Lo que Macri va a significar en nuestra historia, un gobierno de transición o uno reformista, y si es lo segundo con qué programa, se define en estos meses. Por lo tanto, también lo que será la política argentina tal vez por muchos años para adelante.
Por eso esta elección legislativa en dos tiempos que estamos atravesando, con el inútil pero entretenido puntapié inicial de las PASO, puede que termine siendo tan decisiva como la presidencial de dos años atrás. Con ella concluirá la transición de salida del kirchnerismo. Y de cómo concluya esa transición depende que la tendencia de cambio se consolide o no: o se prueba que lo de Macri en 2015 fue un accidente pasajero (o una trampa y un error a corregir, según la versión de los ultras) o se confirma que la sociedad quiere apostar en serio a un cambio, a pesar de las dificultades y costos que ha tenido ya tiempo de comprobar que el cambio implica.
Por eso también los que no quieren saber nada con que este avance y viven el gobierno de Macri como una pesadilla de la que necesitan despertar cuanto antes, no algo que requiera de su reflexión o, menos que menos, su aceptación, están más desesperados también que hace dos años: es cuestión de vida o muerte ahora, o su mundo se derrumba o lo que siempre dijeron se confirma y Macri empieza a irse a su casa. Cualquiera que escuche en estos días la prensa más duramente opositora percibirá esa nota de fondo de desesperación.
Y es que estamos en un punto de quiebre, una bifurcación del camino, y parece que, si no una mayoría, al menos sí una contundente primera minoría va a empujar el barco en dirección a los cambios que Macri representa. Bastó con el ensayo de las PASO para que se desarmara la cadena que iba de «Cristina candidata» pasaba por «protesta de la CGT» y terminaba en «dólar desbocado». Éste se desinfló, los sindicatos grandes se bajaron de la protesta del 22 de agosto, y por más que patalee y convoque al «60% que no quiere al gobierno», Cristina perdió su posibilidad de encabezar una oposición desafiante. La vocación de cambio no es arrolladora, pero convengamos que no se le opone nada demasiado sólido.
Como sea, llegó la hora de preguntarse: ¿cuáles son estos cambios que representa Macri? La normalización tras la radicalización populista es una de sus notas desde el comienzo. Pero, si es normalización hacia el capitalismo prekirchnerista, ya bastante opaco y politizado, colusivo e inestable, poco dinámico y aun menos inclusivo y competitivo, lo de Macri sería más un regreso a viejos problemas que un auténtico avance.
El Ejecutivo ha venido ampliando su agenda para dejar en claro que no es eso lo que pretende. De lo que se deduce un diagnóstico implícito, que sería bueno hacer explícito: el capitalismo prekirchnerista con todos sus vicios y desequilibrios fue el que gestó, como solución social y política a sus desequilibrios inherentes, la deriva al populismo radicalizado; regresar a aquél supondría entonces mantener abierta la posibilidad de que, con nuevos rostros y tonos, se insista en el futuro en esa deriva.
Supongamos que estamos de acuerdo en que esa no es buena idea. ¿Cuál es entonces la de Macri? ¿Qué piensa hacer con su oportunidad, con el tiempo que la sociedad le está por conceder para que la transforme?
Por de pronto se puede anticipar lo que no va a hacer. No habrá, para empezar, un nuevo Discurso de Parque Norte. Esa condensación de saber político e intelectual que Alfonsín lanzó para guiarse en 1985 le duró, como instrumento efectivo de gobierno, apenas unos meses. Macri es reactivo a repetir ese tipo de experiencias que asocia con la vieja política, no es afecto a las formulaciones intelectuales, ni cree que pueda gestarse una síntesis de ideas semejante sin disparar, para empezar, más tensiones que acuerdos entre sus propios seguidores.
Todo eso, sea o no cierto, hay que aceptarlo como inmodificable premisa de trabajo del presidente. Pero tal vez sea bueno y viable que haya «parquenortecitos». Algo de eso empieza a despuntar cuando Macri habla de reforma tributaria, educativa o plan de infraestructura. Pero falta mucha explicación en esos terrenos, y en todos los demás. La primera y fundamental tarea de un gobierno reformista es explicar lo que quiere hacer, y hasta aquí esa tarea se ha cumplido como mucho a medias.
Lo segundo que no va a haber es Pacto de La Moncloa. Los españoles lo usaron para salir del corporativismo autoritario, excesivamente rígido pero por lo menos estable; nosotros tenemos que salir de la crónica inestabilidad de un corporativismo fallido y faccioso, no es lo mismo.
Además hay dificultades estructurales para que los gobiernos argentinos encaren acuerdos amplios, que en el caso de Macri se potencian.
