«Las Malvinas son argentinas» y «el petróleo debe ser argentino». He aquí las mejores banderas disponibles, desde hace décadas, para movilizar el imaginario nacionalista. Cristina Kirchner ha decidido agitarlas juntas, hoy, en Tierra del Fuego.
Entre los gobernadores de provincias petroleras, y en el mercado en general, ayer se esperaba que la Presidenta anuncie la estatización del 51% de YPF, confiscando las acciones de la familia Eskenazi y parte de las de Repsol, al precio que fije una comisión ad hoc. También se presume que ratificará la propiedad provincial del subsuelo, y, en una demostración de su inclinación por el sarcasmo, que convocará al capital internacional para invertir en hidrocarburos.
Si confirmara estas conjeturas, el kirchnerismo estaría admitiendo un fracaso y regresando a un impulso original. Lo que fracasó es la intervención en YPF a través de los Eskenazi, ideada y dispuesta por Néstor Kirchner. Esa estrategia quedó clausurada en diciembre, cuando Sebastián Eskenazi, alegando razones de sana administración a las que estaba obligado por sus compromisos con Repsol, se negó a importar gasoil a pérdida, tal como le exigía la señora de Kirchner. A partir de ese momento, asesorada por Daniel Cameron, Guillermo Moreno y Axel Kicillof, la Presidenta comenzó a evaluar el avance estatal sobre la empresa. Si hoy lo oficializa, habrá restaurado un proyecto muy antiguo: cuando llegó al poder, Kirchner examinó con Cameron y con el jefe de Enarsa, Exequiel Espinosa, la compra del 70% de YPF por parte del Estado.
En su magnífica Historia del petróleo en la Argentina , Nicolás Gadano analiza el lugar que ocupó la sigla YPF en la iconografía del nacionalismo de los años 30 y 40. El Gobierno reproduce en muchas de sus políticas aquella concepción. Es la razón por la cual resulta verosímil que Cristina Kirchner hable hoy de soberanía energética y territorial, convirtiendo a YPF y a las Malvinas en metáforas recíprocas.
Esa visión hace juego con otras dimensiones de la gestión oficial. La protesta de 40 países ante la OMC por las trabas que se imponen a sus productos, al igual que la suspensión de las preferencias arancelarias de los Estados Unidos por el incumplimiento de las sentencias del Ciadi, no tomó por sorpresa a Cristina Kirchner. Ella aceptó esas penalidades como las contingencias inevitables de un repliegue económico premeditado.
Desde diciembre de 2009, cuando se conoció el primer laudo condenatorio del Ciadi, la administración de Barack Obama vino adelantando al Gobierno la posibilidad de una sanción que está prevista en la ley de comercio de los Estados Unidos de 1974. Amado Boudou, por entonces ministro de Economía, regateó el pago durante un año. Hizo lo mismo con el Club de París. Hernán Lorenzino continuaría ese enfoque.
En Estados Unidos aceptaron la demora en homenaje a la campaña electoral de Cristina Kirchner. Con el poder del triunfo, y ante una escasez de dólares más severa, la Presidenta endureció su postura. Las negociaciones pasaron de Economía a Cancillería, cuyo departamento jurídico se abrazó al inciso 3 del artículo 54 de la convención del Ciadi: «El laudo se ejecutará de acuerdo con las normas que, sobre ejecución de sentencias, estuvieren en vigor en los territorios en que dicha ejecución se pretenda». En consecuencia, las empresas beneficiarias deberán iniciar un trámite en la justicia en lo contencioso administrativo, como cualquier otro acreedor. Irreprochable argumento legal, que entraña una ruptura política deliberada.
Algo similar sucedió con los países que protestaron por las arbitrariedades comerciales de la Argentina. Ninguno quería molestar durante el proceso electoral. Pero Boudou, Héctor Timerman y, sobre todo, Débora Giorgi estaban al tanto de lo que sucedería en la OMC. Cuando la Presidenta obtuvo el 54% de los votos, el trámite se precipitó. El 15 de marzo, en Bruselas, los representantes de la Unión Europea ofrecieron a Giorgi una negociación. Pero la ministra contestó con apotegmas cepalianos, según los cuales la asimetría de los términos de intercambio asfixia la industrialización de la periferia en beneficio del centro imperialista. Un catecismo que el boom de las commodities volvió anacrónico.
