El poder político es un servicio público, pero en nuestro país está lejos de satisfacer ese designio. La sujeción a intereses particulares degradó a sus burocracias, desvalorizadas ante los ojos de la sociedad, y convirtió al Estado en botín político para premiar lealtades en desmedro de la gestión estatal. Antes que servidores públicos sujetos al imperio de la ley, sus funcionarios y políticos son mandamases cuyo poder reside en las prebendas que pueden recibir o asignar.
La reconstrucción del Estado como ámbito de funcionarios estrictamente subordinados a las normas representa un valor universal frente al interés faccioso de los grupos enquistados en su seno que propician y son beneficiarios de negocios turbios.
La corrupción es sólo una de las facetas de un fenómeno mucho más amplio en cuyo centro está una cultura política que consiente la dualidad de principios éticos por los que se rigen lo público y lo privado. La honradez es una virtud confinada al ámbito privado y familiar. El Estado es el territorio de los negocios por los que se cuela la riqueza de todos y va a parar a los bolsillos de unos pocos.
Al Estado se llega para enriquecerse, es la sentencia que pronuncia una ciudadanía resignada e impotente ante un fenómeno que parece formar parte del estado natural de las cosas ¿Acaso la veloz multiplicación de sus patrimonios y la ostentación de riqueza que hacen funcionarios y políticos sería posible en un Estado en forma, con funcionarios sujetos a controles internos, auditorias externas, rendición constante de cuentas, la lupa de la prensa y el castigo de la justicia que actúe con independencia y condene, ejemplarmente, a los poderosos que delincan? El sistema de controles que limita el poder e impide los desvíos en la gestión de los recursos del Estado, no funciona. Nada se ha hecho para remediar esto, la corrupción es sistémica y va más allá del clientelismo. La tragedia en la Estación Once irrumpió y expuso ante los ojos de todos, una gestión construida sobre la base de subsidios, retornos y apoyos políticos que se cobró las vidas de quienes viajaban amontonados para llegar a su destino.
Entonces, la Auditoría General que venía denunciando los incumplimientos que terminaron generando esa tragedia, cobró importancia en la vida de la gente común. Una pedagogía cívica surgida de la desgracia. A un mes de esa tragedia, la única política del gobierno consiste en esperar que la justicia decida.
Un Congreso que prorrogó la delegación de facultades en el Ejecutivo con la ficción de la emergencia sine die y que no ejerce su función de control; un Ejecutivo que desobedece resoluciones del poder Judicial- piénsese en las resoluciones acerca del destituido procurador de Santa Cruz; las referidas a la publicidad oficial o las que afectan a los jubilados- son hechos que no forman parte de una agenda de prioridades sostenida en el tiempo por el arco opositor.
Los temas emergen al calor de la iniciativa del gobierno o de las consecuencias imprevistas de sus acciones y se suceden sin un encadenamiento progresivo. El país vive la sucesión de escándalos de corrupción y sus secuelas sin consecuencias políticas.
Hay una creencia arraigada en la sociedad argentina acerca de la siempre renovada capacidad del país para ser reorganizado desde el Estado, toda vez que el Estado tenga la audacia y la voluntad de hacerlo Este mito político autoritario que Halperín Donghi describió en su genealogía decimonónica, confiere al Estado la misión de construir el país esperado y la justificación ideológica para el papel del “ gran hombre” o “ la gran mujer” que, más cerca del pueblo que de las leyes, cree que posee la capacidad de conducir al país a la tierra prometida.
Las intervenciones libradas al arbitrio de quien manda que manipulan los números de la macroeconomía o favorecen a amigos del poder, construyen una administración inmediatista, oscura, ineficaz y destructiva. Sabemos que el buen gobierno democrático, previsor y transparente, descansa en un poder limitado. Mirada a la luz del primer gobierno de la democracia restablecida en 1983, la posterior degradación del Estado y su secuela, la corrupción rampante, acaso contribuyan a erosionar ese mito estatalista autoritario . Para que eso ocurra es preciso desenmascarar la forma en que se ejerce el poder y que la gente comprenda cuánto afecta su vida cotidiana.
