Miércoles a la tarde en la Quinta de Olivos. El Presidente se suma durante algunos minutos al diálogo de tres funcionarios con tres periodistas. Toma un helado de palito con chocolate y no parece abrumado por los sucesos que conmovieron a la Argentina cuarenta y ocho horas antes. Cree, como su jefe de gabinete Marcos Peña, que las leyes de reforma jubilatoria, el Pacto Fiscal con las provincias y el Presupuesto 2018 son las más importantes y las de más difícil aceptación que tiene y que tendrá en estos cuatro años de gobierno. Por eso, asegura que está dispuesto a pagar el costo político que sea para tenerlas aprobadas antes del último día del año. Y todo indica que va a ser así. Que las tres leyes estarán promulgadas después de Navidad. Y que el costo político estará atravesado por un nuevo escenario de disputa con sus adversarios. Un campo de batalla en el que deberá seguir enfrentando a Cristina Kirchner. La ex presidenta ahora senadora, en decadencia electoral y jaqueada por las investigaciones judiciales. Pero acompañada esta vez sin disimulo por el Frente Renovador de Sergio Massa, por algunos gremios y por grupos piqueteros con fuerzas de choque, por la mayoría de las pymes de la izquierda y con la novedad inquietante del uso de la violencia como instrumento de presión.
La violencia es la variable que no estaba en el plan de contingencia de Macri. Al menos no en los niveles que alcanzó el miércoles 14 de diciembre en la Comisión Laboral de Diputados; el jueves 15 en la Plaza del Congreso y en el mismo recinto entre belicosos legisladores; y el lunes 18 en la batalla de las piedras y las escopetas tumberas que ensayaron los sectores más radicalizados de la oposición. En la Casa Rosada no hay dudas sobre la conexión entre los tres episodios, la consecuencia parlamentaria y el crecimiento de la agresividad como apuesta para frenar la reforma jubilatoria para el año próximo. Un certificado de defunción que hubiera tirado abajo el Pacto Fiscal y toda la estrategia económica del Gobierno hasta el 2019.
“Siempre pensamos que el kirchnerismo podría utilizar la violencia en algún momento, y ahora es cuando está en riesgo su continuidad política”, es la reflexión que más ha repetido Peña en estos últimos días. La percepción de los responsables de la seguridad en el Gobierno es que los disturbios más graves del lunes fueron protagonizados por grupos duros de la izquierda y de los gremios, con el agregado de integrantes de las barrabravas más pesadas del Gran Buenos Aires. Un componente clásico que suelen contratarse a cambio de pagos en efectivo por algunos intendentes y gremialistas para sumar fuerza propia en la violencia exaltada. El accionar de los dos mil activistas que componían la vanguardia más dura de la manifestación frente al Congreso incluyó piedrazos constantes, lanzamiento horizontal de cohetes tres tiros, el uso de lanzas de madera con punta afilada más facas y cinturones para la batalla mano a mano. Técnicas de la pelea callejera que los barrabravas dominan a la perfección.
“Es una batalla cultural que los argentinos tenemos que ganar”, repite el Presidente. Ni él ni Peña lo reconocen abiertamente, pero esa batalla cultural incluye también el perfeccionamiento de las fuerzas de seguridad para enfrentar el desafío político de la violencia en la calle. El Gobierno probó la semana pasada con efectivos de Gendarmería y de la Policía Federal a cargo de la ministra Patricia Bullrich, que alternaron ejercicios exitosos de resistencia a los ataques con persecuciones posteriores y balacera de goma donde no hubo muertos de milagro.
El lunes, Macri decidió probar a los policías porteños al mando de Horacio Rodríguez Larreta. Menos experimentados que sus colegas federales y con una insólita orden judicial que restringió sus chances, resistieron durante cuatro horas el ataque frente al Congreso. Superados en número, por momentos pareció que iban a ser desbordados. Pero los episodios de violencia terminaron con 88 policías heridos y 60 manifestantes detenidos. Al final de la tarde, policías federales en moto volvieron a recorrer las calles cercanas disparando balas de gomas y apresando a quienes corrían para escaparse. Lo mismo que el jueves, la fortuna quiso que no hubiera víctimas fatales.
