Editorial I
El atril presidencial se ha usado para intimidar, y muchos organismos del Estado han sido herramientas para atemorizar a opositores y críticos del Gobierno
La última década dio testimonio de los graves y desvergonzados desvíos de poder que implica el empleo de los organismos del Estado como herramientas para atemorizar a opositores o escarmentar a librepensadores y críticos del Gobierno.
Como reflexionábamos en nuestro editorial de ayer, la política del miedo ha ido socavando relaciones, destruyendo lazos de confianza, espantando inversores y ahondando todavía más el deterioro moral e institucional del país a lo largo de la mal llamada «década ganada».
Las amenazas e intimidaciones proclamadas desde el atril presidencial son uno de los peores ejemplos e indicador tristemente gráfico sobre los abusos en que incurre el poder gubernamental, corporizándose en la más alta investidura para defenestrar a quienes se atreven a opinar distinto.
Por cadena nacional, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner no sólo cuestionó duramente a un corredor inmobiliario por el simple hecho de haber hablado de la desaceleración de su sector de actividad económica. La primera mandataria también citó información sobre su situación personal ante el fisco, prescindiendo del riguroso secreto fiscal que ampara a los ciudadanos, a punto tal que el broker fue luego suspendido por el ente recaudador.
La política del miedo anida también en la Unidad de Información Financiera (UIF), centro neurálgico de todos los movimientos financieros del país, que recibe de bancos, escribanos, aseguradoras y sociedades de bolsa los reportes de las operaciones que puedan ser sospechosas.
Ha quedado demostrado que, para el kirchnerismo, resulta demasiado tentador disponer de tan abundante información confidencial sin ponerla al servicio de su destino hegemónico. José Sbattella, quien dirige la UIF, es un economista sin formación específica, pero militante K, que designó a parientes y amigos inexpertos en puestos clave. No se trata de una cuestión técnica, sino estratégica: se investiga a opositores y se congelan expedientes contra el oficialismo como el de Lázaro Báez.
La Inspección General de Justicia (IGJ), hoy en manos de La Cámpora, es otro instrumento de esta aberrante política de coacción. Frena denuncias que afecten al poder y no da información sin el visto bueno de sus operadores. Pidió datos confidenciales a las mil empresas más importantes del país para «apretarlas»; idéntico procedimiento siguió la Secretaría de Comercio. El titular de la IGJ, Luis Tailhade, publicó en su cuenta de Facebook afiches con las fotos de los empresarios a cargo de esas firmas, bajo la leyenda: «Éstos son los que te roban el sueldo».
La prepotencia es uno de los sellos de La Cámpora. Así lo sintió el periodista del noticiero de la TV Pública Juan Miceli, desplazado después de preguntarle al diputado Andrés Larroque acerca del uso de pecheras de esa agrupación en la trágica inundación en La Plata. El vejatorio trato de Juan Cabandié hacia una agente de tránsito, las persecuciones a empleados «no alineados» en la Cancillería, las amenazas al juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Juan Carlos Maqueda, y el clima de temor impuesto en todos los organismos ocupados por esa agrupación dan cuenta de graves abusos, muchos de los cuales no trascienden pues quedan en ámbitos exclusivamente privados.
En el inventario del miedo y la extorsión no puede omitirse tampoco el coercitivo accionar de la tristemente célebre Secretaría de Inteligencia del Estado (SI, ex SIDE), otro ejemplo de graves desvíos de poder.
Junto con la prensa independiente, uno de los huesos más duros de roer para el kirchnerismo ha sido el Poder Judicial, última garantía del Estado de Derecho. Hasta allí también llega la política del miedo.
El propio presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, sufrió una investigación de la agencia recaudatoria luego de conocido el fallo adverso a las leyes kirchneristas sobre reformas que pretendían acabar con la independencia del Poder Judicial. Es impensable que esta orden no haya sido impartida desde lo más alto del vértice de poder.
Con el miedo se pretende sustituir el imperio de la ley. Se quiere instaurar un régimen que responda exclusivamente a la voluntad del Poder Ejecutivo. Ello explica la proliferación de jueces interinos o subrogantes, quienes pueden ser removidos por el mismo órgano que los designó, así como la reciente designación para la Corte Suprema de una gran cantidad de conjueces cercanos al Gobierno.
