Muchos votantes que respaldaron a Cristina Kirchner salieron también a comprar dólares. Como el movimiento entraña una deslealtad, al Gobierno le cuesta admitirlo. Sin embargo, el kirchnerismo tampoco se muestra demasiado consecuente con el pacto que selló en las urnas. ¿Qué hubieran dicho sus simpatizantes más fervorosos si se les hubiera advertido que, una semana después de las elecciones, la Presidenta dispondría una revisión de los subsidios, anunciaría un tope para los aumentos de salarios, haría subir la tasa de interés al 20% a través de su política de cambios y repondría el vínculo con los Estados Unidos?
En la historia nacional sobran ejemplos de candidatos que, una vez en el poder, cambian la orientación prometida en la campaña. Juan Perón giró después de las elecciones de 1951. Arturo Frondizi volvió sobre sus pasos, en especial sobre los que había dado con «Petróleo y política». Carlos Menem dio el do de pecho del cinismo con su frase: «Si hubiera dicho lo que iba a hacer, ¿quién me hubiera votado?» El planeta está lleno de ejemplos de líderes que modificaron el rumbo para adaptarse a las circunstancias. Para conocerlos basta con leer el Elogio de la traición, de Roucaute y Jeambar.
La señora de Kirchner tiene derecho a recusar esta perspectiva. En principio, porque ella jamás entró en detalles sobre sus propósitos. Sus discursos suelen ser variaciones de alabanzas a un «modelo» tan impreciso que, como consignó Juan Llach anteayer en LA NACION, puede ser, según la época, de superávit fiscal o de déficit fiscal, de tipo de cambio competitivo o de retraso cambiario, de baja inflación o de alta inflación, de sustitución de importaciones o de boom importador.
Si, como aconsejaba Néstor Kirchner, se atiende a los hechos y no a las palabras, el desconcierto se mantiene. Para cada supuesta defección, la Presidenta podría ofrecer un contraejemplo. De esa combinación sorprendente deriva el nivel de incertidumbre que afecta al público en estos días.
Con sus intervenciones sobre el mercado de cambios, el Gobierno generó más intranquilidad de la que había. Sobre todo porque dejó en claro que prefiere recurrir a cualquier ortopedia antes que abordar el problema de fondo, que es la inflación y la consecuente pérdida de competitividad de la economía.
Los argumentos oficiales dejan entrever que al Gobierno no le alcanza con negar. También improvisa. El titular de la AFIP y candidato a ministro de Economía Ricardo Etchegaray sostuvo que no se pretendía controlar el mercado del dólar sino combatir el lavado de dinero. ¿Por qué, entonces, no existe la misma presión sobre quienes compran, por ejemplo, electrodomésticos? La titular del Banco Central, Mercedes Marcó del Pont, explicó a los intelectuales de Carta Abierta que la corrida se debía a los grandes operadores financieros. La afirmación, inconsistente con las estadísticas, tal vez sirvió para tranquilizar al auditorio corroborando sus presunciones. De todos modos, si fuera cierto lo que dijo, ¿por qué, entonces, atemorizó a los pequeños ahorristas con reglamentaciones que, en su teoría, serían innecesarias?
En su primera intervención relevante sobre la economía después de la muerte de su esposo, la Presidenta consiguió lo contrario de lo que, al parecer, se proponía. Los depósitos en pesos, que no bajan, dejaron de aumentar. El crédito se retrajo. La tasa de interés promete enfriar el nivel de actividad.
Impedida de una alternativa, la gente fue a buscar divisas donde estaban disponibles: las cuentas de ahorro en dólares. Desde hace una semana allí se registra una corrida que alarma a los funcionarios. Los depósitos en moneda extranjera caen a un ritmo del 1 al 1,5% diario. Cristina Kirchner no dejó flotar el dólar para no perder reservas. Ahora las está perdiendo por esos retiros, más allá de que Marcó del Pont disimule la caída con pases del Banco de Basilea.
Hay más incongruencias. La misma administración que impide la salida de divisas mantiene bloqueada la entrada. Quien traiga al país dólares no destinados a inversiones productivas debe inmovilizar el 30% de la suma en un encaje en el Central.
El mercado está intoxicado con versiones sembradas por la sobreactuación de los funcionarios frente a la fuga de capitales. Lo curioso es que el fenómeno se verifica desde fines del verano. Es decir: Amado Boudou, Guillermo Moreno, Marcó del Pont y Etchegaray tuvieron tiempo de estudiarlo antes de aconsejar una receta.