Pero el Gobierno sabe que debe formar y entrenar mejor a las fuerzas policiales. Y presume, como gran parte de la dirigencia política, que la violencia ha pasado a formar parte del escenario de transición en el que el Frente Cambiemos amenaza con desplazar del poder a las fracciones del peronismo sin conducción. Sobre todo en la provincia de Buenos Aires, donde la gobernadora María Eugenia Vidal dispondrá de un presupuesto mucho más robusto en el conurbano bonaerense y planea avanzar sobre las intendencias en manos del kirchnerismo y el massismo.
Sergio Massa se ha convertido en una obsesión para Macri y varios de sus ministros. El Gobierno le adjudica responsabilidad en el caos del lunes pasado y cree que sus referentes en la Cámara de Diputados, la combativa Graciela Camaño y el ex gobernador Felipe Solá, coordinaron la estrategia con los líderes kirchneristas para intentar detener la sesión por la reforma jubilatoria cada vez que arreciaban las piedras y la cohetería navideña en la Plaza. “Del kirchnerismo y de la izquierda nunca esperó nada, pero Mauricio está decepcionado con Sergio”, dicen en tono grave los macristas con manejo político. La grieta viene desde el año pasado pero se ensanchó en las elecciones legislativas y todo indica que seguirá ampliándose. Massa perdió aliados, diputados e intendentes en octubre. Necesita recomponer su poder dañado y entrevió en los cambios previsionales una bandera que conoce bien del Anses para intentar recomponerse.
Con la ley jubilatoria, el Pacto Fiscal y el Presupuesto aprobados antes de fin de año, más la renta financiera y la reforma laboral que acometerá en las extraordinarias de febrero, el Gobierno infla su optimismo económico. Pero el verdadero examen volverá a ser político y estará marcado por un contexto muy sensible. El escenario de incertidumbre que se abre después de que la dirigencia argentina atravesara la frontera imperdonable de la violencia. Allí están el intendente peronista Mario Secco; el experimentado dirigente trotskista Néstor Pitrola o el hoy desconocido diputado Leopoldo Moreau abonando con el peor de los combustibles un terreno que jamás debió formar parte de la discusión hacia el futuro. En el año que comienza, la Argentina deberá romper una vez más el círculo vicioso para dejar de ser el país que nunca aprende de sus heridas.
La violencia es la variable que no estaba en el plan de contingencia de Macri. Al menos no en los niveles que alcanzó el miércoles 14 de diciembre en la Comisión Laboral de Diputados; el jueves 15 en la Plaza del Congreso y en el mismo recinto entre belicosos legisladores; y el lunes 18 en la batalla de las piedras y las escopetas tumberas que ensayaron los sectores más radicalizados de la oposición. En la Casa Rosada no hay dudas sobre la conexión entre los tres episodios, la consecuencia parlamentaria y el crecimiento de la agresividad como apuesta para frenar la reforma jubilatoria para el año próximo. Un certificado de defunción que hubiera tirado abajo el Pacto Fiscal y toda la estrategia económica del Gobierno hasta el 2019.
“Siempre pensamos que el kirchnerismo podría utilizar la violencia en algún momento, y ahora es cuando está en riesgo su continuidad política”, es la reflexión que más ha repetido Peña en estos últimos días. La percepción de los responsables de la seguridad en el Gobierno es que los disturbios más graves del lunes fueron protagonizados por grupos duros de la izquierda y de los gremios, con el agregado de integrantes de las barrabravas más pesadas del Gran Buenos Aires. Un componente clásico que suelen contratarse a cambio de pagos en efectivo por algunos intendentes y gremialistas para sumar fuerza propia en la violencia exaltada. El accionar de los dos mil activistas que componían la vanguardia más dura de la manifestación frente al Congreso incluyó piedrazos constantes, lanzamiento horizontal de cohetes tres tiros, el uso de lanzas de madera con punta afilada más facas y cinturones para la batalla mano a mano. Técnicas de la pelea callejera que los barrabravas dominan a la perfección.
