Cristina Kirchner gobernó con cómodas mayorías en ambas cámaras. Dispuso en el Senado de mayoría propia, mientras que en Diputados contaba con una cuasi mayoría (la experiencia nacional e internacional indica que a todo efecto práctico se trata de una mayoría). Las críticas más superficiales a la emisión de decretos de necesidad y urgencia (DNU) por el actual gobierno prefieren ignorar esto: los presidentes escogen sus estrategias, si son competentes, en arreglo a los recursos institucionales con los que cuentan. Mayorías en las cámaras no son un dato en el panorama del actual gobierno y aunque esto puede no ser definitivo (el Presidente puede intentar configurar coaliciones en el futuro), los DNU son un instrumento a disposición. Y el Presidente lo usa. Así de simple.
¿Así de simple? La Constitución de 1853 estableció un sistema de frenos y contrapesos: los tres poderes son independientes, pero cada uno comparte con los otros funciones de gobierno. La Constitución actual, de 1994, no ha alterado este rasgo básico. Así, los presidentes no sólo «administran»; también intervienen en la formación de las leyes. Los DNU son un instituto constitucional; potencian enormemente las capacidades legisferantes de los presidentes. Pero el empleo de este tipo de decretos no necesariamente tiene lugar en el vacío institucional: puede darse como parte de un proceso densamente institucional. Está siendo el caso.
La redacción del artículo 99 de la Constitución de 1994 es una obra maestra de la ambigüedad y ha sido poco analizada. Dice en su inciso 3: «(…) El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo». Para agregar de inmediato: «Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes (…) podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia (…)».
Sin vueltas: los presidentes no pueden legislar, salvo cuando lo consideren necesario y urgente. Nuestra Constitución es schmittiana (o casi): el presidente es soberano porque está dotado de las facultades necesarias para decidir el estado de excepción (necesidad y urgencia). Si esto no nos gusta (a mí no me gusta), pensemos en reformar la Constitución, pero no seamos tan cándidos de confiar en que los presidentes no harán uso de esa poderosa herramienta institucional.
Regreso a tierra: equiparar la emisión de DNU de comienzos del actual gobierno con la activa vocación antirrepublicana de Cristina Kirchner me parece injusto y errado. Hasta donde se ha podido ver, Macri no intentará cargarse la Justicia, convertir a los gobernadores en agentes del Poder Ejecutivo o gobernar por encima de la ley. Cristina intentó todo eso y más.
El excepcionalismo schmittiano de nuestra Constitución tiene, sí, dispositivos institucionales que lo atemperan. El presidente no podrá emitir DNU en materia penal, tributaria, electoral o del régimen de partidos políticos (menos mal). Además, los DNU son examinados por la Comisión Bicameral Permanente, que emite un dictamen a consideración de ambas cámaras. Atempera bastante el excepcionalismo, pero no lo suficiente: con que una sola de las cámaras no se pronuncie en contra, el DNU mantiene su vigencia. En resumen, es un instrumento poderosísimo.
Pero conviene mirar los DNU desde otro ángulo. Su esencia no es tanto la «necesidad y urgencia» como el poder que confieren al presidente para alterar las preferencias de los legisladores. Alterar las preferencias de otros actores es algo delicado pero necesario y que forma parte del arte político. Muchos DNU comportan consecuencias inmediatas: los legisladores deben resolver tomando en cuenta ya no la situación anterior al decreto, sino la creada por el decreto mismo. Pero, más en general, la emisión de un DNU hace patente una fuerte disposición presidencial y altera (a favor del presidente) la mesa de negociaciones.
En suma, el artículo 99 dice lo que dice, pero podría leerse entre líneas de la siguiente manera: los presidentes no legislan, salvo que estimen necesario y urgente alterar las preferencias de los legisladores.
Las instituciones siempre ofrecen grados de libertad a los actores políticos. Arribamos así a un lugar conocido: el buen o mal uso de los DNU depende de la prudencia de los titulares del Ejecutivo.
Lo ideal sería que los presidentes sintieran ojeriza por los DNU y echaran mano de ellos cuando realmente entiendan que no les queda otro remedio, en casos verdaderamente excepcionales. Pero la tendencia, aquí y en otras partes (por ejemplo, Brasil) es otra: se convierten en un instrumento normal de gobierno. Cuando eso ocurre, los DNU son un instrumento más de una panoplia de recursos institucionales que regulan la interacción entre los actores políticos.
