Editorial I
La convocatoria de la UCA para reunir a víctimas de los dos contendientes de la violencia de los años 70 es un gran ejemplo en la búsqueda de la pacificación
La Universidad Católica Argentina reunió a víctimas ocasionadas por ambos contendientes en la violencia de los años setenta. La voz de la Iglesia fue llevada al panel por monseñor Jorge Casaretto, en tanto la senadora Norma Morandini y Arturo Larrabure representaron, cada uno por su lado, a las víctimas de la represión y la acción terrorista. Morandini sufrió la desaparición de dos hermanos en 1977; Larrabure es hijo del coronel Argentino del Valle Larrabure, secuestrado, torturado y muerto por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en 1975, al cabo de un largo cautiverio.
La iniciativa es el ejemplo de un camino apropiado hacia la pacificación. Para la Iglesia no ha sido algo nuevo porque, a través de diversos pronunciamientos, había señalado antes de ahora un compromiso en esa misma dirección. Así lo hizo por lo menos desde los tiempos en que el papa Jorge Bergoglio era arzobispo de Buenos Aires.
Han transcurrido cuatro décadas desde el apogeo de aquella violencia que tuvo sus primeras manifestaciones a fines de los cincuenta. Fue un proceso largo, que explotó de manera local con el pequeño grupo guerrillero de un cabecilla que se hacía llamar «comandante Uturunco». Había surgido de una derivación extrema de la resistencia peronista. Luego, aparecieron los Montoneros, con algunas raíces fascistas, y el ERP, proveniente del trotskismo. Ambos demostraron gran capacidad de acción y vínculos amplios en el plano internacional de la Guerra Fría.
Desde la aventura guerrillera del monte se pasó al terrorismo urbano en mayor escala y ya con aspiraciones de toma inmediata del poder. Desde la reacción inicial frente al derrocamiento del gobierno de Perón, en 1955, se pasó en los sesenta al objetivo de implantar, unos el socialismo radicalizado, y otros, formas diversas de colectivismo; pero todos apelando a la fuerza, tanto frente a gobiernos de facto como constitucionales.
Los instrumentos empleados por el Estado también evolucionaron, según el grado alcanzado por la violencia y la fortaleza de los grupos armados, respecto de cuya magnitud sobresalían aquellos dos por sobre otros emprendimientos subversivos. El empleo de las agencias de seguridad y la actuación de la Justicia en el juzgamiento de los guerrilleros fue puesto a prueba en 1973, cuando el gobierno de Héctor Cámpora disolvió la Cámara Federal en lo Penal de la Nación y liberó y amnistió a los terroristas condenados. Además, ese gobierno repudió a los jueces que habían actuado y los expuso a atentados, uno de los cuales le costó la vida al juez Jorge Quiroga, y otro más, la existencia de un político ejemplar: Arturo Mor Roig.
La subversión no se detuvo ante nada, ni siquiera ante la reinstalación de Perón en la Casa Rosada como consecuencia de las elecciones de septiembre de 1973. Es más: los grupos armados multiplicaron su violencia, incluidos ataques a cuarteles y asesinatos de policías y civiles. La represión durante el propio gobierno de Perón comenzó a emplear métodos de contraterrorismo ilegales mediante la llamada Triple A. Éstos fueron intensificados por su sucesora, María Estela Martínez de Perón, quien a mediados de 1975 ordenó por decreto la participación de las Fuerzas Armadas para «aniquilar el accionar subversivo» en todo el territorio nacional. ¿Alguien duda de lo que un militar ha de entender si una autoridad constitucional le ordena «aniquilar» al enemigo? ¿Cuántos dirigentes del peronismo se opusieron a esa conminación?
Unos meses antes, se había dispuesto aquello mismo para la provincia de Tucumán. Sea por la actuación de la Triple A o por la de las Fuerzas Armadas, el balance en ese tramo previo al golpe militar del 24 de marzo de 1976 fue de 900 desapariciones y de innumerables hechos que provocaron heridos y muertos, entre civiles y militares, hombres, mujeres y niños.
No es posible justificar los métodos aberrantes utilizados en la represión. Menos aún la desaparición de personas o la apropiación ilegal de menores. Tampoco es de ninguna manera aceptable justificar la violencia de los grupos terroristas con su secuela de asesinatos y destrucción de familias y daño moral. Provocaron más de 1000 muertes.
Hubo una guerra interna iniciada por quienes querían implantar el socialismo brutal que la Unión Soviética y Cuba deseaban extender en América latina. Contaron con ese apoyo, cuyo propósito no era acompañar las luchas contra la opresión de las dictaduras locales, como hipócritamente hoy lo exponen quienes tergiversan la historia. De otro modo, la Unión Soviética no hubiera sido, como lo fue, solidaria con las juntas militares argentinas, ni Fidel Castro se hubiera abrazado, como lo hizo durante la Guerra de las Malvinas, con el canciller Nicanor Costa Méndez.
