En el discurso previo a la Navidad de 2005, dirigido a cardenales, obispos y arzobispos, Benedicto XVI dijo que el trabajo de un papa (y de la Iglesia católica como institución) es hacer una hermenéutica de la continuidad. Tarea difícil en un mundo en el que conviven múltiples modernidades, los papas desde el Concilio Vaticano II en adelante se abocaron a este trabajo, con dispares resultados. A cinco años del inicio de su papado, se puede pensar que una de las formas privilegiadas de Francisco de gestionar el vínculo entre Iglesia católica y la modernidad fue la de “tironear desde arriba” los límites discursivos y sociales de la institución eclesiástica apelando a “los de abajo”. Este mecanismo se verifica sobre todo en tres cuestiones: la posición ante quienes se orientan afectiva y sexualmente hacia personas de su mismo sexo, la posición ante los divorciados y vueltos a casar, y la posición ante el lugar de las mujeres en la Iglesia.
El mundo católico es, en todas partes, heterogéneo, múltiple y plural. Incluye jerarquías, especialistas religiosos, órdenes, congregaciones y movimientos, agrupamientos de laicos y de expertos, científicos, intelectuales y cuadros políticos. Incluye entidades parroquiales, sociales y políticas; hospitales, sindicatos, partidos, cientos de miles de escuelas, grupos de sociabilidad intensa. A millones de católicos y católicas que se relacionan con sus creencias, prácticas y santos de las maneras más diversas. Y, además, memorias y concepciones sobre el Estado, la política y la sociedad que atraviesan los imaginarios sociales e individuales. A fines de la década de 1970, el sociólogo francés Émile Poulat publicó un libro llamado Iglesia contra burguesía, cuya principal premisa es que no hay un solo tipo de catolicismo; por lo tanto no hay una sola Iglesia católica y eso que llamamos “la Iglesia católica” es el resultado de una serie de pujas entre los distintos catolicismos para definir los vínculos entre lo que está más allá del mundo en el vivimos y lo que está más acá.
En estas latitudes, la sociología de la religión trabajó y trabaja sobre los distintos catolicismos presentes en la Argentina reafirmando esta forma plural, heterogénea y múltiple que el catolicismo reviste. Sin ir más lejos, la primera Encuesta Nacional Sobre Creencias y Actitudes Religiosas, realizada por el Programa de Sociedad Cultura y Religión del Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (perteneciente al CONICET), realizada en 2008, arroja interesantes resultados en este sentido. Por ejemplo, el 69,1 por ciento de los católicos en la Argentina, ligeramente por encima de la población general (63,9), considera que el aborto debería estar permitido en algunas circunstancias. El 60,5 por ciento estima que se les debería permitir el sacerdocio a las mujeres mientras que el 79,3 por ciento considera que a los sacerdotes se les debería permitir formar una familia. El 80,8 por ciento piensa que las relaciones sexuales antes del matrimonio son una experiencia positiva.
Mucho se escribió ya sobre Francisco como un primer papa de la periferia, pero hay una cuestión más: Jorge Mario Bergoglio es, además, el primer papa moderno nacido y criado en una megalópolis diversa, policlasista y plebeya como es Buenos Aires. Desde este contexto, Bergoglio conoció profundamente esta diversidad del mundo católico y vivió de cerca la doble dinámica religiosa de, por un lado, ruptura del monopolio católico y pluralización del campo religioso y, por otro, individuación y desinstitucionalización de las creencias y prácticas religiosas. En este contexto se inscriben algunas claves del papado de Francisco. La redefinición de los límites institucionales apelando a “los de abajo” para reposicionar a la Iglesia como un actor en la discusión mundial es una de estas claves.
“¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”
“Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla? El Catecismo de la Iglesia católica explica esto de una manera muy hermosa; dice (…) ‘No se debe marginar a estas personas por eso, deben ser integradas en la sociedad’”, dijo Francisco en una entrevista que dio en el avión en el que viajaba desde Río de Janeiro a Roma después de las actividades de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud. La frase recorrió todos los medios del mundo que, inmediatamente, se entusiasmaron con la idea de un gran cambio en la jerarquía de la Iglesia católica respecto a los derechos de la población LGTBIQ.
