«El populismo es efectivo», dice la politóloga María Esperanza Casullo. Sirve para ganar elecciones, sirve para mantenerse en el poder muchos años a pesar de los embates y sirve para gobernar, aunque no para hacer «un buen gobierno». En su flamante libro ¿Por qué el populismo funciona? (Siglo XXI Editores) -y después de analizar cientos de discursos que encarnan este tipo de liderazgo-, Casullo explica por qué el populismo sobrevive en el tiempo y goza de buena salud. La respuesta la encuentra en «el mito político» que amasa el líder, una narrativa que, además de ofrecer mapas, repertorios y explicaciones del mundo, brinda respuestas a los miedos y ansiedades de los ciudadanos, enuncia cursos de acción y otorga la posibilidad de participar en un proyecto de carácter épico. ¿Acaso no se trata de una apelación básicamente emocional que tiende a simplificar y estereotipar? «Sí -admite la politóloga-, pero los líderes populistas cuentan un cuento, un relato con héroes y villanos (que cambian todas las veces que sean necesarias), y convocan al ciudadano a participar de una epopeya. Y eso funciona». De hecho, el agotamiento de los populismos de izquierda no devino en el auge de las democracias liberales, sino en el surgimiento de una ola de populismos de derecha, xenófobos y excluyentes, en distintas partes del mundo. Así describe Casullo lo que sucede en Europa, en los Estados Unidos y ahora en Brasil, con la victoria de Jair Bolsonaro. Por otra parte, aclara que no busca justificar o defender el fenómeno sino comprenderlo. Egresada de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires y doctora en Teoría Política por la Universidad de Georgetown, Casullo se desempeña como docente en la Universidad de Río Negro y desde hace años investiga y escribe sobre populismo.
El término «populista» suele estar asociado a una versión economicista, al gobierno que gasta de más y prioriza el corto plazo al largo plazo. Usted no se aferra a esa versión. ¿Por qué?
La versión economicista es la idea de que los populismos son simplemente gobiernos que gastan de más y que, sobre todo, distribuyen hacia las clases populares, entregan plata que no tienen ahora, imprimen billetes y reparten papel pintado, buscando solamente que los voten en la próxima elección; y que no importa si esto genera déficit y emisión monetaria. Esos textos, producidos en los años 70 y 80, describieron populismos de izquierda de décadas anteriores. Treinta años después, creo que podemos ver que no todos los gobiernos que terminaron en inflación eran populistas y no todos los gobiernos populistas tienen mala administración económica. Bolivia tiene un manejo muy ajustado de las cuentas públicas, Rafael Correa -que es economista- hizo un proyecto de renegociación de la deuda también muy ajustado, y hoy estamos viendo un gobierno como el de Cambiemos, que no es populista y sin embargo parece no poder controlar ciertas variables económicas. No es automática esta relación.
Usted define al populismo como un género discursivo que se construye en base a un mito político. ¿Podría explicarlo?
Es un tipo de discurso que busca crear un «pueblo» y conectar un líder o una líder con un pueblo en función de dividir el campo político entre un «nosotros» y un «otro». Este tipo de discursos se da, narrativamente, de una manera especial: está el héroe, está el villano, y hay un conflicto que los vincula. Lo que descubrí haciendo análisis del discurso es que el héroe es dual y el villano, también.
¿Cómo es eso?
El héroe no es individual como en el liberalismo, y no es colectivo en términos de clase como en el marxismo, sino que es un pueblo al cual el o la líder se presenta como «sirviente de», no como alguien que da órdenes. El líder dice: «Yo estoy acá para servirlos a ustedes». A diferencia del marxismo clásico, el populismo necesita sí o sí de la figura del líder que guíe, muestre el camino y repare «el daño». Pero siempre es una lucha política entre dos: por un lado, el líder como redentor y el pueblo; y por otro lado, el villano, que es un villano externo, que está lejos y fuera de las fronteras -puede ser el imperio estadounidense o la globalización-, y un traidor interno, con nombre y apellido. Es una narrativa personalizada.
¿No es habitual que todos los gobiernos tengan un discurso antagonizante -de «nosotros y ellos», «buenos y malos»- aunque tengan significados, usos y sentidos distintos?
