Los últimos 20 años reflejaron la trascendencia del rol del tipo de cambio real para el andar de nuestra economía. No en cuanto a su errada concepción como una variable aislada, asimilada a pleno con la política cambiaria -que es central, pero no autosuficiente-, sino como pieza clave de la matriz macroeconómica.
Así, en los 90, la amalgama entre el dólar barato, el acento en el ahorro externo y la entrada de capitales del exterior (sobre todo, vía deuda), deparó una estrategia económica global que alentó la desintegración productiva y el megadesempleo. Por el contrario, el modelo posterior -que tradujo un quinquenio saliente de la historia económica-, con una matriz apoyada en el tipo de cambio competitivo -«dólar alto»-, en el ahorro interno y en el desendeudamiento, bregó por la integración productiva y por el empleo. Con el tiempo, esa matriz declinó, el dólar alto quedó atrás-, aunque persistieron diversas implicancias, cerrando de este modo una década de fuerte crecimiento. Ubicados en el presente en una transición, y aspirando como es lógico a otra década de crecimiento, se perfila a futuro la incógnita acerca del encuadre del tipo de cambio.
Probablemente, esta incógnita, combinando con el deterioro de los superávit externos -más tensionados ahora respecto de la expansión doméstica- y con cierto declive de las reservas del Banco Central (BCRA), dieron pie a los fuertes movimientos de portafolio dolarizantes acaecidos, los que, como se sabe, tienden a magnificar las ondas. Hubiera sido preferible salir rápidamente con una propuesta integral que, como capítulo vital, buscara despejar estructuralmente esa incógnita. De todos modos, no verificado esto, y dada una pulseada cambiaria, con temores de drenaje de reservas y de una depreciación anárquica del mercado, el gobierno, comprensiblemente, se lanzó a conjurarla.
Surgieron varios resortes. Alzas generalizadas de las tasas de interés, conjugadas con ventas masivas de dólares de futuro. Una adecuación de mecanismos que permite ampliar la oferta de divisas. Vigilancia en el mercado blue. Racionamiento de divisas por el lado de la demanda, afectando varios rubros: remisión de utilidades, compras de portafolio, determinados pagos, importaciones. También distiende cierta desaceleración industrial. Asimismo, el BCRA vino apelando a créditos otorgados por otros bancos «pares» para cubrir el stock de reservas.
A la postre, el drenaje de dólares, como deriva de la pulseada, se acotó y el BCRA volvió a comprar divisas. A la par, el dólar oficial quedó prácticamente clavado en su valor.
El dólar (casi) clavado, es tanto resultante como símbolo de la victoria oficial inmediata en la pulseada cambiaria. Ahora bien: ¿cuánto hay que engolosinarse en ello?. Porque, justamente, un dólar (real) más alto constituye un aporte estructural no trivial a la vital disponibilidad de divisas. Claro, recuérdese: no se trata de un resorte aislado, sino de una propuesta económica integral. ¡Y hasta opera un dato de recaudación fiscal!.
Un tema de calidad se suma a la de cantidad: un dólar abaratado, como se conoce, estorba en especial al sector manufacturero. El tratar de remontar esta cuesta indirectamente puede exigir extremar los mecanismos de decisión ad hoc, con el riesgo de molestias funcionales y de más reclamos de terceros. Asimismo, el esfuerzo de «sintonía fina» sectorial aludido por la Presidenta, podría estresarse. Añádase que en estas instancias, el dólar exportador se expone aun más al rezago (más el encarecimiento de las prefinanciaciones).
Por ende, lo mejor es no engolosinarse con el status quo. Al fin de cuentas, con el racionamiento -con sus vicisitudes funcionales- imponemos al BCRA, que de paso hace roll over de su deuda con otros bancos, como un comprador «privilegiado» de divisas, que en parte ponderable cubren los inexcusables pagos externos de deuda pública (los que, obviamente, acucian al stock). Se necesitaría, parece, un planteo más estructural.
Así, en los 90, la amalgama entre el dólar barato, el acento en el ahorro externo y la entrada de capitales del exterior (sobre todo, vía deuda), deparó una estrategia económica global que alentó la desintegración productiva y el megadesempleo. Por el contrario, el modelo posterior -que tradujo un quinquenio saliente de la historia económica-, con una matriz apoyada en el tipo de cambio competitivo -«dólar alto»-, en el ahorro interno y en el desendeudamiento, bregó por la integración productiva y por el empleo. Con el tiempo, esa matriz declinó, el dólar alto quedó atrás-, aunque persistieron diversas implicancias, cerrando de este modo una década de fuerte crecimiento. Ubicados en el presente en una transición, y aspirando como es lógico a otra década de crecimiento, se perfila a futuro la incógnita acerca del encuadre del tipo de cambio.
Probablemente, esta incógnita, combinando con el deterioro de los superávit externos -más tensionados ahora respecto de la expansión doméstica- y con cierto declive de las reservas del Banco Central (BCRA), dieron pie a los fuertes movimientos de portafolio dolarizantes acaecidos, los que, como se sabe, tienden a magnificar las ondas. Hubiera sido preferible salir rápidamente con una propuesta integral que, como capítulo vital, buscara despejar estructuralmente esa incógnita. De todos modos, no verificado esto, y dada una pulseada cambiaria, con temores de drenaje de reservas y de una depreciación anárquica del mercado, el gobierno, comprensiblemente, se lanzó a conjurarla.
Surgieron varios resortes. Alzas generalizadas de las tasas de interés, conjugadas con ventas masivas de dólares de futuro. Una adecuación de mecanismos que permite ampliar la oferta de divisas. Vigilancia en el mercado blue. Racionamiento de divisas por el lado de la demanda, afectando varios rubros: remisión de utilidades, compras de portafolio, determinados pagos, importaciones. También distiende cierta desaceleración industrial. Asimismo, el BCRA vino apelando a créditos otorgados por otros bancos «pares» para cubrir el stock de reservas.
A la postre, el drenaje de dólares, como deriva de la pulseada, se acotó y el BCRA volvió a comprar divisas. A la par, el dólar oficial quedó prácticamente clavado en su valor.
El dólar (casi) clavado, es tanto resultante como símbolo de la victoria oficial inmediata en la pulseada cambiaria. Ahora bien: ¿cuánto hay que engolosinarse en ello?. Porque, justamente, un dólar (real) más alto constituye un aporte estructural no trivial a la vital disponibilidad de divisas. Claro, recuérdese: no se trata de un resorte aislado, sino de una propuesta económica integral. ¡Y hasta opera un dato de recaudación fiscal!.
Un tema de calidad se suma a la de cantidad: un dólar abaratado, como se conoce, estorba en especial al sector manufacturero. El tratar de remontar esta cuesta indirectamente puede exigir extremar los mecanismos de decisión ad hoc, con el riesgo de molestias funcionales y de más reclamos de terceros. Asimismo, el esfuerzo de «sintonía fina» sectorial aludido por la Presidenta, podría estresarse. Añádase que en estas instancias, el dólar exportador se expone aun más al rezago (más el encarecimiento de las prefinanciaciones).
Por ende, lo mejor es no engolosinarse con el status quo. Al fin de cuentas, con el racionamiento -con sus vicisitudes funcionales- imponemos al BCRA, que de paso hace roll over de su deuda con otros bancos, como un comprador «privilegiado» de divisas, que en parte ponderable cubren los inexcusables pagos externos de deuda pública (los que, obviamente, acucian al stock). Se necesitaría, parece, un planteo más estructural.