Que el gobierno «debió promover acuerdos y no lo hizo» es una afirmación muy difundida. Pero antes de insistir en ella conviene prestar atención a los problemas que han llevado a que hasta aquí casi ningún gobierno democrático los impulsara: ocasionalmente negociaron cuestiones puntuales, con actores también acotados, para reinar dividiendo y solo cuando no era viable o más rentable el unilateralismo.
Sucede por sobre todo en el terreno económico: los gobiernos en general temen, con razón, la capacidad de presión de los sindicatos, pues saben que no va a ser contrarrestada por el empresariado, carente de una capacidad y vocación equivalente. Para Macri esa dificultad se duplica: al haberse formado de su gestión una imagen gerencial, todo lo que proponga será de movida señalado como «pro ricos» por los sindicatos y grupos de oposición afines, y para peor tampoco tendrá garantías de que los ricos de carne y hueso lo apoyen, o sean convincentes y efectivos si lo intentan.
¿Se puede romper la trampa de este desequilibrio? Fortalecer las entidades empresarias sería una buena opción pero lleva demasiado tiempo. Encarar acuerdos por sector puede ser más útil en lo inmediato, porque a ese nivel los desequilibrios de poder tal vez se morigeren y eventuales fracasos no serán tan costosos. Pero seguimos dando vuelta al problema ya mencionado: esos acuerdos no alcanzan para definir una idea de conjunto, un «para dónde vamos».
Podrían tener un efecto organizador al respecto las dos o tres reformas más ambiciosas que se anuncian como eje de la segunda mitad de mandato (la tributaria, la educativa y la política). Pero todas ellas son demasiado técnicas y lentas. Otro paso en esa dirección, complementario de lo anterior, sería dar un carácter más definido a la alianza de actores en la que el gobierno aspira a asentarse. ¿Quiénes son?
Las PASO han ofrecido una buena pista: tiende a consolidarse la alianza entre el capitalismo competitivo con raigambre social de las zonas agroindustriales y el electorado de sectores medios de las grandes ciudades. Algo parecido a lo que despuntó en 2008 pero el kirchnerismo logró quebrar entre 2010 y 2011. ¿Es esa una base suficiente para el desarrollismo del siglo XXI con que aspira identificarse el tiempo de Macri? No está mal para empezar. Aunque necesitará de otros protagonistas para ser políticamente viable. Por caso, de sectores populares y del interior profundo que no basta atender con algo de obra pública y la continuidad de planes sociales. Neuquén, Santa Cruz, Jujuy y San Luis son algunos de los socios extra radio, por ahora precarios, que el oficialismo se ha arrimado. Hay que ver cómo los consolida.
Por eso esta elección legislativa en dos tiempos que estamos atravesando, con el inútil pero entretenido puntapié inicial de las PASO, puede que termine siendo tan decisiva como la presidencial de dos años atrás. Con ella concluirá la transición de salida del kirchnerismo. Y de cómo concluya esa transición depende que la tendencia de cambio se consolide o no: o se prueba que lo de Macri en 2015 fue un accidente pasajero (o una trampa y un error a corregir, según la versión de los ultras) o se confirma que la sociedad quiere apostar en serio a un cambio, a pesar de las dificultades y costos que ha tenido ya tiempo de comprobar que el cambio implica.
Por eso también los que no quieren saber nada con que este avance y viven el gobierno de Macri como una pesadilla de la que necesitan despertar cuanto antes, no algo que requiera de su reflexión o, menos que menos, su aceptación, están más desesperados también que hace dos años: es cuestión de vida o muerte ahora, o su mundo se derrumba o lo que siempre dijeron se confirma y Macri empieza a irse a su casa. Cualquiera que escuche en estos días la prensa más duramente opositora percibirá esa nota de fondo de desesperación.
Y es que estamos en un punto de quiebre, una bifurcación del camino, y parece que, si no una mayoría, al menos sí una contundente primera minoría va a empujar el barco en dirección a los cambios que Macri representa. Bastó con el ensayo de las PASO para que se desarmara la cadena que iba de «Cristina candidata» pasaba por «protesta de la CGT» y terminaba en «dólar desbocado». Éste se desinfló, los sindicatos grandes se bajaron de la protesta del 22 de agosto, y por más que patalee y convoque al «60% que no quiere al gobierno», Cristina perdió su posibilidad de encabezar una oposición desafiante. La vocación de cambio no es arrolladora, pero convengamos que no se le opone nada demasiado sólido.
Como sea, llegó la hora de preguntarse: ¿cuáles son estos cambios que representa Macri? La normalización tras la radicalización populista es una de sus notas desde el comienzo. Pero, si es normalización hacia el capitalismo prekirchnerista, ya bastante opaco y politizado, colusivo e inestable, poco dinámico y aun menos inclusivo y competitivo, lo de Macri sería más un regreso a viejos problemas que un auténtico avance.