Totalmente, es muy difícil ser gobierno sin antagonizar. El discurso populista se combina y convive con otros tipos de discursos, pero me parece que vale la pena entender las diferencias. En el discurso tecnocrático y racionalista está la idea de que «vivimos en una sociedad compleja en la que surgen problemas -no por maldad de nadie sino por fenómenos interpersonales-, y lo que la política tiene que hacer es discutir datos y encontrar soluciones». Eso, automáticamente, genera legitimidad política. Pero el populismo dice «ustedes me tienen que seguir a mí en una lucha para derrotar a este adversario, y esta lucha es épica y moral». La relación es mucho más emocional. Obviamente, no hay absolutos y no existe un líder que sea completamente populista todas las horas, así como hoy por hoy es imposible pensar en líderes totalmente tecnocráticos en una democracia de masas.
Es interesante el modo en que el líder va identificando diversos adversarios en función de las distintas necesidades. El conflicto es el combustible que le sirve para antagonizar con «el otro» y cohesionar a los propios.
Claro, esta es la gran «ventaja» del discurso populista. También ayuda a explicar las sorprendentes resiliencias de los gobiernos populistas, porque estos gobiernos tienen dosis altas de conflicto, tienen amenazada su gobernabilidad -prácticamente todos los gobiernos populistas tuvieron crisis muy fuertes en los primeros años de gobierno-, y sin embargo, gobernaron ocho, diez, quince años. ¿Cómo explicamos esta resiliencia? Para mí la clave es que este mito es un formato narrativo. Es decir, hay un héroe dual y un villano dual, pero los contenidos pueden ser casi infinitos. En el caso de los populismos latinoamericanos, «pegan para arriba» y designan como adversarios a los sectores más ricos y poderosos, con nombre y apellido. Pueden ser los dueños de los bancos y los sectores financieros; pueden ser los dueños de los medios de comunicación; pueden ser las empresas petroleras, como en el primer gobierno de Evo Morales. Esto genera la posibilidad de acciones concretas como cobrarles más impuestos, hacer una ley que regule los medios de comunicación o nacionalizar empresas.
Se vio muy bien durante los gobiernos kirchneristas. Primero los enemigos eran más impersonales -el FMI, los fondos buitres-, y después, Clarín, Magnetto.
Exactamente. Con la crisis del campo, el adversario pasó a ser más interno que externo. Para mí una buena metáfora es el boxeador que va cambiando de pie en pie. Refrescar el antagonismo también permite ir refrescando tu base social. Es obvio que esta estrategia no es perfecta y tiene sus riesgos; hay sectores que van entrando y van saliendo, hay un grado alto de conflicto porque siempre te estás peleando con alguien, y eso genera cansancio social. El líder populista divide el campo social y político, y su apuesta es que queden más de su lado que del otro. Cuando quedan más del otro lado que del propio, como con la crisis del campo, es una tremenda derrota.
En los populismos de derecha europeos el «enemigo» son los inmigrantes. Por supuesto, los inmigrantes no son los causantes de la crisis europea sino un emergente. ¿Qué lugar ocupa la mentira en un discurso populista?
Es una muy buena pregunta y es una pregunta difícil de contestar porque lo que importa en cierto sentido es la conexión del líder y el pueblo en cada momento. En este caso, la carga de verdad no está dada por los inmigrantes, sino por que la gente se sienta representada en el hecho de que una persona diga «yo siento tu disconfort, me doy cuenta de que la estás pasando mal y te voy a decir quién es el responsable de eso». En este «te voy a decir», si las personas lo creen, hay una conexión representativa muy profunda. El discurso populista no promete una acción totalizante, objetiva y absolutamente coherente, sino que promete narrarte momento a momento quién es el adversario que te está perjudicando. Y si el día de mañana es otro adversario, mutará el discurso.
Salvo los casos de Trump y Bolsonaro, ¿por qué cree que se dio esa división geográfica entre populismos de derecha en Europa y populismos de izquierda en América Latina?
Creo que hay una cuestión bastante clara que es el papel del colonialismo, el papel de la nostalgia por un pasado perdido. En Europa y Estados Unidos encontramos esta fuerte aspiración de sectores de la sociedad a volver a un pasado de gloria. El tema es que en América Latina, por lo menos para las clases populares, no hay un pasado de gloria al cual volver, por lo cual es muy difícil legitimar esta idea. El populismo de derecha tiene la idea de que hay que proteger la autenticidad del pueblo; que el pueblo es puro, homogéneo, y está amenazado por contaminantes externos que son los inmigrantes, el Islam, la «teoría de género». Proteger al pueblo implicaría volver a un momento donde «todo fue mejor y éramos más felices». Esa memoria histórica, ese momento teórico de gloria, no está en América Latina. Esto lo dice muy bien un politólogo, Raúl Madrid: en América Latina es mucho más fuerte la imagen del mestizaje y es muy difícil entender al pueblo como algo puro en términos étnicos.