Las leyes de obediencia debida y punto final, sancionadas por el Congreso de la Nación a instancias del presidente Alfonsín, así como los indultos a los condenados de ambos bandos dispuestos por el presidente Menem, fueron pasos en búsqueda de la pacificación. Esta voluntad fue desautorizada en 2003 con la anulación, a nuestro juicio inconstitucional, de tales normas y la decisión hemipléjica de proceder sólo contra quienes habían reprimido.
Desde entonces se instaló un clima de confrontación. La profundización de las heridas del pasado fue un instrumento de manipulación política y de creación de poder. Pasando por encima de principios esenciales de la Justicia, como lo explicamos en nuestro reciente editorial «Lesa venganza», fueron sometidos a juicio y encarcelados miles de oficiales, suboficiales, policías y civiles que debieron haber estado amparados por las barreras de la cosa juzgada, de la ley más benigna en causas penales, de la no aplicación retroactiva de leyes penales y de la duda en beneficio del reo.
No hubo ni hay, en cambio, juicios ni condenas para los asesinos y cómplices necesarios de los grupos terroristas. Antes bien, todavía hoy algunos ocupan cargos de gobierno y hasta son considerados como luchadores por la recuperación de la democracia en lo que constituye un colmo de hipocresía histórica, sobre todo teniendo en cuenta que los dos presidentes de apellido Perón habían proclamado la necesidad del «aniquilamiento».
La asimetría de trato no ha logrado revertirse mediante acciones judiciales iniciadas por víctimas de la subversión. Contra la jurisprudencia internacional, el carácter de lesa humanidad e imprescriptibilidad no ha sido aceptado por nuestra Justicia para los crímenes del terrorismo. Ha predominado una mirada sesgada de los hechos ocurridos en los setenta, como se patentizó en la Corte Suprema por los valientes votos de los jueces Carmen Argibay y Carlos Fayt. El encauzamiento hacia una reconciliación requiere un profundo y superador examen de conciencia de todos los involucrados y, particularmente, de la clase política. Su resultado debiera ser la reconciliación, traducida en una amnistía amplia que permita luego mirar hacia adelante y construir el futuro en paz y confraternidad.
La convocatoria de la UCA se ha elevado, entonces, como un hecho de trascendencia histórica..
La convocatoria de la UCA para reunir a víctimas de los dos contendientes de la violencia de los años 70 es un gran ejemplo en la búsqueda de la pacificación
La Universidad Católica Argentina reunió a víctimas ocasionadas por ambos contendientes en la violencia de los años setenta. La voz de la Iglesia fue llevada al panel por monseñor Jorge Casaretto, en tanto la senadora Norma Morandini y Arturo Larrabure representaron, cada uno por su lado, a las víctimas de la represión y la acción terrorista. Morandini sufrió la desaparición de dos hermanos en 1977; Larrabure es hijo del coronel Argentino del Valle Larrabure, secuestrado, torturado y muerto por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en 1975, al cabo de un largo cautiverio.
La iniciativa es el ejemplo de un camino apropiado hacia la pacificación. Para la Iglesia no ha sido algo nuevo porque, a través de diversos pronunciamientos, había señalado antes de ahora un compromiso en esa misma dirección. Así lo hizo por lo menos desde los tiempos en que el papa Jorge Bergoglio era arzobispo de Buenos Aires.
Han transcurrido cuatro décadas desde el apogeo de aquella violencia que tuvo sus primeras manifestaciones a fines de los cincuenta. Fue un proceso largo, que explotó de manera local con el pequeño grupo guerrillero de un cabecilla que se hacía llamar «comandante Uturunco». Había surgido de una derivación extrema de la resistencia peronista. Luego, aparecieron los Montoneros, con algunas raíces fascistas, y el ERP, proveniente del trotskismo. Ambos demostraron gran capacidad de acción y vínculos amplios en el plano internacional de la Guerra Fría.
Desde la aventura guerrillera del monte se pasó al terrorismo urbano en mayor escala y ya con aspiraciones de toma inmediata del poder. Desde la reacción inicial frente al derrocamiento del gobierno de Perón, en 1955, se pasó en los sesenta al objetivo de implantar, unos el socialismo radicalizado, y otros, formas diversas de colectivismo; pero todos apelando a la fuerza, tanto frente a gobiernos de facto como constitucionales.