Lo que no tiene sentido es rasgarse las vestiduras, como si estuviéramos frente a un atropello a la República. No lo estamos. Nuevamente en tierra: el presidente ha enviado una señal; dice: mejor, negociar.
Doctor en ciencias políticas, investigador principal del Conicet
¿Así de simple? La Constitución de 1853 estableció un sistema de frenos y contrapesos: los tres poderes son independientes, pero cada uno comparte con los otros funciones de gobierno. La Constitución actual, de 1994, no ha alterado este rasgo básico. Así, los presidentes no sólo «administran»; también intervienen en la formación de las leyes. Los DNU son un instituto constitucional; potencian enormemente las capacidades legisferantes de los presidentes. Pero el empleo de este tipo de decretos no necesariamente tiene lugar en el vacío institucional: puede darse como parte de un proceso densamente institucional. Está siendo el caso.
La redacción del artículo 99 de la Constitución de 1994 es una obra maestra de la ambigüedad y ha sido poco analizada. Dice en su inciso 3: «(…) El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo». Para agregar de inmediato: «Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes (…) podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia (…)».
Sin vueltas: los presidentes no pueden legislar, salvo cuando lo consideren necesario y urgente. Nuestra Constitución es schmittiana (o casi): el presidente es soberano porque está dotado de las facultades necesarias para decidir el estado de excepción (necesidad y urgencia). Si esto no nos gusta (a mí no me gusta), pensemos en reformar la Constitución, pero no seamos tan cándidos de confiar en que los presidentes no harán uso de esa poderosa herramienta institucional.
Regreso a tierra: equiparar la emisión de DNU de comienzos del actual gobierno con la activa vocación antirrepublicana de Cristina Kirchner me parece injusto y errado. Hasta donde se ha podido ver, Macri no intentará cargarse la Justicia, convertir a los gobernadores en agentes del Poder Ejecutivo o gobernar por encima de la ley. Cristina intentó todo eso y más.
El excepcionalismo schmittiano de nuestra Constitución tiene, sí, dispositivos institucionales que lo atemperan. El presidente no podrá emitir DNU en materia penal, tributaria, electoral o del régimen de partidos políticos (menos mal). Además, los DNU son examinados por la Comisión Bicameral Permanente, que emite un dictamen a consideración de ambas cámaras. Atempera bastante el excepcionalismo, pero no lo suficiente: con que una sola de las cámaras no se pronuncie en contra, el DNU mantiene su vigencia. En resumen, es un instrumento poderosísimo.
Pero conviene mirar los DNU desde otro ángulo. Su esencia no es tanto la «necesidad y urgencia» como el poder que confieren al presidente para alterar las preferencias de los legisladores. Alterar las preferencias de otros actores es algo delicado pero necesario y que forma parte del arte político. Muchos DNU comportan consecuencias inmediatas: los legisladores deben resolver tomando en cuenta ya no la situación anterior al decreto, sino la creada por el decreto mismo. Pero, más en general, la emisión de un DNU hace patente una fuerte disposición presidencial y altera (a favor del presidente) la mesa de negociaciones.
En suma, el artículo 99 dice lo que dice, pero podría leerse entre líneas de la siguiente manera: los presidentes no legislan, salvo que estimen necesario y urgente alterar las preferencias de los legisladores.
Las instituciones siempre ofrecen grados de libertad a los actores políticos. Arribamos así a un lugar conocido: el buen o mal uso de los DNU depende de la prudencia de los titulares del Ejecutivo.
Lo ideal sería que los presidentes sintieran ojeriza por los DNU y echaran mano de ellos cuando realmente entiendan que no les queda otro remedio, en casos verdaderamente excepcionales. Pero la tendencia, aquí y en otras partes (por ejemplo, Brasil) es otra: se convierten en un instrumento normal de gobierno. Cuando eso ocurre, los DNU son un instrumento más de una panoplia de recursos institucionales que regulan la interacción entre los actores políticos.
Lo que no tiene sentido es rasgarse las vestiduras, como si estuviéramos frente a un atropello a la República. No lo estamos. Nuevamente en tierra: el presidente ha enviado una señal; dice: mejor, negociar.
Doctor en ciencias políticas, investigador principal del Conicet