¿Y Bolsonaro?
Bolsonaro sí tiene esta matriz de «tenemos que volver». ¿Pero volver adónde? ¿A los años 2000? No, porque gobernaba el PT. ¿A los años 90? No, porque gobernaba la socialdemocracia de [Fernando Henrique] Cardoso. Bueno, ahora está la idea de reivindicar el golpe militar, pero es muy difícil eso también, no hay un mucha gente que diga «sí, buenísimo, quiero volver a 1964».
¿Qué condiciones son necesarias para que surja un populismo?
En casi todos los países de América Latina donde a fines de los años 90 hubo crisis económicas, o sea implosiones del neoliberalismo, sumadas a la desintegración del sistema de partidos, surgió un liderazgo populista. ¿Por qué? Porque hay alta insatisfacción, miedo y desconcierto. Hay malestar y aparece la sensación de que ninguno de los partidos tradicionales está representando ese malestar. No hay un relato que te contenga y hay una sensación de orfandad política. Cuando eso pasa, hay más pregnancia a discursos que te dicen: «estamos mal por la acción de este actor social; tenemos que ser solidarios entre nosotros y movilizarnos».
El ciudadano, parte de una cruzada o de una gesta.
Sí. Hannah Arendt, que en realidad era una filósofa liberal que detestaba este tipo de populismos, decía que participar en el ámbito de lo público en algo que es una «epopeya», sentir que uno está participando activamente de un movimiento que puede cambiar la historia, es una experiencia absolutamente convocante y placentera. Me parece que la idea de que la política es simplemente un proceso que mira problemas y encuentra soluciones objetivas sin convocar a los ciudadanos de a pie deja a la población en una orfandad política. Creo que es necesario recuperar la dimensión redentora de «la política de la fe», y generar mecanismos de representación y participación. Es algo que las democracias tienen que recuperar, no necesariamente a la manera populista.
¿Por eso son frecuentes las crisis de sucesión en los populismos?
Ese es el principal talón de Aquiles de todos los movimientos populistas de la historia, porque la relación de identificación no es con la historia de un partido, con un ideario político o con una plataforma, sino con la figura del líder. Líder a quien se acepta como el hablante con autoridad performativa suficiente para designar en cada momento quién es el adversario. Es un liderazgo carismático: tiene que recrear ese lazo todo el tiempo. Es el único que es autocreado; depende de la donación de afecto de los seguidores. Eso es muy poderoso. Por eso yo estudio el discurso, porque los populistas están condenados a hablar todo el tiempo. Como Sherezade en Las mil y una noches.
El término «populista» suele estar asociado a una versión economicista, al gobierno que gasta de más y prioriza el corto plazo al largo plazo. Usted no se aferra a esa versión. ¿Por qué?
La versión economicista es la idea de que los populismos son simplemente gobiernos que gastan de más y que, sobre todo, distribuyen hacia las clases populares, entregan plata que no tienen ahora, imprimen billetes y reparten papel pintado, buscando solamente que los voten en la próxima elección; y que no importa si esto genera déficit y emisión monetaria. Esos textos, producidos en los años 70 y 80, describieron populismos de izquierda de décadas anteriores. Treinta años después, creo que podemos ver que no todos los gobiernos que terminaron en inflación eran populistas y no todos los gobiernos populistas tienen mala administración económica. Bolivia tiene un manejo muy ajustado de las cuentas públicas, Rafael Correa -que es economista- hizo un proyecto de renegociación de la deuda también muy ajustado, y hoy estamos viendo un gobierno como el de Cambiemos, que no es populista y sin embargo parece no poder controlar ciertas variables económicas. No es automática esta relación.
Usted define al populismo como un género discursivo que se construye en base a un mito político. ¿Podría explicarlo?
