Noticias de Halperin
Por Horacio González
Leyendo el último ejemplar de Noticias en torno de la opinión de Tulio Halperin Donghi sobre Manuel Belgrano, se impone en primer un lugar una reflexión sobre el sistema periodístico al que esta revista acude. Hay un brusco choque entre ese sistema de estridencias y sinopsis inmoderadas, y lo que conocemos del pensamiento de Halperin. El conjunto impresiona como una tosca banalización de la figura de Belgrano, no porque como toda figura del pasado está ofrecida inevitablemente al reexamen del presente, sino porque el artefacto periodístico que lo aprisiona resalta fracciones del texto del historiador con fatal disonancia y ni se preocupa por soterrar su pequeño propósito de vilipendio sobre las atmósferas vivas del presente.
Un simulacro intelectual se sucede entonces, pues el lenguaje de la revista, preso a las ideologías más gritonas del diseño y el procedimiento industrial sobre los ensayos más libres de la expresión, se sobrepone sobre lo que todo lector de historia conoce sobre las maneras de Halperin. Esto es, escritura que se piensa a sí misma, ironía que se devora con delicado canibalismo moral, gusto decadentista por la crítica al decadentismo, individuos presos a fuerzas que desconocen, temporalidad inasible como no sea por la cauta desesperación de la misma escritura.
Estas dos maneras de comportarse del idioma –la de la revista y la de Halperin–, chocan violentamente por el efecto que acostumbra a producir Noticias sobre todos los temas presuntamente “encumbrados” que trata. Se aparenta lo nobiliario del pensar aunque esconde cierto saqueo de la genuina materia cultural. Pero ese es el gran giro del periodismo contemporáneo, que la revista Noticias representa como pocas –con su mezcla de firmas intelectuales y coreografías arrolladas por el pillaje sensacionalista–, y que ahora se ha valido de lo que de más complejo posee la historiografía argentina, que es la figura de Halperin Donghi.
No hemos leído su libro sobre Belgrano, pero la glosa que hace Noticias y la breve entrevista a Halperin sugieren, en efecto, una polémica sobre esta figura tan curiosa y relevante del siglo XIX argentino, pero de ninguna manera permiten sacar las conclusiones que se anuncian en tapa: Belgrano como “egocéntrico, incompetente, etc.”. Si tuviéramos que calificar el periodismo contemporáneo y su proceder bribón, diríamos que hay que medir, no sabemos con qué índice matemático, la distancia de significados entre lo que dicen los títulos que impone un editor, y la humilde materia del texto que le sigue. Hay una ideología periodística del design que devasta la materia histórica con la incongruencia entre industria del texto y sentido de la escritura autónoma.
Halperin siempre se basó en una idea de Marx –lógicamente traducida a su propio idioma, heredado de Braudel, y como en un eco distante, pero menos conmovedor, del avinagramiento doliente de Martínez Estrada–, que es la idea de que los hombres hacen la historia, pero no en condiciones conocidas por ellos. Idea grandiosa que posibilita y a la vez obstaculiza escribir la historia. ¿Cómo no debería ser tan difícil juzgar a Belgrano, como a José Hernández o el sacerdote mexicano Fray Servando de Paula Mier, otros que fueron escudriñados por la lupa halperiniana?
La idea de “estilización” es un concepto fundamental de Halperin con el cual se refiere al conjunto de conocimientos que los propios protagonistas de un hecho o de una obra emplean luego para presentarla públicamente, a fin de modificarla para un uso histórico derivado y ventajoso. Se trata de una interpretación benevolente hacia los hechos crudos, y no aquello verdaderamente informulado que siempre preanuncia la historia sin conseguir nunca estabilizarla. Quizá Halperin hubiera querido siempre señalar ambas cosas. Su propia escritura contiene y a un tiempo desea escapar del drama de la estilización. Obliga a volver los ojos hacia el comienzo del parágrafo o la oración, a fin de recuperar sujetos o predicados, aspectos sintácticos y demás órdenes expositivos que se quiebran un tanto demoníacamente ante el lector, evaporando el sostén comprensivo. Y no de una manera que carezca de interés, pues esa sería la misma materia evasiva de la historia, que la que estamos hechos, y está hecho Belgrano, Halperin mismo y la propia revista Noticias (aunque no lo sepa).