La reconstrucción del Estado como ámbito de funcionarios estrictamente subordinados a las normas representa un valor universal frente al interés faccioso de los grupos enquistados en su seno que propician y son beneficiarios de negocios turbios.
La corrupción es sólo una de las facetas de un fenómeno mucho más amplio en cuyo centro está una cultura política que consiente la dualidad de principios éticos por los que se rigen lo público y lo privado. La honradez es una virtud confinada al ámbito privado y familiar. El Estado es el territorio de los negocios por los que se cuela la riqueza de todos y va a parar a los bolsillos de unos pocos.
Al Estado se llega para enriquecerse, es la sentencia que pronuncia una ciudadanía resignada e impotente ante un fenómeno que parece formar parte del estado natural de las cosas ¿Acaso la veloz multiplicación de sus patrimonios y la ostentación de riqueza que hacen funcionarios y políticos sería posible en un Estado en forma, con funcionarios sujetos a controles internos, auditorias externas, rendición constante de cuentas, la lupa de la prensa y el castigo de la justicia que actúe con independencia y condene, ejemplarmente, a los poderosos que delincan? El sistema de controles que limita el poder e impide los desvíos en la gestión de los recursos del Estado, no funciona. Nada se ha hecho para remediar esto, la corrupción es sistémica y va más allá del clientelismo. La tragedia en la Estación Once irrumpió y expuso ante los ojos de todos, una gestión construida sobre la base de subsidios, retornos y apoyos políticos que se cobró las vidas de quienes viajaban amontonados para llegar a su destino.
Entonces, la Auditoría General que venía denunciando los incumplimientos que terminaron generando esa tragedia, cobró importancia en la vida de la gente común. Una pedagogía cívica surgida de la desgracia. A un mes de esa tragedia, la única política del gobierno consiste en esperar que la justicia decida.
Un Congreso que prorrogó la delegación de facultades en el Ejecutivo con la ficción de la emergencia sine die y que no ejerce su función de control; un Ejecutivo que desobedece resoluciones del poder Judicial- piénsese en las resoluciones acerca del destituido procurador de Santa Cruz; las referidas a la publicidad oficial o las que afectan a los jubilados- son hechos que no forman parte de una agenda de prioridades sostenida en el tiempo por el arco opositor.
Los temas emergen al calor de la iniciativa del gobierno o de las consecuencias imprevistas de sus acciones y se suceden sin un encadenamiento progresivo. El país vive la sucesión de escándalos de corrupción y sus secuelas sin consecuencias políticas.
Hay una creencia arraigada en la sociedad argentina acerca de la siempre renovada capacidad del país para ser reorganizado desde el Estado, toda vez que el Estado tenga la audacia y la voluntad de hacerlo Este mito político autoritario que Halperín Donghi describió en su genealogía decimonónica, confiere al Estado la misión de construir el país esperado y la justificación ideológica para el papel del “ gran hombre” o “ la gran mujer” que, más cerca del pueblo que de las leyes, cree que posee la capacidad de conducir al país a la tierra prometida.
Las intervenciones libradas al arbitrio de quien manda que manipulan los números de la macroeconomía o favorecen a amigos del poder, construyen una administración inmediatista, oscura, ineficaz y destructiva. Sabemos que el buen gobierno democrático, previsor y transparente, descansa en un poder limitado. Mirada a la luz del primer gobierno de la democracia restablecida en 1983, la posterior degradación del Estado y su secuela, la corrupción rampante, acaso contribuyan a erosionar ese mito estatalista autoritario . Para que eso ocurra es preciso desenmascarar la forma en que se ejerce el poder y que la gente comprenda cuánto afecta su vida cotidiana.