Hay tres razones que hicieron inevitable la protesta ante la OMC. La primera es que los principales países del planeta se han propuesto no resolver su caída en el nivel de actividad económica con políticas proteccionistas. La Presidenta no puede desconocerlo. Ese objetivo es el corazón de los acuerdos del G-20: se trata de evitar que la crisis financiera se transforme en una crisis comercial. Es la principal diferencia entre la tormenta actual y la de la década del 30. Es la gran discusión entre China y Occidente.
El cierre de las importaciones orquestado por Moreno viola este criterio. Boudou sostuvo que esos 40 países no pueden vender sus productos porque el Gobierno protege el trabajo local. Es posible que el vicepresidente esté convencido de que los diarios que consignan las penurias de Mariano Rajoy, Mario Monti o el propio Obama mienten igual que cuando informan sobre el caso Ciccone. Esos líderes también estarían encantados de ganar votos con el eslogan de la defensa del empleo local. Sobre todo Rajoy, que acaba de perder Andalucía por culpa de su feroz ajuste, y Obama, que por el enfriamiento de la economía podría perder la reelección.
El segundo motivo de la denuncia ante la OMC no es el proteccionismo sino la arbitrariedad del kirchnerismo. Las coimas que se denunciaron en el ministerio de Giorgi, el castigo de Moreno a los libros importados para evitar el saturnismo y la obligación de exportar aceite de oliva si se importan automóviles son de una bizarría autodestructiva. Como sostuvo, con pasable cinismo, un embajador europeo, «cuando uno es proteccionista, debe tratar de serlo dentro de la ley, que está llena de resquicios».
Hay un tercer factor detrás del reclamo internacional que al kirchnerismo le cuesta percibir. El Gobierno carece de abogados por su conducta en otros campos. En plena campaña, Obama tiene pocos estímulos para defender en la OMC a un deudor moroso. El avance sobre YPF ha hecho que España ya no patrocine a la Argentina en la Unión Europea. Y Dilma Rousseff, que no se sumó al coro de lamentos para evitar reproches similares -su protección a la industria automotriz brasileña es muy discutible-, festejó que su ministro Pimentel declarara que con los amigos argentinos es mejor no hacer negocios.
Entre la cuestión Malvinas y la orfandad en el campo comercial, hay un hilo más sutil que los llamados de Giorgi para que las empresas no compren insumos ingleses. En su reclamo de soberanía, la Cancillería consiguió un éxito regional que sorprendió a varios actores. Los Estados Unidos, por ejemplo, no estaban preparados para que esa discusión se infiltrara en la Cumbre de las Américas que se celebrará en Colombia dentro de dos semanas. Pero Juan Manuel Santos, el anfitrión, la aceptó. Tampoco Rajoy desea que la disputa adquiera un perfil resonante en noviembre, cuando la Comunidad Iberoamericana se reúna en Cádiz. El presidente del gobierno español tiene una relación excelente con su colega David Cameron: ambos compartieron sus cuitas, uno por Repsol, el otro por las islas, cuando se entrevistaron en Londres.
Sin embargo, Malvinas ha servido para volver más evidente un movimiento autonomista de América latina que, con distintas modulaciones, genera una tensión de largo plazo con los Estados Unidos. Los artículos de Richard Gott en The Guardian revelan el modo en que este nuevo clima impactó en el Reino Unido.
La clave de ese avance argentino no ha sido, hasta aquí, la defensa del principio de integridad territorial, que los británicos pueden neutralizar con el criterio de la libre determinación de los isleños. Timerman debe su éxito a un reclamo que no puede estar más ligado con la racionalidad: el de sentarse a dialogar.
Cameron acaba de recibir un auxilio invalorable para atenuar esa presión. La queja de 40 países ante la OMC, y el conflicto con España por el avance sobre YPF, le permiten identificar a la Argentina, como en 1982 hizo su maestra Margaret Thatcher, con el incumplimiento de la ley, que es ruptura de la convivencia y, en un horizonte fantasmático, guerra.
Si lo que pretende Cristina Kirchner es promover sentimientos nacionalistas para conseguir consenso en medio de sinsabores económicos, es probable que las banderas de Malvinas y el petróleo estatizado se refuercen una a otra, permitiéndole, por un rato, alcanzar el objetivo.
En cambio, si aspira a que el Reino Unido se resigne a negociar por la presión moral y racional de su reclamo, la confiscación de YPF, igual que la intervención sobre el comercio exterior, debilitará la estrategia de Malvinas.
