Por Cledis Candelaresi, prosecretaria de redacción
Sostener que el delito tiene como causa, no única pero sí estructural, la desigualdad económica es una afirmación tan obvia como incómoda: para combatirlo no es suficiente una política que asigne más recursos a la represión, ni siquiera a la prevención, sino que es necesario promover cambios estructurales que promuevan una distribución más justa de la riqueza. Cometido difícil de lograr en el mediano plazo.
Vale insistir con otras obviedades, al menos para quienes gustan de las estadísticas. Según mediciones de las Naciones Unidas –no muy actualizadas, pero igualmente ilustrativas– un país nórdico como Finlandia tiene uno de los mejores registros del Coeficiente de Gini: 0,25% de equidad en el ingreso (cuanto más proximidad hay a 0, mayor es la equidad) y una de las tasas de asesinatos más bajas del mundo, de 2,75 episodios anuales cada 100.000 habitantes.
En el podio de los buenos están otros como Suiza, con 0,33 de Gini y 2,94, respectivamente, o Alemania, muy cerca de estos registros. En las antípodas, ese ranking internacional ubica a naciones como El Salvador, que hace algo más de un lustro tenía un 0,53% según el registro de Gini y una inquietante cantidad de 43,4 muertes cada centena de mil. La ligazón entre la inequidad económica y los episodios violentos surge nítida.
En ese momento, a Argentina le correspondían un 0,51 en la medición de igualdad y 6,8 de episodios violentos, muy lejos en esto último de Salvador y bastante a tono con los registros estadounidenses: 0,40 y 5,5, respectivamente. Paradójicamente, el país más rico del mundo es también el más desigual. Tiene una proporción récord de ricos según cualquier parámetro que se utilice para identificarlos y, al mismo tiempo, casi 50 millones de pobres, equivalentes al 15% de pobreza. Un cuadro social peor que el del estado de bienestar escandinavo, menos violento, según acusan los números.
La filósofa Roxana Kreimer suele señalar un punto que es clave. El problema no es la pobreza sino la inequidad que se registra en sociedades que plantean como objetivos colectivos la posesión de bienes a los que sólo pueden acceder unos pocos. Eso genera apetencia de cosas y violencia por la frustración de verse privado de ellas. Unas zapatillas de $1.000 son un bien codiciado por casi todos los jóvenes de clase media urbana, pero imposible para los estratos económicos más bajos.
La propuesta implícita es no estigmatizar la pobreza pero, al mismo tiempo, no ignorarla, básicamente como disparadora de los delitos más frecuentes como el robo, a veces acompañados por una cuota de violencia incomprensible, salvo que se suscriba la lúcida idea de que ningún ladrón que no aprecie su vida puede valorar la ajena.
En realidad, los pobres no sólo son también víctimas de los delitos sino que padecen más que otros segmentos la llamada “sensación de inseguridad”. En el último Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina esto surge claro: el 80% de los hogares medios altos acusaban el temor a sufrir episodios de inseguridad contra el 84,9% u 82,2% de los medios bajos o bajos.
¿Cuestión de dinero?
Los salvajes linchamientos de vecinos enardecidos a presuntos rateros, exacerbaron la discusión acerca de qué debe hacerse desde el Estado para combatir la delincuencia, pensada básicamente como los robos con alguna dosis de violencia. La preocupación, en cualquier caso, está centrada en la coyuntura y una solución rápida: más agentes de seguridad en las calles y mejor equipados.
Un flamante estudio del Instituto Argentino del Análisis Fiscal (Iaraf) muestra cuánto creció en ese sentido el esfuerzo de las provincias, principales responsables de la provisión de seguridad. Desde el 2008 la cantidad de fondos federales asignados al sector, medida contra el producto bruto interno (PBI) crecío un 37,85% (pasó del 1,18 al 1,63). Y este incremento no incluye la suba salarial de diciembre último, por la que los uniformados consiguieron una mejora considerable. También subió un punto la proporción sobre el total de gasto consolidado hasta llegar al 9,4% a fines del año pasado.
Claro que el comportamiento es homogéneo. Durante 2013, las jurisdicciones de Santa Cruz (13,3%), Córdoba (12,5%), Buenos Aires (12,3%) y Santa Fe (10,7%) fueron las que comprometieron mayor proporción de fondos a seguridad. En el extremo opuesto, las jurisdicciones que menos se comprometieron fueron Santiago del Estero (5,3%), Formosa (5,4%), CABA (5,6%), Chaco (5,7%), San Juan (5,8%), La Rioja (6,1%) y Catamarca (6,2%).
El caso de la Ciudad de Buenos Aires tiene una particularidad, ya que esa pobre performance está compensada por un incremento del 17% promedio cada año desde el 2008, variación muy superior al menos del 9% que correspondió a otras jurisdicciones.
Las provincias gastan más, aunque no necesariamente eso garantiza mejor calidad en la provisión del servicio de seguridad. La solución de la delincuencia como fenómeno que trasciende el punguismo es desafiante, compleja y no parece depender del número de polícias y de sus remuneraciones más o menos justas. Elías Carranza, un especialista de Naciones Unidas, añade otra preocupación sobre la que debería debatirse ineludiblemente. “La ley tampoco es pareja: quienes delinquen desde posiciones de más poder, tienen mayores posibilidades de escapar a la acción de la justicia penal”.