Los instrumentos empleados por el Estado también evolucionaron, según el grado alcanzado por la violencia y la fortaleza de los grupos armados, respecto de cuya magnitud sobresalían aquellos dos por sobre otros emprendimientos subversivos. El empleo de las agencias de seguridad y la actuación de la Justicia en el juzgamiento de los guerrilleros fue puesto a prueba en 1973, cuando el gobierno de Héctor Cámpora disolvió la Cámara Federal en lo Penal de la Nación y liberó y amnistió a los terroristas condenados. Además, ese gobierno repudió a los jueces que habían actuado y los expuso a atentados, uno de los cuales le costó la vida al juez Jorge Quiroga, y otro más, la existencia de un político ejemplar: Arturo Mor Roig.
La subversión no se detuvo ante nada, ni siquiera ante la reinstalación de Perón en la Casa Rosada como consecuencia de las elecciones de septiembre de 1973. Es más: los grupos armados multiplicaron su violencia, incluidos ataques a cuarteles y asesinatos de policías y civiles. La represión durante el propio gobierno de Perón comenzó a emplear métodos de contraterrorismo ilegales mediante la llamada Triple A. Éstos fueron intensificados por su sucesora, María Estela Martínez de Perón, quien a mediados de 1975 ordenó por decreto la participación de las Fuerzas Armadas para «aniquilar el accionar subversivo» en todo el territorio nacional. ¿Alguien duda de lo que un militar ha de entender si una autoridad constitucional le ordena «aniquilar» al enemigo? ¿Cuántos dirigentes del peronismo se opusieron a esa conminación?
Unos meses antes, se había dispuesto aquello mismo para la provincia de Tucumán. Sea por la actuación de la Triple A o por la de las Fuerzas Armadas, el balance en ese tramo previo al golpe militar del 24 de marzo de 1976 fue de 900 desapariciones y de innumerables hechos que provocaron heridos y muertos, entre civiles y militares, hombres, mujeres y niños.
No es posible justificar los métodos aberrantes utilizados en la represión. Menos aún la desaparición de personas o la apropiación ilegal de menores. Tampoco es de ninguna manera aceptable justificar la violencia de los grupos terroristas con su secuela de asesinatos y destrucción de familias y daño moral. Provocaron más de 1000 muertes.
Hubo una guerra interna iniciada por quienes querían implantar el socialismo brutal que la Unión Soviética y Cuba deseaban extender en América latina. Contaron con ese apoyo, cuyo propósito no era acompañar las luchas contra la opresión de las dictaduras locales, como hipócritamente hoy lo exponen quienes tergiversan la historia. De otro modo, la Unión Soviética no hubiera sido, como lo fue, solidaria con las juntas militares argentinas, ni Fidel Castro se hubiera abrazado, como lo hizo durante la Guerra de las Malvinas, con el canciller Nicanor Costa Méndez.
Las leyes de obediencia debida y punto final, sancionadas por el Congreso de la Nación a instancias del presidente Alfonsín, así como los indultos a los condenados de ambos bandos dispuestos por el presidente Menem, fueron pasos en búsqueda de la pacificación. Esta voluntad fue desautorizada en 2003 con la anulación, a nuestro juicio inconstitucional, de tales normas y la decisión hemipléjica de proceder sólo contra quienes habían reprimido.
Desde entonces se instaló un clima de confrontación. La profundización de las heridas del pasado fue un instrumento de manipulación política y de creación de poder. Pasando por encima de principios esenciales de la Justicia, como lo explicamos en nuestro reciente editorial «Lesa venganza», fueron sometidos a juicio y encarcelados miles de oficiales, suboficiales, policías y civiles que debieron haber estado amparados por las barreras de la cosa juzgada, de la ley más benigna en causas penales, de la no aplicación retroactiva de leyes penales y de la duda en beneficio del reo.
No hubo ni hay, en cambio, juicios ni condenas para los asesinos y cómplices necesarios de los grupos terroristas. Antes bien, todavía hoy algunos ocupan cargos de gobierno y hasta son considerados como luchadores por la recuperación de la democracia en lo que constituye un colmo de hipocresía histórica, sobre todo teniendo en cuenta que los dos presidentes de apellido Perón habían proclamado la necesidad del «aniquilamiento».
La asimetría de trato no ha logrado revertirse mediante acciones judiciales iniciadas por víctimas de la subversión. Contra la jurisprudencia internacional, el carácter de lesa humanidad e imprescriptibilidad no ha sido aceptado por nuestra Justicia para los crímenes del terrorismo. Ha predominado una mirada sesgada de los hechos ocurridos en los setenta, como se patentizó en la Corte Suprema por los valientes votos de los jueces Carmen Argibay y Carlos Fayt. El encauzamiento hacia una reconciliación requiere un profundo y superador examen de conciencia de todos los involucrados y, particularmente, de la clase política. Su resultado debiera ser la reconciliación, traducida en una amnistía amplia que permita luego mirar hacia adelante y construir el futuro en paz y confraternidad.
La convocatoria de la UCA se ha elevado, entonces, como un hecho de trascendencia histórica..
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