Sin embargo, la idea de una “tendencia homosexual”, presente en la respuesta del Papa, como algo separado de los llamados “actos homosexuales”, no es nueva en el discurso de la máxima jerarquía eclesiástica. La distinción se remonta a 1992, cuando Juan Pablo II promovió el nuevo Catecismo de la Iglesia católica. Más tarde, Joseph Ratzinger (el papa Benedicto XVI) lideró una comisión de obispos encargada de redactarlo y, por lo tanto, tuvo un rol importante en la concreción del texto final. Este documento distingue entre los actos y las tendencias homosexuales, señalando que de acuerdo a la Biblia los primeros son “pecados graves”. A la vez, este Catecismo reconoce como antecedente a un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1986, que marcaba la misma distinción.
¿Cuál fue el cambio entonces en la postura del actual Papa? Ninguno, si se tiene en cuenta que reafirmó el discurso que la institución ha mantenido por, al menos, 30 años. Pero al enfatizar la calidad de “personas” de los y las LGTBIQ, esto resonó en la opinión pública como una ventana de expectativa. Quizás la clave para entender dicha expectativa no está en la Iglesia católica sino en el mundo en sí: un mundo en el que la homosexualidad está penada como un delito en varios lugares y es “tratada” en países occidentales por terapeutas, médicos y “científicos” con el objetivo de ser curada. Un mundo en el que las mujeres que mantienen relaciones sexuales entre ellas reciben violaciones “correctivas” por parte de los hombres de sus familias y su comunidad; un mundo en el cual más allá de las legislaciones, la población LGTBIQ es discriminada en el ámbito escolar, familiar, universitario y laboral en el que se desenvuelven. En un mundo con estas características violentamente excluyentes, el énfasis de un papa en la “delicadeza” y la “misericordia” ante estas personas es reivindicado como una novedad y un aporte.
“Andá a otra Iglesia y confesate que no hay ningún problema”
En la misma clave se puede leer la posición de Francisco ante la exclusión de las personas divorciadas y vueltas a casar de algunos sacramentos. A fines de abril del 2014, el lunes de Pascua, el Papa llamó a la casa de una familia de San Lorenzo, en Santa Fe, y pidió hablar con Jaquelina Lisbona. Ella le había mandado una carta a Francisco contándole que estaba afligida: el sacerdote de su parroquia no la dejaba comulgar porque su marido se había divorciado antes de contraer matrimonio civil con ella. Hablaron durante unos diez minutos en los que el Papa le dijo a Lisbona que fuera a confesarse a otra parroquia diferente de la habitual para evitar roces y poder comulgar en paz: “Andá a otra Iglesia y confesate, no hay ningún problema”, le dijo. El marido de Lisbona posteó la anécdota en su perfil de Facebook y esta rápidamente se viralizó y llegó a los medios masivos, los cuales, de cara a la asamblea del Sínodo que se llevaría a cabo ese año, empezaron a especular con la posibilidad de que la Iglesia modificara su postura doctrinal y pastoral en relación a las personas divorciadas.
Al día siguiente, el director de la oficina de prensa de la llamada Santa Sede, Federico Lombardi, publicó una declaración breve en la cual, sin negar la existencia de la conversación telefónica, se descartaba cualquier posibilidad de extender esta postura del Papa (sugerirle a Lisbona que fuera a comulgar “tranquila” a otra iglesia) a todos los católicos. Esta aparente ambigüedad (que en realidad es una respuesta pastoral) se reprodujo en los documentos sinodales, en los cuales se reconoce como una herramienta válida la forma de resolver el problema de los separados y divorciados para acceder a la comunión “a través de un sacerdote que condescienda a la petición de acceso a los sacramentos”, es decir, dándole al problema una solución “pastoral” que consiste, en el fondo, en una negociación entre lo que dice la doctrina y lo que ocurre en las prácticas concretas.
“La Iglesia es mujer”: otro tema sensible
En la actualidad, las mujeres producen y dispensan todo tipo de bienes, menos los bienes de salvación católica, los cuales siguen monopolizados por un grupo de varones célibes. Por ello, en varios países del mundo existen grupos de mujeres que demandan desde hace tiempo poder acceder al sacerdocio.
Desde que inició su papado, Francisco pronunció al menos cinco veces la frase “la Iglesia es mujer”. Al analizar sistemáticamente en qué momentos utiliza Francisco esta frase (“la Iglesia es mujer”), se observa que ha sido para responder a preguntas relativas al sacerdocio y el diaconado de las mujeres y, en otros casos, cuando llegan instancias en las que debe expresar alguna definición sobre el rol que las mujeres deberían tener en la Iglesia católica actual.