Quienes no entiendan el significado de la «democratización de la Justicia» deberán enfrentar el juicio político, como les ocurrió, entre tantos otros, a dos miembros de la Cámara Federal de la Seguridad Social que fallaron en favor de los jubilados, conforme a lo que establece la ley y la jurisprudencia del más alto tribunal, o bien arremetidas como la que sufre el fiscal José María Campagnoli, enjuiciado por investigar a Lázaro Báez, suspendido en su cargo y restituido en él la semana que acaba de concluir.
Durante ese vidrioso proceso -aún no concluido, pues el kirchnerismo procura retomar más adelante el jury de enjuiciamiento contra Campagnoli- trascendió que el Gobierno habría solicitado colaboración internacional para investigar a un grupo de tuiteros que defendían al funcionario judicial suspendido. Como consecuencia de ello, el juez Claudio Bonadio recibió una denuncia para investigar si desde organismos del Estado funcionan «redes de espionaje y persecución política».
En los inicios del caso Ciccone, para defender al vicepresidente Amado Boudou, la Casa Rosada aplicó una estrategia «ejemplificadora», desplazando tanto al juez federal Daniel Rafecas como al fiscal Carlos Rívolo y al procurador general Esteban Righi, diseñando un modelo de procedimiento que hoy se quiere profundizar para aventar cualquier atisbo de independencia judicial.
La reemplazante de Righi, Alejandra Gils Carbó, integrante de la agrupación Justicia Legítima, garantiza la coordinación entre el Poder Ejecutivo y el Ministerio Público Fiscal, como -a su juicio- lo requiere una Justicia auténticamente «democratizada», eufemismo para disfrazar su total sometimiento al Gobierno.
El Consejo de la Magistratura, controlado por el oficialismo y entrenado en políticas intimidatorias por integrantes de La Cámpora, intenta proteger el fin de ciclo del kirchnerismo con jueces que garanticen su imprescindible impunidad a futuro, ya sea impidiendo la remoción de los magistrados que debieran ser expulsados, como Oyarbide, o para asegurarse la designación de «jueces amigos».
El miedo también fue utilizado para introducir socios afines al Gobierno en empresas o influenciar en el pase de manos de empresas privatizadas que operaban en el país. Es antológico el acceso del grupo Eskenazi, como «experto en industrias reguladas», en la emblemática YPF. También manipuló el Gobierno los casos de Transener, Edenor, TGN, Gas Natural BAN y las estatizaciones de Aguas Argentinas y Aerolíneas Argentinas.
Con el lenguaje de la prepotencia y operando la intervención de organismos competentes en distintas áreas involucradas, La Cámpora quiso eliminar a LAN Argentina como competidora de Aerolíneas, cancelando rutas, no otorgando nuevas y hasta intentando su desalojo del hangar en el Aeroparque. Para no mencionar el caso de Shell, cuando el ex presidente Kirchner arengó a boicotear sus estaciones de servicio y Guillermo Moreno continuó con una persecución tan arbitraria como discriminatoria.
El miedo habría sido determinante para forzar ventas de medios de comunicación y para crear un conglomerado mediático concentrado al servicio del relato oficial.
Por miedo y conveniencia, los contratistas del Estado no impugnan licitaciones manifiestamente «arregladas», ni se atreven a brindar testimonio en Tribunales acerca de «retornos» a funcionarios con facturas apócrifas.
Lo mismo ocurre en muchas cámaras y organizaciones que nuclean a distintos sectores del quehacer económico y social de nuestro país que no se animan a hacer públicas las críticas que hacen en privado.
El ex funcionario del Ministerio de Economía José Capdevila, testigo en la causa Ciccone, quien se fue del país acorralado por amenazas, es otro ejemplo más, al igual que Laura Muñoz, ex esposa de Alejandro Vandenbroele, sindicado como «testaferro» de Amado Boudou, quien optó por quedarse y decir valientemente su verdad.
Cuando el Poder Ejecutivo sólo persigue someter a la Justicia, dominar al Poder Legislativo, convirtiéndolo en su mero apéndice, coartar la libertad de prensa y neutralizar a los órganos de control de la República, la proclama del «Vamos por todo» se convierte en otra consigna de miedo, reflejo del apartamiento del Estado de Derecho y camino seguro hacia un inevitable régimen totalitario..
