Mucho más que un voto contra las formas

Antes de decir qué asco da cómo votan los que no votan conmigo, antes de que llegue el pesimismo habitual que lo arrastra a uno, vayan algunas notas para una lectura no negativa del resultado de ayer.
Ante todo, es posible y tiene sentido leer el voto contrario al Gobierno como un voto que no lo rechaza por sus formas, sino por el fondo de sus peores políticas (esto, contra quienes se autoconsuelan pensando que el repudio al Gobierno se debe a sus meras formas, o a sus ya viejos logros).
Se votó contra un gobierno que habla de derechos humanos mientras ofrece a Milani, propone «mano dura», aprueba una ley antiterrorista y exige privilegios para los propios, para todos los casos (aún frente a la dificultad banal de una multa).
Se votó contra un gobierno que se denomina la «izquierda posible» mientras pacta con Chevron (instantes después de haber gritado «YPF y la patria»), acuerda con el Ciadi (luego de haber dicho nunca), y se jacta de ser un «pagador serial» (luego de convencernos de que se llamaba desendeudamiento).
Se votó contra un gobierno que convirtió la palabra pública en mentiras, todo el tiempo, en todos los casos, desde hace años. Se votó contra un gobierno que quiere que normalicemos la presencia de funcionarios que hablan en el idioma de los violadores, funcionarios que ríen mientras ponen un arma sobre la mesa, funcionarios que justifican las políticas públicas que promueven con frases como «porque yo lo quiero.»
La elección fue una buena ocasión para reconocer que las ideologías gozan de buena salud, que cientos de miles han hecho tronar su escarmiento a través de un voto protesta que no fue arrojado al vacío ni necesitó convertirse, simplemente, en un voto-Clemente (o en alguna otra forma del voto anulado).
Muchos reconocieron, así, el valor de explorar salidas cuestionadoras, que no son conservadoras ni defensoras del statu quo. Desde el extremo norte del país hasta el extremo sur, emergieron entonces pequeñas alternativas desafiantes, creativas, diferentes; también rostros nuevos.
Todo esto en el contexto de un sistema electoral que es injusto con el votante, que no le da la ocasión de hablar todos los días, que lo relega a opinar una vez cada tantos años, que le impide establecer matices, que simplemente le imposibilita decir: «Éste sí, éste no; esta política sí, esta política no, y esta otra agréguenla por favor».
No: el sistema electoral relega al electorado al lenguaje de las piedras. Si concibiéramos la democracia de otro modo, si se la hiciera posible, no deberíamos estar peleándonos por interpretar qué dijo quién; no veríamos cada elección como un mensaje cifrado, que cada uno de nosotros, como un oráculo, termina interpretando de un modo distinto. .

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