Sostener que el delito tiene como causa, no única pero sí estructural, la desigualdad económica es una afirmación tan obvia como incómoda: para combatirlo no es suficiente una política que asigne más recursos a la represión, ni siquiera a la prevención, sino que es necesario promover cambios estructurales que promuevan una distribución más justa de la riqueza. Cometido difícil de lograr en el mediano plazo.
Vale insistir con otras obviedades, al menos para quienes gustan de las estadísticas. Según mediciones de las Naciones Unidas –no muy actualizadas, pero igualmente ilustrativas– un país nórdico como Finlandia tiene uno de los mejores registros del Coeficiente de Gini: 0,25% de equidad en el ingreso (cuanto más proximidad hay a 0, mayor es la equidad) y una de las tasas de asesinatos más bajas del mundo, de 2,75 episodios anuales cada 100.000 habitantes.
En el podio de los buenos están otros como Suiza, con 0,33 de Gini y 2,94, respectivamente, o Alemania, muy cerca de estos registros. En las antípodas, ese ranking internacional ubica a naciones como El Salvador, que hace algo más de un lustro tenía un 0,53% según el registro de Gini y una inquietante cantidad de 43,4 muertes cada centena de mil. La ligazón entre la inequidad económica y los episodios violentos surge nítida.
En ese momento, a Argentina le correspondían un 0,51 en la medición de igualdad y 6,8 de episodios violentos, muy lejos en esto último de Salvador y bastante a tono con los registros estadounidenses: 0,40 y 5,5, respectivamente. Paradójicamente, el país más rico del mundo es también el más desigual. Tiene una proporción récord de ricos según cualquier parámetro que se utilice para identificarlos y, al mismo tiempo, casi 50 millones de pobres, equivalentes al 15% de pobreza. Un cuadro social peor que el del estado de bienestar escandinavo, menos violento, según acusan los números.
La filósofa Roxana Kreimer suele señalar un punto que es clave. El problema no es la pobreza sino la inequidad que se registra en sociedades que plantean como objetivos colectivos la posesión de bienes a los que sólo pueden acceder unos pocos. Eso genera apetencia de cosas y violencia por la frustración de verse privado de ellas. Unas zapatillas de $1.000 son un bien codiciado por casi todos los jóvenes de clase media urbana, pero imposible para los estratos económicos más bajos.
La propuesta implícita es no estigmatizar la pobreza pero, al mismo tiempo, no ignorarla, básicamente como disparadora de los delitos más frecuentes como el robo, a veces acompañados por una cuota de violencia incomprensible, salvo que se suscriba la lúcida idea de que ningún ladrón que no aprecie su vida puede valorar la ajena.
En realidad, los pobres no sólo son también víctimas de los delitos sino que padecen más que otros segmentos la llamada “sensación de inseguridad”. En el último Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina esto surge claro: el 80% de los hogares medios altos acusaban el temor a sufrir episodios de inseguridad contra el 84,9% u 82,2% de los medios bajos o bajos.
¿Cuestión de dinero?
Los salvajes linchamientos de vecinos enardecidos a presuntos rateros, exacerbaron la discusión acerca de qué debe hacerse desde el Estado para combatir la delincuencia, pensada básicamente como los robos con alguna dosis de violencia. La preocupación, en cualquier caso, está centrada en la coyuntura y una solución rápida: más agentes de seguridad en las calles y mejor equipados.
Un flamante estudio del Instituto Argentino del Análisis Fiscal (Iaraf) muestra cuánto creció en ese sentido el esfuerzo de las provincias, principales responsables de la provisión de seguridad. Desde el 2008 la cantidad de fondos federales asignados al sector, medida contra el producto bruto interno (PBI) crecío un 37,85% (pasó del 1,18 al 1,63). Y este incremento no incluye la suba salarial de diciembre último, por la que los uniformados consiguieron una mejora considerable. También subió un punto la proporción sobre el total de gasto consolidado hasta llegar al 9,4% a fines del año pasado.
Claro que el comportamiento es homogéneo. Durante 2013, las jurisdicciones de Santa Cruz (13,3%), Córdoba (12,5%), Buenos Aires (12,3%) y Santa Fe (10,7%) fueron las que comprometieron mayor proporción de fondos a seguridad. En el extremo opuesto, las jurisdicciones que menos se comprometieron fueron Santiago del Estero (5,3%), Formosa (5,4%), CABA (5,6%), Chaco (5,7%), San Juan (5,8%), La Rioja (6,1%) y Catamarca (6,2%).
El caso de la Ciudad de Buenos Aires tiene una particularidad, ya que esa pobre performance está compensada por un incremento del 17% promedio cada año desde el 2008, variación muy superior al menos del 9% que correspondió a otras jurisdicciones.
Las provincias gastan más, aunque no necesariamente eso garantiza mejor calidad en la provisión del servicio de seguridad. La solución de la delincuencia como fenómeno que trasciende el punguismo es desafiante, compleja y no parece depender del número de polícias y de sus remuneraciones más o menos justas. Elías Carranza, un especialista de Naciones Unidas, añade otra preocupación sobre la que debería debatirse ineludiblemente. “La ley tampoco es pareja: quienes delinquen desde posiciones de más poder, tienen mayores posibilidades de escapar a la acción de la justicia penal”.
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