislativa y una sociedad ambivalente a las mutaciones profundas. Esa lucidez, sin embargo, no pudo evitar una fatalidad: aun el gradualismo sería resistido, como lo muestran los conflictos actuales. Tal vez una miopía en el cálculo de las relaciones de fuerza llevó a pensar que las configuraciones estructurales de poder, esos «movimientos orgánicos» que describió Gramsci, podrían removerse sólo con el impulso de un partido nuevo, no hegemónico, y poco conectado con la cultura popular. Quizá faltó un amplio acuerdo multisectorial, y aun un gobierno de coalición, para encarar las reformas de fondo.
Lejos de pensar en eso, el Gobierno ensaya ahora una respuesta «a lo Thatcher»: mostrarse firme ante las huelgas, procurando exhibir autoridad y determinación. Son las antiguas consignas de la resistencia: no nos torcerán el brazo, no pasarán. Pronto sabremos si esa actitud heroica es un destello de lucidez o un nuevo síntoma de miopía política.