En tal caso, la elección del 2 de abril para conmemorar la causa de las islas no será, como señala un grupo de escritores, una incoherencia. Será un fallido.
Entre los gobernadores de provincias petroleras, y en el mercado en general, ayer se esperaba que la Presidenta anuncie la estatización del 51% de YPF, confiscando las acciones de la familia Eskenazi y parte de las de Repsol, al precio que fije una comisión ad hoc. También se presume que ratificará la propiedad provincial del subsuelo, y, en una demostración de su inclinación por el sarcasmo, que convocará al capital internacional para invertir en hidrocarburos.
Si confirmara estas conjeturas, el kirchnerismo estaría admitiendo un fracaso y regresando a un impulso original. Lo que fracasó es la intervención en YPF a través de los Eskenazi, ideada y dispuesta por Néstor Kirchner. Esa estrategia quedó clausurada en diciembre, cuando Sebastián Eskenazi, alegando razones de sana administración a las que estaba obligado por sus compromisos con Repsol, se negó a importar gasoil a pérdida, tal como le exigía la señora de Kirchner. A partir de ese momento, asesorada por Daniel Cameron, Guillermo Moreno y Axel Kicillof, la Presidenta comenzó a evaluar el avance estatal sobre la empresa. Si hoy lo oficializa, habrá restaurado un proyecto muy antiguo: cuando llegó al poder, Kirchner examinó con Cameron y con el jefe de Enarsa, Exequiel Espinosa, la compra del 70% de YPF por parte del Estado.
En su magnífica Historia del petróleo en la Argentina , Nicolás Gadano analiza el lugar que ocupó la sigla YPF en la iconografía del nacionalismo de los años 30 y 40. El Gobierno reproduce en muchas de sus políticas aquella concepción. Es la razón por la cual resulta verosímil que Cristina Kirchner hable hoy de soberanía energética y territorial, convirtiendo a YPF y a las Malvinas en metáforas recíprocas.
Esa visión hace juego con otras dimensiones de la gestión oficial. La protesta de 40 países ante la OMC por las trabas que se imponen a sus productos, al igual que la suspensión de las preferencias arancelarias de los Estados Unidos por el incumplimiento de las sentencias del Ciadi, no tomó por sorpresa a Cristina Kirchner. Ella aceptó esas penalidades como las contingencias inevitables de un repliegue económico premeditado.
Desde diciembre de 2009, cuando se conoció el primer laudo condenatorio del Ciadi, la administración de Barack Obama vino adelantando al Gobierno la posibilidad de una sanción que está prevista en la ley de comercio de los Estados Unidos de 1974. Amado Boudou, por entonces ministro de Economía, regateó el pago durante un año. Hizo lo mismo con el Club de París. Hernán Lorenzino continuaría ese enfoque.
En Estados Unidos aceptaron la demora en homenaje a la campaña electoral de Cristina Kirchner. Con el poder del triunfo, y ante una escasez de dólares más severa, la Presidenta endureció su postura. Las negociaciones pasaron de Economía a Cancillería, cuyo departamento jurídico se abrazó al inciso 3 del artículo 54 de la convención del Ciadi: «El laudo se ejecutará de acuerdo con las normas que, sobre ejecución de sentencias, estuvieren en vigor en los territorios en que dicha ejecución se pretenda». En consecuencia, las empresas beneficiarias deberán iniciar un trámite en la justicia en lo contencioso administrativo, como cualquier otro acreedor. Irreprochable argumento legal, que entraña una ruptura política deliberada.
Algo similar sucedió con los países que protestaron por las arbitrariedades comerciales de la Argentina. Ninguno quería molestar durante el proceso electoral. Pero Boudou, Héctor Timerman y, sobre todo, Débora Giorgi estaban al tanto de lo que sucedería en la OMC. Cuando la Presidenta obtuvo el 54% de los votos, el trámite se precipitó. El 15 de marzo, en Bruselas, los representantes de la Unión Europea ofrecieron a Giorgi una negociación. Pero la ministra contestó con apotegmas cepalianos, según los cuales la asimetría de los términos de intercambio asfixia la industrialización de la periferia en beneficio del centro imperialista. Un catecismo que el boom de las commodities volvió anacrónico.