Lo que lleva a comprender que todo en Halperin es una reflexión sobre si hay una vida moral efectiva, una realidad textual capaz de dar juicios veraces sobre la historia, frente a los hechos efectivamente ocurridos en un enredado ser fáctico. Desde su primer libro sobre Echeverría, en 1951, Halperin trata sólo de este problema: como comprender problemas desde el punto de vista de las percepciones de los “letrados e intelectuales” que señalan tensiones que las van a escribir del modo en que no podrán resolverlas. ¿Es diferente de lo que dice ahora de Belgrano?
El ensayismo moral de Halperin se recubre de protecciones documentales y académicas. Pero su escritura se riza para perseguir la forma sinuosa del tiempo. Es la historia de los hombres en su eterno combate contra el mito. Ese es su tema único e infatigable. Ambito privilegiado para observar cómo se mueve esta consideración sobre el mito, será su trabajo sobre la ya citada figura de fray Servando Teresa de Mier, el orador sacro del México colonial, que a causa del famoso sermón sobre el origen del culto de Guadalupe acaba en la mira de las autoridades coloniales. Para Halperin, Mier no es tanto un buscador de la verdad, en épocas reconocidamente convulsas y de trastocamiento del viejo orden, como un astuto guardián de su propia carrera eclesiástica, un cursus honorum que se ve golpeado por la escisión de los tiempos, en que las ideas republicanas dejan en la incerteza a los espíritus perspicaces. ¿Lo hizo mejor o peor Belgrano? El problema es el mismo: una historia sin historia, una épica sin épica. ¿Es justo? Pero lo que no es lo mismo, es que ahora hay una tapa de Noticias y el juicio del fino historiador quedó reducido a un aturdido tomatazo.
Halperin nunca explica con claridad cómo, en el padre Servando de Paula Mier, se produce el pasaje entre su implícita comprensión del resquebrajamiento del orden y su oscura decisión de dar una nueva versión del milagro de Guadalupe “que satisface mejor las ambiciones de una nacionalidad”. ¿No estamos aquí, sin duda, en el campo de las complejas mediaciones por las que una conciencia individual percibe la agonía de una situación? Entonces, no debería ser impropio aludir a la manera con la que el historiador emplea el concepto de agonía, tan frecuente en él. Remitido a la escena histórica, no deja de impregnarla con un sabor que parecería más apropiado en el ámbito de la conciencia individual. Siendo sólo así, se equivoca. En esa crispación espiritual, el cura Mier fracasaría en vincular su deseo de resistir al oscuro régimen colonial descompuesto, con una serena vocación hacia la verdad, que se le escaparía. Así lo entiende Halperin. ¿Y el pobre Belgrano? Lo mismo: es contemplado con una pócima similar. Los problemas de la historia agónica, que sólo conocerán historiadores como Halperin, él no los sabe; su conciencia, como a todos, no le alcanza.
Mientras la escritura de Halperin adquiere una alucinada temporalidad enredada y lóbrega, el hilo histórico que se sigue es el de una razón desmitologizada, anodina y recelosa. Esta contraposición lleva al otro tema crucial de Halperin, la ironía de la historia por la cual nunca se alcanzan los fines que son propuestos, y la historia sólo podrá aparecer como la larga agonía de frustraciones nunca conocidas antes por los hombres que, de saber la fortuna que les espera, no hubieran empeñado acción alguna. Así, toda acción quebrada no sólo es materia de la historia, sino la argamasa del pensar del historiador. He aquí pues la incesante máquina de mostrar que los hombres producen resultados contrarios a lo que esperan y se ven sumergidos en situaciones que surgen justamente por el hecho de haberse tomado la decisión de evitarlas.