El atril presidencial se ha usado para intimidar, y muchos organismos del Estado han sido herramientas para atemorizar a opositores y críticos del Gobierno
La última década dio testimonio de los graves y desvergonzados desvíos de poder que implica el empleo de los organismos del Estado como herramientas para atemorizar a opositores o escarmentar a librepensadores y críticos del Gobierno.
Como reflexionábamos en nuestro editorial de ayer, la política del miedo ha ido socavando relaciones, destruyendo lazos de confianza, espantando inversores y ahondando todavía más el deterioro moral e institucional del país a lo largo de la mal llamada «década ganada».
Las amenazas e intimidaciones proclamadas desde el atril presidencial son uno de los peores ejemplos e indicador tristemente gráfico sobre los abusos en que incurre el poder gubernamental, corporizándose en la más alta investidura para defenestrar a quienes se atreven a opinar distinto.
Por cadena nacional, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner no sólo cuestionó duramente a un corredor inmobiliario por el simple hecho de haber hablado de la desaceleración de su sector de actividad económica. La primera mandataria también citó información sobre su situación personal ante el fisco, prescindiendo del riguroso secreto fiscal que ampara a los ciudadanos, a punto tal que el broker fue luego suspendido por el ente recaudador.
La política del miedo anida también en la Unidad de Información Financiera (UIF), centro neurálgico de todos los movimientos financieros del país, que recibe de bancos, escribanos, aseguradoras y sociedades de bolsa los reportes de las operaciones que puedan ser sospechosas.
Ha quedado demostrado que, para el kirchnerismo, resulta demasiado tentador disponer de tan abundante información confidencial sin ponerla al servicio de su destino hegemónico. José Sbattella, quien dirige la UIF, es un economista sin formación específica, pero militante K, que designó a parientes y amigos inexpertos en puestos clave. No se trata de una cuestión técnica, sino estratégica: se investiga a opositores y se congelan expedientes contra el oficialismo como el de Lázaro Báez.
La Inspección General de Justicia (IGJ), hoy en manos de La Cámpora, es otro instrumento de esta aberrante política de coacción. Frena denuncias que afecten al poder y no da información sin el visto bueno de sus operadores. Pidió datos confidenciales a las mil empresas más importantes del país para «apretarlas»; idéntico procedimiento siguió la Secretaría de Comercio. El titular de la IGJ, Luis Tailhade, publicó en su cuenta de Facebook afiches con las fotos de los empresarios a cargo de esas firmas, bajo la leyenda: «Éstos son los que te roban el sueldo».
La prepotencia es uno de los sellos de La Cámpora. Así lo sintió el periodista del noticiero de la TV Pública Juan Miceli, desplazado después de preguntarle al diputado Andrés Larroque acerca del uso de pecheras de esa agrupación en la trágica inundación en La Plata. El vejatorio trato de Juan Cabandié hacia una agente de tránsito, las persecuciones a empleados «no alineados» en la Cancillería, las amenazas al juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Juan Carlos Maqueda, y el clima de temor impuesto en todos los organismos ocupados por esa agrupación dan cuenta de graves abusos, muchos de los cuales no trascienden pues quedan en ámbitos exclusivamente privados.
En el inventario del miedo y la extorsión no puede omitirse tampoco el coercitivo accionar de la tristemente célebre Secretaría de Inteligencia del Estado (SI, ex SIDE), otro ejemplo de graves desvíos de poder.
Junto con la prensa independiente, uno de los huesos más duros de roer para el kirchnerismo ha sido el Poder Judicial, última garantía del Estado de Derecho. Hasta allí también llega la política del miedo.
El propio presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, sufrió una investigación de la agencia recaudatoria luego de conocido el fallo adverso a las leyes kirchneristas sobre reformas que pretendían acabar con la independencia del Poder Judicial. Es impensable que esta orden no haya sido impartida desde lo más alto del vértice de poder.
Con el miedo se pretende sustituir el imperio de la ley. Se quiere instaurar un régimen que responda exclusivamente a la voluntad del Poder Ejecutivo. Ello explica la proliferación de jueces interinos o subrogantes, quienes pueden ser removidos por el mismo órgano que los designó, así como la reciente designación para la Corte Suprema de una gran cantidad de conjueces cercanos al Gobierno.