Hay tres razones que hicieron inevitable la protesta ante la OMC. La primera es que los principales países del planeta se han propuesto no resolver su caída en el nivel de actividad económica con políticas proteccionistas. La Presidenta no puede desconocerlo. Ese objetivo es el corazón de los acuerdos del G-20: se trata de evitar que la crisis financiera se transforme en una crisis comercial. Es la principal diferencia entre la tormenta actual y la de la década del 30. Es la gran discusión entre China y Occidente.
El cierre de las importaciones orquestado por Moreno viola este criterio. Boudou sostuvo que esos 40 países no pueden vender sus productos porque el Gobierno protege el trabajo local. Es posible que el vicepresidente esté convencido de que los diarios que consignan las penurias de Mariano Rajoy, Mario Monti o el propio Obama mienten igual que cuando informan sobre el caso Ciccone. Esos líderes también estarían encantados de ganar votos con el eslogan de la defensa del empleo local. Sobre todo Rajoy, que acaba de perder Andalucía por culpa de su feroz ajuste, y Obama, que por el enfriamiento de la economía podría perder la reelección.
El segundo motivo de la denuncia ante la OMC no es el proteccionismo sino la arbitrariedad del kirchnerismo. Las coimas que se denunciaron en el ministerio de Giorgi, el castigo de Moreno a los libros importados para evitar el saturnismo y la obligación de exportar aceite de oliva si se importan automóviles son de una bizarría autodestructiva. Como sostuvo, con pasable cinismo, un embajador europeo, «cuando uno es proteccionista, debe tratar de serlo dentro de la ley, que está llena de resquicios».
Hay un tercer factor detrás del reclamo internacional que al kirchnerismo le cuesta percibir. El Gobierno carece de abogados por su conducta en otros campos. En plena campaña, Obama tiene pocos estímulos para defender en la OMC a un deudor moroso. El avance sobre YPF ha hecho que España ya no patrocine a la Argentina en la Unión Europea. Y Dilma Rousseff, que no se sumó al coro de lamentos para evitar reproches similares -su protección a la industria automotriz brasileña es muy discutible-, festejó que su ministro Pimentel declarara que con los amigos argentinos es mejor no hacer negocios.
Entre la cuestión Malvinas y la orfandad en el campo comercial, hay un hilo más sutil que los llamados de Giorgi para que las empresas no compren insumos ingleses. En su reclamo de soberanía, la Cancillería consiguió un éxito regional que sorprendió a varios actores. Los Estados Unidos, por ejemplo, no estaban preparados para que esa discusión se infiltrara en la Cumbre de las Américas que se celebrará en Colombia dentro de dos semanas. Pero Juan Manuel Santos, el anfitrión, la aceptó. Tampoco Rajoy desea que la disputa adquiera un perfil resonante en noviembre, cuando la Comunidad Iberoamericana se reúna en Cádiz. El presidente del gobierno español tiene una relación excelente con su colega David Cameron: ambos compartieron sus cuitas, uno por Repsol, el otro por las islas, cuando se entrevistaron en Londres.
Sin embargo, Malvinas ha servido para volver más evidente un movimiento autonomista de América latina que, con distintas modulaciones, genera una tensión de largo plazo con los Estados Unidos. Los artículos de Richard Gott en The Guardian revelan el modo en que este nuevo clima impactó en el Reino Unido.
La clave de ese avance argentino no ha sido, hasta aquí, la defensa del principio de integridad territorial, que los británicos pueden neutralizar con el criterio de la libre determinación de los isleños. Timerman debe su éxito a un reclamo que no puede estar más ligado con la racionalidad: el de sentarse a dialogar.
Cameron acaba de recibir un auxilio invalorable para atenuar esa presión. La queja de 40 países ante la OMC, y el conflicto con España por el avance sobre YPF, le permiten identificar a la Argentina, como en 1982 hizo su maestra Margaret Thatcher, con el incumplimiento de la ley, que es ruptura de la convivencia y, en un horizonte fantasmático, guerra.
Si lo que pretende Cristina Kirchner es promover sentimientos nacionalistas para conseguir consenso en medio de sinsabores económicos, es probable que las banderas de Malvinas y el petróleo estatizado se refuercen una a otra, permitiéndole, por un rato, alcanzar el objetivo.
En cambio, si aspira a que el Reino Unido se resigne a negociar por la presión moral y racional de su reclamo, la confiscación de YPF, igual que la intervención sobre el comercio exterior, debilitará la estrategia de Malvinas.
En tal caso, la elección del 2 de abril para conmemorar la causa de las islas no será, como señala un grupo de escritores, una incoherencia. Será un fallido.