“Es una batalla cultural que los argentinos tenemos que ganar”, repite el Presidente. Ni él ni Peña lo reconocen abiertamente, pero esa batalla cultural incluye también el perfeccionamiento de las fuerzas de seguridad para enfrentar el desafío político de la violencia en la calle. El Gobierno probó la semana pasada con efectivos de Gendarmería y de la Policía Federal a cargo de la ministra Patricia Bullrich, que alternaron ejercicios exitosos de resistencia a los ataques con persecuciones posteriores y balacera de goma donde no hubo muertos de milagro.
El lunes, Macri decidió probar a los policías porteños al mando de Horacio Rodríguez Larreta. Menos experimentados que sus colegas federales y con una insólita orden judicial que restringió sus chances, resistieron durante cuatro horas el ataque frente al Congreso. Superados en número, por momentos pareció que iban a ser desbordados. Pero los episodios de violencia terminaron con 88 policías heridos y 60 manifestantes detenidos. Al final de la tarde, policías federales en moto volvieron a recorrer las calles cercanas disparando balas de gomas y apresando a quienes corrían para escaparse. Lo mismo que el jueves, la fortuna quiso que no hubiera víctimas fatales.
Pero el Gobierno sabe que debe formar y entrenar mejor a las fuerzas policiales. Y presume, como gran parte de la dirigencia política, que la violencia ha pasado a formar parte del escenario de transición en el que el Frente Cambiemos amenaza con desplazar del poder a las fracciones del peronismo sin conducción. Sobre todo en la provincia de Buenos Aires, donde la gobernadora María Eugenia Vidal dispondrá de un presupuesto mucho más robusto en el conurbano bonaerense y planea avanzar sobre las intendencias en manos del kirchnerismo y el massismo.
Sergio Massa se ha convertido en una obsesión para Macri y varios de sus ministros. El Gobierno le adjudica responsabilidad en el caos del lunes pasado y cree que sus referentes en la Cámara de Diputados, la combativa Graciela Camaño y el ex gobernador Felipe Solá, coordinaron la estrategia con los líderes kirchneristas para intentar detener la sesión por la reforma jubilatoria cada vez que arreciaban las piedras y la cohetería navideña en la Plaza. “Del kirchnerismo y de la izquierda nunca esperó nada, pero Mauricio está decepcionado con Sergio”, dicen en tono grave los macristas con manejo político. La grieta viene desde el año pasado pero se ensanchó en las elecciones legislativas y todo indica que seguirá ampliándose. Massa perdió aliados, diputados e intendentes en octubre. Necesita recomponer su poder dañado y entrevió en los cambios previsionales una bandera que conoce bien del Anses para intentar recomponerse.
Con la ley jubilatoria, el Pacto Fiscal y el Presupuesto aprobados antes de fin de año, más la renta financiera y la reforma laboral que acometerá en las extraordinarias de febrero, el Gobierno infla su optimismo económico. Pero el verdadero examen volverá a ser político y estará marcado por un contexto muy sensible. El escenario de incertidumbre que se abre después de que la dirigencia argentina atravesara la frontera imperdonable de la violencia. Allí están el intendente peronista Mario Secco; el experimentado dirigente trotskista Néstor Pitrola o el hoy desconocido diputado Leopoldo Moreau abonando con el peor de los combustibles un terreno que jamás debió formar parte de la discusión hacia el futuro. En el año que comienza, la Argentina deberá romper una vez más el círculo vicioso para dejar de ser el país que nunca aprende de sus heridas.