Es un tipo de discurso que busca crear un «pueblo» y conectar un líder o una líder con un pueblo en función de dividir el campo político entre un «nosotros» y un «otro». Este tipo de discursos se da, narrativamente, de una manera especial: está el héroe, está el villano, y hay un conflicto que los vincula. Lo que descubrí haciendo análisis del discurso es que el héroe es dual y el villano, también.
¿Cómo es eso?
El héroe no es individual como en el liberalismo, y no es colectivo en términos de clase como en el marxismo, sino que es un pueblo al cual el o la líder se presenta como «sirviente de», no como alguien que da órdenes. El líder dice: «Yo estoy acá para servirlos a ustedes». A diferencia del marxismo clásico, el populismo necesita sí o sí de la figura del líder que guíe, muestre el camino y repare «el daño». Pero siempre es una lucha política entre dos: por un lado, el líder como redentor y el pueblo; y por otro lado, el villano, que es un villano externo, que está lejos y fuera de las fronteras -puede ser el imperio estadounidense o la globalización-, y un traidor interno, con nombre y apellido. Es una narrativa personalizada.
¿No es habitual que todos los gobiernos tengan un discurso antagonizante -de «nosotros y ellos», «buenos y malos»- aunque tengan significados, usos y sentidos distintos?
Totalmente, es muy difícil ser gobierno sin antagonizar. El discurso populista se combina y convive con otros tipos de discursos, pero me parece que vale la pena entender las diferencias. En el discurso tecnocrático y racionalista está la idea de que «vivimos en una sociedad compleja en la que surgen problemas -no por maldad de nadie sino por fenómenos interpersonales-, y lo que la política tiene que hacer es discutir datos y encontrar soluciones». Eso, automáticamente, genera legitimidad política. Pero el populismo dice «ustedes me tienen que seguir a mí en una lucha para derrotar a este adversario, y esta lucha es épica y moral». La relación es mucho más emocional. Obviamente, no hay absolutos y no existe un líder que sea completamente populista todas las horas, así como hoy por hoy es imposible pensar en líderes totalmente tecnocráticos en una democracia de masas.
Es interesante el modo en que el líder va identificando diversos adversarios en función de las distintas necesidades. El conflicto es el combustible que le sirve para antagonizar con «el otro» y cohesionar a los propios.
Claro, esta es la gran «ventaja» del discurso populista. También ayuda a explicar las sorprendentes resiliencias de los gobiernos populistas, porque estos gobiernos tienen dosis altas de conflicto, tienen amenazada su gobernabilidad -prácticamente todos los gobiernos populistas tuvieron crisis muy fuertes en los primeros años de gobierno-, y sin embargo, gobernaron ocho, diez, quince años. ¿Cómo explicamos esta resiliencia? Para mí la clave es que este mito es un formato narrativo. Es decir, hay un héroe dual y un villano dual, pero los contenidos pueden ser casi infinitos. En el caso de los populismos latinoamericanos, «pegan para arriba» y designan como adversarios a los sectores más ricos y poderosos, con nombre y apellido. Pueden ser los dueños de los bancos y los sectores financieros; pueden ser los dueños de los medios de comunicación; pueden ser las empresas petroleras, como en el primer gobierno de Evo Morales. Esto genera la posibilidad de acciones concretas como cobrarles más impuestos, hacer una ley que regule los medios de comunicación o nacionalizar empresas.
Se vio muy bien durante los gobiernos kirchneristas. Primero los enemigos eran más impersonales -el FMI, los fondos buitres-, y después, Clarín, Magnetto.
Exactamente. Con la crisis del campo, el adversario pasó a ser más interno que externo. Para mí una buena metáfora es el boxeador que va cambiando de pie en pie. Refrescar el antagonismo también permite ir refrescando tu base social. Es obvio que esta estrategia no es perfecta y tiene sus riesgos; hay sectores que van entrando y van saliendo, hay un grado alto de conflicto porque siempre te estás peleando con alguien, y eso genera cansancio social. El líder populista divide el campo social y político, y su apuesta es que queden más de su lado que del otro. Cuando quedan más del otro lado que del propio, como con la crisis del campo, es una tremenda derrota.
En los populismos de derecha europeos el «enemigo» son los inmigrantes. Por supuesto, los inmigrantes no son los causantes de la crisis europea sino un emergente. ¿Qué lugar ocupa la mentira en un discurso populista?