Quienes no entiendan el significado de la «democratización de la Justicia» deberán enfrentar el juicio político, como les ocurrió, entre tantos otros, a dos miembros de la Cámara Federal de la Seguridad Social que fallaron en favor de los jubilados, conforme a lo que establece la ley y la jurisprudencia del más alto tribunal, o bien arremetidas como la que sufre el fiscal José María Campagnoli, enjuiciado por investigar a Lázaro Báez, suspendido en su cargo y restituido en él la semana que acaba de concluir.
Durante ese vidrioso proceso -aún no concluido, pues el kirchnerismo procura retomar más adelante el jury de enjuiciamiento contra Campagnoli- trascendió que el Gobierno habría solicitado colaboración internacional para investigar a un grupo de tuiteros que defendían al funcionario judicial suspendido. Como consecuencia de ello, el juez Claudio Bonadio recibió una denuncia para investigar si desde organismos del Estado funcionan «redes de espionaje y persecución política».
En los inicios del caso Ciccone, para defender al vicepresidente Amado Boudou, la Casa Rosada aplicó una estrategia «ejemplificadora», desplazando tanto al juez federal Daniel Rafecas como al fiscal Carlos Rívolo y al procurador general Esteban Righi, diseñando un modelo de procedimiento que hoy se quiere profundizar para aventar cualquier atisbo de independencia judicial.
La reemplazante de Righi, Alejandra Gils Carbó, integrante de la agrupación Justicia Legítima, garantiza la coordinación entre el Poder Ejecutivo y el Ministerio Público Fiscal, como -a su juicio- lo requiere una Justicia auténticamente «democratizada», eufemismo para disfrazar su total sometimiento al Gobierno.
El Consejo de la Magistratura, controlado por el oficialismo y entrenado en políticas intimidatorias por integrantes de La Cámpora, intenta proteger el fin de ciclo del kirchnerismo con jueces que garanticen su imprescindible impunidad a futuro, ya sea impidiendo la remoción de los magistrados que debieran ser expulsados, como Oyarbide, o para asegurarse la designación de «jueces amigos».
El miedo también fue utilizado para introducir socios afines al Gobierno en empresas o influenciar en el pase de manos de empresas privatizadas que operaban en el país. Es antológico el acceso del grupo Eskenazi, como «experto en industrias reguladas», en la emblemática YPF. También manipuló el Gobierno los casos de Transener, Edenor, TGN, Gas Natural BAN y las estatizaciones de Aguas Argentinas y Aerolíneas Argentinas.
Con el lenguaje de la prepotencia y operando la intervención de organismos competentes en distintas áreas involucradas, La Cámpora quiso eliminar a LAN Argentina como competidora de Aerolíneas, cancelando rutas, no otorgando nuevas y hasta intentando su desalojo del hangar en el Aeroparque. Para no mencionar el caso de Shell, cuando el ex presidente Kirchner arengó a boicotear sus estaciones de servicio y Guillermo Moreno continuó con una persecución tan arbitraria como discriminatoria.
El miedo habría sido determinante para forzar ventas de medios de comunicación y para crear un conglomerado mediático concentrado al servicio del relato oficial.
Por miedo y conveniencia, los contratistas del Estado no impugnan licitaciones manifiestamente «arregladas», ni se atreven a brindar testimonio en Tribunales acerca de «retornos» a funcionarios con facturas apócrifas.
Lo mismo ocurre en muchas cámaras y organizaciones que nuclean a distintos sectores del quehacer económico y social de nuestro país que no se animan a hacer públicas las críticas que hacen en privado.
El ex funcionario del Ministerio de Economía José Capdevila, testigo en la causa Ciccone, quien se fue del país acorralado por amenazas, es otro ejemplo más, al igual que Laura Muñoz, ex esposa de Alejandro Vandenbroele, sindicado como «testaferro» de Amado Boudou, quien optó por quedarse y decir valientemente su verdad.
Cuando el Poder Ejecutivo sólo persigue someter a la Justicia, dominar al Poder Legislativo, convirtiéndolo en su mero apéndice, coartar la libertad de prensa y neutralizar a los órganos de control de la República, la proclama del «Vamos por todo» se convierte en otra consigna de miedo, reflejo del apartamiento del Estado de Derecho y camino seguro hacia un inevitable régimen totalitario..
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