También los pensamientos de los personajes que actúan en la incerteza de los tiempos, mantienen una inadecuación permanente entre sus expectativas y la verdad –para ellos inaprensible– del despliegue real de la historia. En los relatos de Halperin no es fácil determinar quién habla, si el historiador que le atribuye a los otros pensamientos que forman parte de un juego interpretativo, o si son los propios agentes de la historia que encuentran en el historiador un glosista veraz, pero ecuánime. Sabemos que aún en este último caso, él se reservará la voz final de una moraleja que hablará sobre lo desaconsejable de dejarse ganar por la fascinación de los mitos. Es evidente que en su Belgrano, Halperin pone en juego su tesis sobre el modo en que cada personaje histórico forja su propio mito agónico –sea “incompetente” o “fantasioso”–, y eso para él no es ninguna novedad, aunque lo sea para los intelectuales poco agónicos de Noticias.
¿Por qué Belgrano no iba a caer en las mordeduras de este sarcasmo del intelectual halperiniano, que hace de su competente disconformidad, una agonística que le es ingobernable para su propia conciencia? El problema es más de Halperin que del pobre Belgrano. Cualquiera que lea la interesante “Autobiografía” de Manuel Belgrano podrá ver allí menos “un destino que arrastra hacia lo desconocido”, que un relato aun regido por atractivos modos escriturales del siglo XVIII, donde el improvisado guerrero (él mismo lo dice) sabe declarar sus límites y deja testimonios un tanto ingenuos, pero paradójicamente de profunda actualidad. Claro: si nos decidiéramos a ser menos virulentos con él y con su tiempo específico, a diferencia del modo en que Halperin (o la revista Noticias) lo trata.
Esto es, como si fuera un político de actualidad en los que piensa Noticias y no un tipo de actualidad más interesante, a la altura de la verdadera ironía de la historia. En efecto, en su Autobiografía, Belgrano refiere el caso de un oficial de la expedición al Paraguay, que había sido ejecutado. Lo hacían personas “que no conocían y mataban al que peleaban por ellos”. Este acertijo que conoció Belgrano, ¿no sería entonces –para tomar un modismo expresivo de Halperin– el de la “entera historia”, el de toda historia conocida y el de todo conocimiento histórico?
Por Horacio González
Leyendo el último ejemplar de Noticias en torno de la opinión de Tulio Halperin Donghi sobre Manuel Belgrano, se impone en primer un lugar una reflexión sobre el sistema periodístico al que esta revista acude. Hay un brusco choque entre ese sistema de estridencias y sinopsis inmoderadas, y lo que conocemos del pensamiento de Halperin. El conjunto impresiona como una tosca banalización de la figura de Belgrano, no porque como toda figura del pasado está ofrecida inevitablemente al reexamen del presente, sino porque el artefacto periodístico que lo aprisiona resalta fracciones del texto del historiador con fatal disonancia y ni se preocupa por soterrar su pequeño propósito de vilipendio sobre las atmósferas vivas del presente.
Un simulacro intelectual se sucede entonces, pues el lenguaje de la revista, preso a las ideologías más gritonas del diseño y el procedimiento industrial sobre los ensayos más libres de la expresión, se sobrepone sobre lo que todo lector de historia conoce sobre las maneras de Halperin. Esto es, escritura que se piensa a sí misma, ironía que se devora con delicado canibalismo moral, gusto decadentista por la crítica al decadentismo, individuos presos a fuerzas que desconocen, temporalidad inasible como no sea por la cauta desesperación de la misma escritura.
Estas dos maneras de comportarse del idioma –la de la revista y la de Halperin–, chocan violentamente por el efecto que acostumbra a producir Noticias sobre todos los temas presuntamente “encumbrados” que trata. Se aparenta lo nobiliario del pensar aunque esconde cierto saqueo de la genuina materia cultural. Pero ese es el gran giro del periodismo contemporáneo, que la revista Noticias representa como pocas –con su mezcla de firmas intelectuales y coreografías arrolladas por el pillaje sensacionalista–, y que ahora se ha valido de lo que de más complejo posee la historiografía argentina, que es la figura de Halperin Donghi.