Es una muy buena pregunta y es una pregunta difícil de contestar porque lo que importa en cierto sentido es la conexión del líder y el pueblo en cada momento. En este caso, la carga de verdad no está dada por los inmigrantes, sino por que la gente se sienta representada en el hecho de que una persona diga «yo siento tu disconfort, me doy cuenta de que la estás pasando mal y te voy a decir quién es el responsable de eso». En este «te voy a decir», si las personas lo creen, hay una conexión representativa muy profunda. El discurso populista no promete una acción totalizante, objetiva y absolutamente coherente, sino que promete narrarte momento a momento quién es el adversario que te está perjudicando. Y si el día de mañana es otro adversario, mutará el discurso.
Salvo los casos de Trump y Bolsonaro, ¿por qué cree que se dio esa división geográfica entre populismos de derecha en Europa y populismos de izquierda en América Latina?
Creo que hay una cuestión bastante clara que es el papel del colonialismo, el papel de la nostalgia por un pasado perdido. En Europa y Estados Unidos encontramos esta fuerte aspiración de sectores de la sociedad a volver a un pasado de gloria. El tema es que en América Latina, por lo menos para las clases populares, no hay un pasado de gloria al cual volver, por lo cual es muy difícil legitimar esta idea. El populismo de derecha tiene la idea de que hay que proteger la autenticidad del pueblo; que el pueblo es puro, homogéneo, y está amenazado por contaminantes externos que son los inmigrantes, el Islam, la «teoría de género». Proteger al pueblo implicaría volver a un momento donde «todo fue mejor y éramos más felices». Esa memoria histórica, ese momento teórico de gloria, no está en América Latina. Esto lo dice muy bien un politólogo, Raúl Madrid: en América Latina es mucho más fuerte la imagen del mestizaje y es muy difícil entender al pueblo como algo puro en términos étnicos.
¿Y Bolsonaro?
Bolsonaro sí tiene esta matriz de «tenemos que volver». ¿Pero volver adónde? ¿A los años 2000? No, porque gobernaba el PT. ¿A los años 90? No, porque gobernaba la socialdemocracia de [Fernando Henrique] Cardoso. Bueno, ahora está la idea de reivindicar el golpe militar, pero es muy difícil eso también, no hay un mucha gente que diga «sí, buenísimo, quiero volver a 1964».
¿Qué condiciones son necesarias para que surja un populismo?
En casi todos los países de América Latina donde a fines de los años 90 hubo crisis económicas, o sea implosiones del neoliberalismo, sumadas a la desintegración del sistema de partidos, surgió un liderazgo populista. ¿Por qué? Porque hay alta insatisfacción, miedo y desconcierto. Hay malestar y aparece la sensación de que ninguno de los partidos tradicionales está representando ese malestar. No hay un relato que te contenga y hay una sensación de orfandad política. Cuando eso pasa, hay más pregnancia a discursos que te dicen: «estamos mal por la acción de este actor social; tenemos que ser solidarios entre nosotros y movilizarnos».
El ciudadano, parte de una cruzada o de una gesta.
Sí. Hannah Arendt, que en realidad era una filósofa liberal que detestaba este tipo de populismos, decía que participar en el ámbito de lo público en algo que es una «epopeya», sentir que uno está participando activamente de un movimiento que puede cambiar la historia, es una experiencia absolutamente convocante y placentera. Me parece que la idea de que la política es simplemente un proceso que mira problemas y encuentra soluciones objetivas sin convocar a los ciudadanos de a pie deja a la población en una orfandad política. Creo que es necesario recuperar la dimensión redentora de «la política de la fe», y generar mecanismos de representación y participación. Es algo que las democracias tienen que recuperar, no necesariamente a la manera populista.
¿Por eso son frecuentes las crisis de sucesión en los populismos?
Ese es el principal talón de Aquiles de todos los movimientos populistas de la historia, porque la relación de identificación no es con la historia de un partido, con un ideario político o con una plataforma, sino con la figura del líder. Líder a quien se acepta como el hablante con autoridad performativa suficiente para designar en cada momento quién es el adversario. Es un liderazgo carismático: tiene que recrear ese lazo todo el tiempo. Es el único que es autocreado; depende de la donación de afecto de los seguidores. Eso es muy poderoso. Por eso yo estudio el discurso, porque los populistas están condenados a hablar todo el tiempo. Como Sherezade en Las mil y una noches.