¡Si habré escuchado a Fernando Niembro! Sus debates con Raúl Fernández, en los mediodías del programa De una, me mantenían pegado a la radio. Y aunque la corriente del afecto personal corría a favor de Raúl Fernández, porque en mi juventud yo había trabajado con él, admito que los argumentos que acababan por ganarme eran siempre los de Niembro. Recuerdo dos planteos que Niembro defendía a rajatabla. Uno de ellos postulaba lo siguiente: que los partidos perfectos eran los que salían cero a cero, dado que, si no había habido goles, significaba que nadie había cometido un error. El otro consistía en resistirse a hablar de mala suerte cuando un tiro pegaba en un poste o en el travesaño; mala suerte no, porfiaba Niembro, mala puntería, alegaba.
Yo escuchaba con fascinación estos razonamientos a contramano. Los partidos sin goles, que todo el mundo deplora, eran defendidos por Niembro, decidido a considerar que un gol se produce ante todo por un error (del que lo recibe) y no por un mérito (del que lo convierte). La utopía de un mundo sin errores subyacía a su indeclinable postura. Y luego su teoría de la inexistencia de la mala suerte, que derivaba automáticamente en una especie de ética de la responsabilidad a ultranza, la idea de que cada cual es responsable de lo que hace y no puede invocar factores externos.
Yo había estudiado a los presocráticos apenas unos años antes, en la cátedra de Tomás Abraham y con Hebe Uhart como docente. Supe ahí de un fervor, que era también su talento, por la argumentación en tanto argumentación, por lo que con las palabras podía hacerse para producir una verdad. Y nada mejor para ejercer ese fervor, nada mejor para evidenciar ese talento, que defender lo indefendible: plantear una hipótesis descabellada y dotarla de un artificio verbal que permitiera mantenerla en pie.
Niembro en eso es un experto. Estos días lo confirman. No hay en todo el PRO un orador que lo supere; ningún otro dirigente en esa fuerza tiene su fluidez verbal, su repertorio retórico, la tasa de su vocabulario, su relación cordial con la sintaxis, el hábito de pronunciar todas las letras de las palabras. La defensa de la empresa sin empleados, o la de su venta en 20 mil pesos nada más, son de esas joyas de las maniobras del lenguaje que hasta Parménides habría envidiado. Las sumo a mi colección, junto con la defensa del cero a cero o la refutación de la mala suerte.
No me prendo en el debate sobre el ranking de la corrupción: si es más grave lo de Boudou o lo de Niembro, si es peor lo de Hotesur o las escuchas telefónicas de Macri. Ese menos de un tercio de argentinos que no votamos ni al PRO ni al FPV seguimos perplejos tales debates, medidos insólitamente con una especie de corruptómetro. Quien se niega a refrendar con el sufragio a una fuerza en la que la corrupción exista puede permitirse el rechazo de plano, no precisa entrar a dirimir proporciones y cantidades, no se pone a discernir quién se corrompe un poco más o un poco menos.
En todo esto la que me defraudó fue Elisa Carrió. Tampoco a ella la he votado jamás y no creo que vaya jamás a votarla. Sus raptos místicos me dejan pasmado, y a veces hasta me han dado angustia. Cuando habla es como si estuviera en trance, pero incluso en esas derivas algo alucinadas anida, pese a todo, una verdad (hay un gran cuento de Ricardo Piglia sobre eso). Anida una verdad y es una verdad en la que he creído: que Lilita Carrió no es corrupta, que su lucha contra la corrupción es inflexible, que no hace excepciones ni vistas gordas. Yo esperaba de ella, en la ocasión, el gesto que mejor le sale: el portazo. Que no haya sido ella quien armó la lista de candidatos en la Provincia no es excusa; que haya perdido la elección no justifica nada, es lo de siempre. Hay contratos sospechados, millones de aspecto turbio, ¿cómo puede mantenerse Carrió, la impoluta, en un entorno hasta tal punto polucionado?
Se fue de Binner y de Stolbizer, perdedores pero honestos, para venir a parar acá. ¿Mala suerte? Mala suerte, no. Mala puntería, en todo caso.
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Yo escuchaba con fascinación estos razonamientos a contramano. Los partidos sin goles, que todo el mundo deplora, eran defendidos por Niembro, decidido a considerar que un gol se produce ante todo por un error (del que lo recibe) y no por un mérito (del que lo convierte). La utopía de un mundo sin errores subyacía a su indeclinable postura. Y luego su teoría de la inexistencia de la mala suerte, que derivaba automáticamente en una especie de ética de la responsabilidad a ultranza, la idea de que cada cual es responsable de lo que hace y no puede invocar factores externos.
Yo había estudiado a los presocráticos apenas unos años antes, en la cátedra de Tomás Abraham y con Hebe Uhart como docente. Supe ahí de un fervor, que era también su talento, por la argumentación en tanto argumentación, por lo que con las palabras podía hacerse para producir una verdad. Y nada mejor para ejercer ese fervor, nada mejor para evidenciar ese talento, que defender lo indefendible: plantear una hipótesis descabellada y dotarla de un artificio verbal que permitiera mantenerla en pie.
Niembro en eso es un experto. Estos días lo confirman. No hay en todo el PRO un orador que lo supere; ningún otro dirigente en esa fuerza tiene su fluidez verbal, su repertorio retórico, la tasa de su vocabulario, su relación cordial con la sintaxis, el hábito de pronunciar todas las letras de las palabras. La defensa de la empresa sin empleados, o la de su venta en 20 mil pesos nada más, son de esas joyas de las maniobras del lenguaje que hasta Parménides habría envidiado. Las sumo a mi colección, junto con la defensa del cero a cero o la refutación de la mala suerte.
No me prendo en el debate sobre el ranking de la corrupción: si es más grave lo de Boudou o lo de Niembro, si es peor lo de Hotesur o las escuchas telefónicas de Macri. Ese menos de un tercio de argentinos que no votamos ni al PRO ni al FPV seguimos perplejos tales debates, medidos insólitamente con una especie de corruptómetro. Quien se niega a refrendar con el sufragio a una fuerza en la que la corrupción exista puede permitirse el rechazo de plano, no precisa entrar a dirimir proporciones y cantidades, no se pone a discernir quién se corrompe un poco más o un poco menos.
En todo esto la que me defraudó fue Elisa Carrió. Tampoco a ella la he votado jamás y no creo que vaya jamás a votarla. Sus raptos místicos me dejan pasmado, y a veces hasta me han dado angustia. Cuando habla es como si estuviera en trance, pero incluso en esas derivas algo alucinadas anida, pese a todo, una verdad (hay un gran cuento de Ricardo Piglia sobre eso). Anida una verdad y es una verdad en la que he creído: que Lilita Carrió no es corrupta, que su lucha contra la corrupción es inflexible, que no hace excepciones ni vistas gordas. Yo esperaba de ella, en la ocasión, el gesto que mejor le sale: el portazo. Que no haya sido ella quien armó la lista de candidatos en la Provincia no es excusa; que haya perdido la elección no justifica nada, es lo de siempre. Hay contratos sospechados, millones de aspecto turbio, ¿cómo puede mantenerse Carrió, la impoluta, en un entorno hasta tal punto polucionado?
Se fue de Binner y de Stolbizer, perdedores pero honestos, para venir a parar acá. ¿Mala suerte? Mala suerte, no. Mala puntería, en todo caso.
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