No hemos leído su libro sobre Belgrano, pero la glosa que hace Noticias y la breve entrevista a Halperin sugieren, en efecto, una polémica sobre esta figura tan curiosa y relevante del siglo XIX argentino, pero de ninguna manera permiten sacar las conclusiones que se anuncian en tapa: Belgrano como “egocéntrico, incompetente, etc.”. Si tuviéramos que calificar el periodismo contemporáneo y su proceder bribón, diríamos que hay que medir, no sabemos con qué índice matemático, la distancia de significados entre lo que dicen los títulos que impone un editor, y la humilde materia del texto que le sigue. Hay una ideología periodística del design que devasta la materia histórica con la incongruencia entre industria del texto y sentido de la escritura autónoma.
Halperin siempre se basó en una idea de Marx –lógicamente traducida a su propio idioma, heredado de Braudel, y como en un eco distante, pero menos conmovedor, del avinagramiento doliente de Martínez Estrada–, que es la idea de que los hombres hacen la historia, pero no en condiciones conocidas por ellos. Idea grandiosa que posibilita y a la vez obstaculiza escribir la historia. ¿Cómo no debería ser tan difícil juzgar a Belgrano, como a José Hernández o el sacerdote mexicano Fray Servando de Paula Mier, otros que fueron escudriñados por la lupa halperiniana?
La idea de “estilización” es un concepto fundamental de Halperin con el cual se refiere al conjunto de conocimientos que los propios protagonistas de un hecho o de una obra emplean luego para presentarla públicamente, a fin de modificarla para un uso histórico derivado y ventajoso. Se trata de una interpretación benevolente hacia los hechos crudos, y no aquello verdaderamente informulado que siempre preanuncia la historia sin conseguir nunca estabilizarla. Quizá Halperin hubiera querido siempre señalar ambas cosas. Su propia escritura contiene y a un tiempo desea escapar del drama de la estilización. Obliga a volver los ojos hacia el comienzo del parágrafo o la oración, a fin de recuperar sujetos o predicados, aspectos sintácticos y demás órdenes expositivos que se quiebran un tanto demoníacamente ante el lector, evaporando el sostén comprensivo. Y no de una manera que carezca de interés, pues esa sería la misma materia evasiva de la historia, que la que estamos hechos, y está hecho Belgrano, Halperin mismo y la propia revista Noticias (aunque no lo sepa).
Lo que lleva a comprender que todo en Halperin es una reflexión sobre si hay una vida moral efectiva, una realidad textual capaz de dar juicios veraces sobre la historia, frente a los hechos efectivamente ocurridos en un enredado ser fáctico. Desde su primer libro sobre Echeverría, en 1951, Halperin trata sólo de este problema: como comprender problemas desde el punto de vista de las percepciones de los “letrados e intelectuales” que señalan tensiones que las van a escribir del modo en que no podrán resolverlas. ¿Es diferente de lo que dice ahora de Belgrano?
El ensayismo moral de Halperin se recubre de protecciones documentales y académicas. Pero su escritura se riza para perseguir la forma sinuosa del tiempo. Es la historia de los hombres en su eterno combate contra el mito. Ese es su tema único e infatigable. Ambito privilegiado para observar cómo se mueve esta consideración sobre el mito, será su trabajo sobre la ya citada figura de fray Servando Teresa de Mier, el orador sacro del México colonial, que a causa del famoso sermón sobre el origen del culto de Guadalupe acaba en la mira de las autoridades coloniales. Para Halperin, Mier no es tanto un buscador de la verdad, en épocas reconocidamente convulsas y de trastocamiento del viejo orden, como un astuto guardián de su propia carrera eclesiástica, un cursus honorum que se ve golpeado por la escisión de los tiempos, en que las ideas republicanas dejan en la incerteza a los espíritus perspicaces. ¿Lo hizo mejor o peor Belgrano? El problema es el mismo: una historia sin historia, una épica sin épica. ¿Es justo? Pero lo que no es lo mismo, es que ahora hay una tapa de Noticias y el juicio del fino historiador quedó reducido a un aturdido tomatazo.