Hay otras decisiones que carecen de coherencia. Boudou sigue apostando, sin éxito, a normalizar el frente externo, comenzando con un acuerdo con el Club de París. Otro aspirante al ministerio, Hernán Lorenzino, se cansó de explicar la jugada en la embajada de Estados Unidos, como consta en WikiLeaks. Se supone que Boudou pretende atraer la inversión extranjera directa. Todo lo contrario de lo que lograría con el bloqueo de las remesas de dividendos al exterior que se estudia en su cartera.
Los funcionarios que anunciaron una reducción de los subsidios piden al Congreso un aumento de subsidios de $ 10.000 millones. Y subsidian a Aerolíneas con alrededor de US$ 700 millones por año.
La Presidenta asistió al G-20 envuelta en la bandera heterodoxa. Predicó que a las retracciones no se las enfrenta con ajustes sino con expansión. Pero en el presupuesto que envió al Congreso propuso aumentar el superávit primario en un punto del PBI, lo que implica una desaceleración significativa en el gasto o una suba de impuestos. Es decir: un ajuste.
La contradicción produce incertidumbre. Hay expertos que apuestan a que la señora de Kirchner identificará pronto a su nuevo gabinete económico para indicar la dirección en que camina. Después de todo, en 2007, nominó a Martín Lousteau a mediados de noviembre.
La raíz del desconcierto está, sin embargo, en la dificultad de la Presidenta para ver en la economía un sistema en el que los problemas están relacionados. Esa concepción fragmentaria aumenta su confianza en el poder de la voluntad sobre la técnica. Y le aconseja prescindir de un equipo coherente, para confiar la administración a solistas que no integran una orquesta. El método produce escenas desagradables, como la que trascendió del Ministerio de Economía la semana pasada: Cristina Kirchner careando a Marcó del Pont con Boudou para determinar quién la hizo equivocar en el enredo del dólar.
Delegar el Palacio de Hacienda en un especialista sería renunciar a un criterio central del kirchnerismo: es preferible cierta dosis de mala praxis antes que sacrificar el mandato popular en el altar de la tecnocracia. Supondría también una operación dolorosa: reemplazar a Néstor Kirchner que fue siempre, en palabras de la Presidenta, «nuestro ministro de Economía». No hace falta caer en la interpretación falocéntrica de quienes creen que son los desafíos económicos los que muestran a la señora de Kirchner el peor rigor de la viudez.
En la Costa Azul, la Presidenta denunció la aberración del anarcocapitalismo. Es una categoría interesante, que sugiere que los mercados neoliberales y los ideólogos ultralibertarios coinciden en secreto en el desdén por el Estado.
Junto a las aguas del Río de la Plata, la señora de Krichner parece ensayar otro experimento, que confía en el control oficial de la oferta y demanda, ejercido a través de intervenciones incoherentes, que casi nunca alcanzan sus objetivos manifiestos. En fin, un nuevo paradigma: el anarcodirigismo..
En la historia nacional sobran ejemplos de candidatos que, una vez en el poder, cambian la orientación prometida en la campaña. Juan Perón giró después de las elecciones de 1951. Arturo Frondizi volvió sobre sus pasos, en especial sobre los que había dado con «Petróleo y política». Carlos Menem dio el do de pecho del cinismo con su frase: «Si hubiera dicho lo que iba a hacer, ¿quién me hubiera votado?» El planeta está lleno de ejemplos de líderes que modificaron el rumbo para adaptarse a las circunstancias. Para conocerlos basta con leer el Elogio de la traición, de Roucaute y Jeambar.
La señora de Kirchner tiene derecho a recusar esta perspectiva. En principio, porque ella jamás entró en detalles sobre sus propósitos. Sus discursos suelen ser variaciones de alabanzas a un «modelo» tan impreciso que, como consignó Juan Llach anteayer en LA NACION, puede ser, según la época, de superávit fiscal o de déficit fiscal, de tipo de cambio competitivo o de retraso cambiario, de baja inflación o de alta inflación, de sustitución de importaciones o de boom importador.
Si, como aconsejaba Néstor Kirchner, se atiende a los hechos y no a las palabras, el desconcierto se mantiene. Para cada supuesta defección, la Presidenta podría ofrecer un contraejemplo. De esa combinación sorprendente deriva el nivel de incertidumbre que afecta al público en estos días.
Con sus intervenciones sobre el mercado de cambios, el Gobierno generó más intranquilidad de la que había. Sobre todo porque dejó en claro que prefiere recurrir a cualquier ortopedia antes que abordar el problema de fondo, que es la inflación y la consecuente pérdida de competitividad de la economía.