El Ejecutivo ha venido ampliando su agenda para dejar en claro que no es eso lo que pretende. De lo que se deduce un diagnóstico implícito, que sería bueno hacer explícito: el capitalismo prekirchnerista con todos sus vicios y desequilibrios fue el que gestó, como solución social y política a sus desequilibrios inherentes, la deriva al populismo radicalizado; regresar a aquél supondría entonces mantener abierta la posibilidad de que, con nuevos rostros y tonos, se insista en el futuro en esa deriva.
Supongamos que estamos de acuerdo en que esa no es buena idea. ¿Cuál es entonces la de Macri? ¿Qué piensa hacer con su oportunidad, con el tiempo que la sociedad le está por conceder para que la transforme?
Por de pronto se puede anticipar lo que no va a hacer. No habrá, para empezar, un nuevo Discurso de Parque Norte. Esa condensación de saber político e intelectual que Alfonsín lanzó para guiarse en 1985 le duró, como instrumento efectivo de gobierno, apenas unos meses. Macri es reactivo a repetir ese tipo de experiencias que asocia con la vieja política, no es afecto a las formulaciones intelectuales, ni cree que pueda gestarse una síntesis de ideas semejante sin disparar, para empezar, más tensiones que acuerdos entre sus propios seguidores.
Todo eso, sea o no cierto, hay que aceptarlo como inmodificable premisa de trabajo del presidente. Pero tal vez sea bueno y viable que haya «parquenortecitos». Algo de eso empieza a despuntar cuando Macri habla de reforma tributaria, educativa o plan de infraestructura. Pero falta mucha explicación en esos terrenos, y en todos los demás. La primera y fundamental tarea de un gobierno reformista es explicar lo que quiere hacer, y hasta aquí esa tarea se ha cumplido como mucho a medias.
Lo segundo que no va a haber es Pacto de La Moncloa. Los españoles lo usaron para salir del corporativismo autoritario, excesivamente rígido pero por lo menos estable; nosotros tenemos que salir de la crónica inestabilidad de un corporativismo fallido y faccioso, no es lo mismo.
Además hay dificultades estructurales para que los gobiernos argentinos encaren acuerdos amplios, que en el caso de Macri se potencian.
Que el gobierno «debió promover acuerdos y no lo hizo» es una afirmación muy difundida. Pero antes de insistir en ella conviene prestar atención a los problemas que han llevado a que hasta aquí casi ningún gobierno democrático los impulsara: ocasionalmente negociaron cuestiones puntuales, con actores también acotados, para reinar dividiendo y solo cuando no era viable o más rentable el unilateralismo.
Sucede por sobre todo en el terreno económico: los gobiernos en general temen, con razón, la capacidad de presión de los sindicatos, pues saben que no va a ser contrarrestada por el empresariado, carente de una capacidad y vocación equivalente. Para Macri esa dificultad se duplica: al haberse formado de su gestión una imagen gerencial, todo lo que proponga será de movida señalado como «pro ricos» por los sindicatos y grupos de oposición afines, y para peor tampoco tendrá garantías de que los ricos de carne y hueso lo apoyen, o sean convincentes y efectivos si lo intentan.
¿Se puede romper la trampa de este desequilibrio? Fortalecer las entidades empresarias sería una buena opción pero lleva demasiado tiempo. Encarar acuerdos por sector puede ser más útil en lo inmediato, porque a ese nivel los desequilibrios de poder tal vez se morigeren y eventuales fracasos no serán tan costosos. Pero seguimos dando vuelta al problema ya mencionado: esos acuerdos no alcanzan para definir una idea de conjunto, un «para dónde vamos».
Podrían tener un efecto organizador al respecto las dos o tres reformas más ambiciosas que se anuncian como eje de la segunda mitad de mandato (la tributaria, la educativa y la política). Pero todas ellas son demasiado técnicas y lentas. Otro paso en esa dirección, complementario de lo anterior, sería dar un carácter más definido a la alianza de actores en la que el gobierno aspira a asentarse. ¿Quiénes son?
Las PASO han ofrecido una buena pista: tiende a consolidarse la alianza entre el capitalismo competitivo con raigambre social de las zonas agroindustriales y el electorado de sectores medios de las grandes ciudades. Algo parecido a lo que despuntó en 2008 pero el kirchnerismo logró quebrar entre 2010 y 2011. ¿Es esa una base suficiente para el desarrollismo del siglo XXI con que aspira identificarse el tiempo de Macri? No está mal para empezar. Aunque necesitará de otros protagonistas para ser políticamente viable. Por caso, de sectores populares y del interior profundo que no basta atender con algo de obra pública y la continuidad de planes sociales. Neuquén, Santa Cruz, Jujuy y San Luis son algunos de los socios extra radio, por ahora precarios, que el oficialismo se ha arrimado. Hay que ver cómo los consolida.