Halperin nunca explica con claridad cómo, en el padre Servando de Paula Mier, se produce el pasaje entre su implícita comprensión del resquebrajamiento del orden y su oscura decisión de dar una nueva versión del milagro de Guadalupe “que satisface mejor las ambiciones de una nacionalidad”. ¿No estamos aquí, sin duda, en el campo de las complejas mediaciones por las que una conciencia individual percibe la agonía de una situación? Entonces, no debería ser impropio aludir a la manera con la que el historiador emplea el concepto de agonía, tan frecuente en él. Remitido a la escena histórica, no deja de impregnarla con un sabor que parecería más apropiado en el ámbito de la conciencia individual. Siendo sólo así, se equivoca. En esa crispación espiritual, el cura Mier fracasaría en vincular su deseo de resistir al oscuro régimen colonial descompuesto, con una serena vocación hacia la verdad, que se le escaparía. Así lo entiende Halperin. ¿Y el pobre Belgrano? Lo mismo: es contemplado con una pócima similar. Los problemas de la historia agónica, que sólo conocerán historiadores como Halperin, él no los sabe; su conciencia, como a todos, no le alcanza.
Mientras la escritura de Halperin adquiere una alucinada temporalidad enredada y lóbrega, el hilo histórico que se sigue es el de una razón desmitologizada, anodina y recelosa. Esta contraposición lleva al otro tema crucial de Halperin, la ironía de la historia por la cual nunca se alcanzan los fines que son propuestos, y la historia sólo podrá aparecer como la larga agonía de frustraciones nunca conocidas antes por los hombres que, de saber la fortuna que les espera, no hubieran empeñado acción alguna. Así, toda acción quebrada no sólo es materia de la historia, sino la argamasa del pensar del historiador. He aquí pues la incesante máquina de mostrar que los hombres producen resultados contrarios a lo que esperan y se ven sumergidos en situaciones que surgen justamente por el hecho de haberse tomado la decisión de evitarlas.
También los pensamientos de los personajes que actúan en la incerteza de los tiempos, mantienen una inadecuación permanente entre sus expectativas y la verdad –para ellos inaprensible– del despliegue real de la historia. En los relatos de Halperin no es fácil determinar quién habla, si el historiador que le atribuye a los otros pensamientos que forman parte de un juego interpretativo, o si son los propios agentes de la historia que encuentran en el historiador un glosista veraz, pero ecuánime. Sabemos que aún en este último caso, él se reservará la voz final de una moraleja que hablará sobre lo desaconsejable de dejarse ganar por la fascinación de los mitos. Es evidente que en su Belgrano, Halperin pone en juego su tesis sobre el modo en que cada personaje histórico forja su propio mito agónico –sea “incompetente” o “fantasioso”–, y eso para él no es ninguna novedad, aunque lo sea para los intelectuales poco agónicos de Noticias.
¿Por qué Belgrano no iba a caer en las mordeduras de este sarcasmo del intelectual halperiniano, que hace de su competente disconformidad, una agonística que le es ingobernable para su propia conciencia? El problema es más de Halperin que del pobre Belgrano. Cualquiera que lea la interesante “Autobiografía” de Manuel Belgrano podrá ver allí menos “un destino que arrastra hacia lo desconocido”, que un relato aun regido por atractivos modos escriturales del siglo XVIII, donde el improvisado guerrero (él mismo lo dice) sabe declarar sus límites y deja testimonios un tanto ingenuos, pero paradójicamente de profunda actualidad. Claro: si nos decidiéramos a ser menos virulentos con él y con su tiempo específico, a diferencia del modo en que Halperin (o la revista Noticias) lo trata.
Esto es, como si fuera un político de actualidad en los que piensa Noticias y no un tipo de actualidad más interesante, a la altura de la verdadera ironía de la historia. En efecto, en su Autobiografía, Belgrano refiere el caso de un oficial de la expedición al Paraguay, que había sido ejecutado. Lo hacían personas “que no conocían y mataban al que peleaban por ellos”. Este acertijo que conoció Belgrano, ¿no sería entonces –para tomar un modismo expresivo de Halperin– el de la “entera historia”, el de toda historia conocida y el de todo conocimiento histórico?