Los argumentos oficiales dejan entrever que al Gobierno no le alcanza con negar. También improvisa. El titular de la AFIP y candidato a ministro de Economía Ricardo Etchegaray sostuvo que no se pretendía controlar el mercado del dólar sino combatir el lavado de dinero. ¿Por qué, entonces, no existe la misma presión sobre quienes compran, por ejemplo, electrodomésticos? La titular del Banco Central, Mercedes Marcó del Pont, explicó a los intelectuales de Carta Abierta que la corrida se debía a los grandes operadores financieros. La afirmación, inconsistente con las estadísticas, tal vez sirvió para tranquilizar al auditorio corroborando sus presunciones. De todos modos, si fuera cierto lo que dijo, ¿por qué, entonces, atemorizó a los pequeños ahorristas con reglamentaciones que, en su teoría, serían innecesarias?
En su primera intervención relevante sobre la economía después de la muerte de su esposo, la Presidenta consiguió lo contrario de lo que, al parecer, se proponía. Los depósitos en pesos, que no bajan, dejaron de aumentar. El crédito se retrajo. La tasa de interés promete enfriar el nivel de actividad.
Impedida de una alternativa, la gente fue a buscar divisas donde estaban disponibles: las cuentas de ahorro en dólares. Desde hace una semana allí se registra una corrida que alarma a los funcionarios. Los depósitos en moneda extranjera caen a un ritmo del 1 al 1,5% diario. Cristina Kirchner no dejó flotar el dólar para no perder reservas. Ahora las está perdiendo por esos retiros, más allá de que Marcó del Pont disimule la caída con pases del Banco de Basilea.
Hay más incongruencias. La misma administración que impide la salida de divisas mantiene bloqueada la entrada. Quien traiga al país dólares no destinados a inversiones productivas debe inmovilizar el 30% de la suma en un encaje en el Central.
El mercado está intoxicado con versiones sembradas por la sobreactuación de los funcionarios frente a la fuga de capitales. Lo curioso es que el fenómeno se verifica desde fines del verano. Es decir: Amado Boudou, Guillermo Moreno, Marcó del Pont y Etchegaray tuvieron tiempo de estudiarlo antes de aconsejar una receta.
Hay otras decisiones que carecen de coherencia. Boudou sigue apostando, sin éxito, a normalizar el frente externo, comenzando con un acuerdo con el Club de París. Otro aspirante al ministerio, Hernán Lorenzino, se cansó de explicar la jugada en la embajada de Estados Unidos, como consta en WikiLeaks. Se supone que Boudou pretende atraer la inversión extranjera directa. Todo lo contrario de lo que lograría con el bloqueo de las remesas de dividendos al exterior que se estudia en su cartera.
Los funcionarios que anunciaron una reducción de los subsidios piden al Congreso un aumento de subsidios de $ 10.000 millones. Y subsidian a Aerolíneas con alrededor de US$ 700 millones por año.
La Presidenta asistió al G-20 envuelta en la bandera heterodoxa. Predicó que a las retracciones no se las enfrenta con ajustes sino con expansión. Pero en el presupuesto que envió al Congreso propuso aumentar el superávit primario en un punto del PBI, lo que implica una desaceleración significativa en el gasto o una suba de impuestos. Es decir: un ajuste.
La contradicción produce incertidumbre. Hay expertos que apuestan a que la señora de Kirchner identificará pronto a su nuevo gabinete económico para indicar la dirección en que camina. Después de todo, en 2007, nominó a Martín Lousteau a mediados de noviembre.
La raíz del desconcierto está, sin embargo, en la dificultad de la Presidenta para ver en la economía un sistema en el que los problemas están relacionados. Esa concepción fragmentaria aumenta su confianza en el poder de la voluntad sobre la técnica. Y le aconseja prescindir de un equipo coherente, para confiar la administración a solistas que no integran una orquesta. El método produce escenas desagradables, como la que trascendió del Ministerio de Economía la semana pasada: Cristina Kirchner careando a Marcó del Pont con Boudou para determinar quién la hizo equivocar en el enredo del dólar.
Delegar el Palacio de Hacienda en un especialista sería renunciar a un criterio central del kirchnerismo: es preferible cierta dosis de mala praxis antes que sacrificar el mandato popular en el altar de la tecnocracia. Supondría también una operación dolorosa: reemplazar a Néstor Kirchner que fue siempre, en palabras de la Presidenta, «nuestro ministro de Economía». No hace falta caer en la interpretación falocéntrica de quienes creen que son los desafíos económicos los que muestran a la señora de Kirchner el peor rigor de la viudez.
En la Costa Azul, la Presidenta denunció la aberración del anarcocapitalismo. Es una categoría interesante, que sugiere que los mercados neoliberales y los ideólogos ultralibertarios coinciden en secreto en el desdén por el Estado.
Junto a las aguas del Río de la Plata, la señora de Krichner parece ensayar otro experimento, que confía en el control oficial de la oferta y demanda, ejercido a través de intervenciones incoherentes, que casi nunca alcanzan sus objetivos manifiestos. En fin, un nuevo paradigma: el anarcodirigismo..