Al mismo tiempo, el Papa habló varias veces de la necesidad de generar “nuevas formas de participación” de las mujeres en la Iglesia, promover los avances en “una teología de la mujer”, avanzar en “un paradigma de reciprocidad” entre mujeres y varones, y promover políticas estatales que no dejen a las madres solteras en el desamparo y la precariedad.
De este modo, se vislumbra una tendencia clara a rechazar la demanda (que existe con mucha fuerza en los Estados Unidos y Canadá) de grupos de mujeres y de algunos sacerdotes y obispos asociados a estos polos, de que las mujeres puedan acceder al sacerdocio. Pero, al mismo tiempo, la frase se utiliza para incentivar la participación de las mujeres en la Iglesia desde otros espacios no definidos con demasiada claridad y a la vez visibilizar las necesidades de las mujeres que deben afrontar las problemáticas de la maternidad cada vez con menos recursos.
En suma, en los tres casos, Francisco apeló al recurso de visibilizar un problema apelando a quienes lo padecen (“los de abajo”) para tironear los límites de la institución (“desde arriba”). Esta parece haber sido una de las claves de su hermenéutica de la continuidad en estos cinco años de papado.
Sol Prieto es Doctora en Ciencias Sociales (UBA), becaria posdoctoral (CEIL-CONICET).
El mundo católico es, en todas partes, heterogéneo, múltiple y plural. Incluye jerarquías, especialistas religiosos, órdenes, congregaciones y movimientos, agrupamientos de laicos y de expertos, científicos, intelectuales y cuadros políticos. Incluye entidades parroquiales, sociales y políticas; hospitales, sindicatos, partidos, cientos de miles de escuelas, grupos de sociabilidad intensa. A millones de católicos y católicas que se relacionan con sus creencias, prácticas y santos de las maneras más diversas. Y, además, memorias y concepciones sobre el Estado, la política y la sociedad que atraviesan los imaginarios sociales e individuales. A fines de la década de 1970, el sociólogo francés Émile Poulat publicó un libro llamado Iglesia contra burguesía, cuya principal premisa es que no hay un solo tipo de catolicismo; por lo tanto no hay una sola Iglesia católica y eso que llamamos “la Iglesia católica” es el resultado de una serie de pujas entre los distintos catolicismos para definir los vínculos entre lo que está más allá del mundo en el vivimos y lo que está más acá.
En estas latitudes, la sociología de la religión trabajó y trabaja sobre los distintos catolicismos presentes en la Argentina reafirmando esta forma plural, heterogénea y múltiple que el catolicismo reviste. Sin ir más lejos, la primera Encuesta Nacional Sobre Creencias y Actitudes Religiosas, realizada por el Programa de Sociedad Cultura y Religión del Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (perteneciente al CONICET), realizada en 2008, arroja interesantes resultados en este sentido. Por ejemplo, el 69,1 por ciento de los católicos en la Argentina, ligeramente por encima de la población general (63,9), considera que el aborto debería estar permitido en algunas circunstancias. El 60,5 por ciento estima que se les debería permitir el sacerdocio a las mujeres mientras que el 79,3 por ciento considera que a los sacerdotes se les debería permitir formar una familia. El 80,8 por ciento piensa que las relaciones sexuales antes del matrimonio son una experiencia positiva.
Mucho se escribió ya sobre Francisco como un primer papa de la periferia, pero hay una cuestión más: Jorge Mario Bergoglio es, además, el primer papa moderno nacido y criado en una megalópolis diversa, policlasista y plebeya como es Buenos Aires. Desde este contexto, Bergoglio conoció profundamente esta diversidad del mundo católico y vivió de cerca la doble dinámica religiosa de, por un lado, ruptura del monopolio católico y pluralización del campo religioso y, por otro, individuación y desinstitucionalización de las creencias y prácticas religiosas. En este contexto se inscriben algunas claves del papado de Francisco. La redefinición de los límites institucionales apelando a “los de abajo” para reposicionar a la Iglesia como un actor en la discusión mundial es una de estas claves.
“¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”
“Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla? El Catecismo de la Iglesia católica explica esto de una manera muy hermosa; dice (…) ‘No se debe marginar a estas personas por eso, deben ser integradas en la sociedad’”, dijo Francisco en una entrevista que dio en el avión en el que viajaba desde Río de Janeiro a Roma después de las actividades de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud. La frase recorrió todos los medios del mundo que, inmediatamente, se entusiasmaron con la idea de un gran cambio en la jerarquía de la Iglesia católica respecto a los derechos de la población LGTBIQ.
Sin embargo, la idea de una “tendencia homosexual”, presente en la respuesta del Papa, como algo separado de los llamados “actos homosexuales”, no es nueva en el discurso de la máxima jerarquía eclesiástica. La distinción se remonta a 1992, cuando Juan Pablo II promovió el nuevo Catecismo de la Iglesia católica. Más tarde, Joseph Ratzinger (el papa Benedicto XVI) lideró una comisión de obispos encargada de redactarlo y, por lo tanto, tuvo un rol importante en la concreción del texto final. Este documento distingue entre los actos y las tendencias homosexuales, señalando que de acuerdo a la Biblia los primeros son “pecados graves”. A la vez, este Catecismo reconoce como antecedente a un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1986, que marcaba la misma distinción.
¿Cuál fue el cambio entonces en la postura del actual Papa? Ninguno, si se tiene en cuenta que reafirmó el discurso que la institución ha mantenido por, al menos, 30 años. Pero al enfatizar la calidad de “personas” de los y las LGTBIQ, esto resonó en la opinión pública como una ventana de expectativa. Quizás la clave para entender dicha expectativa no está en la Iglesia católica sino en el mundo en sí: un mundo en el que la homosexualidad está penada como un delito en varios lugares y es “tratada” en países occidentales por terapeutas, médicos y “científicos” con el objetivo de ser curada. Un mundo en el que las mujeres que mantienen relaciones sexuales entre ellas reciben violaciones “correctivas” por parte de los hombres de sus familias y su comunidad; un mundo en el cual más allá de las legislaciones, la población LGTBIQ es discriminada en el ámbito escolar, familiar, universitario y laboral en el que se desenvuelven. En un mundo con estas características violentamente excluyentes, el énfasis de un papa en la “delicadeza” y la “misericordia” ante estas personas es reivindicado como una novedad y un aporte.
“Andá a otra Iglesia y confesate que no hay ningún problema”
En la misma clave se puede leer la posición de Francisco ante la exclusión de las personas divorciadas y vueltas a casar de algunos sacramentos. A fines de abril del 2014, el lunes de Pascua, el Papa llamó a la casa de una familia de San Lorenzo, en Santa Fe, y pidió hablar con Jaquelina Lisbona. Ella le había mandado una carta a Francisco contándole que estaba afligida: el sacerdote de su parroquia no la dejaba comulgar porque su marido se había divorciado antes de contraer matrimonio civil con ella. Hablaron durante unos diez minutos en los que el Papa le dijo a Lisbona que fuera a confesarse a otra parroquia diferente de la habitual para evitar roces y poder comulgar en paz: “Andá a otra Iglesia y confesate, no hay ningún problema”, le dijo. El marido de Lisbona posteó la anécdota en su perfil de Facebook y esta rápidamente se viralizó y llegó a los medios masivos, los cuales, de cara a la asamblea del Sínodo que se llevaría a cabo ese año, empezaron a especular con la posibilidad de que la Iglesia modificara su postura doctrinal y pastoral en relación a las personas divorciadas.
Al día siguiente, el director de la oficina de prensa de la llamada Santa Sede, Federico Lombardi, publicó una declaración breve en la cual, sin negar la existencia de la conversación telefónica, se descartaba cualquier posibilidad de extender esta postura del Papa (sugerirle a Lisbona que fuera a comulgar “tranquila” a otra iglesia) a todos los católicos. Esta aparente ambigüedad (que en realidad es una respuesta pastoral) se reprodujo en los documentos sinodales, en los cuales se reconoce como una herramienta válida la forma de resolver el problema de los separados y divorciados para acceder a la comunión “a través de un sacerdote que condescienda a la petición de acceso a los sacramentos”, es decir, dándole al problema una solución “pastoral” que consiste, en el fondo, en una negociación entre lo que dice la doctrina y lo que ocurre en las prácticas concretas.
“La Iglesia es mujer”: otro tema sensible
En la actualidad, las mujeres producen y dispensan todo tipo de bienes, menos los bienes de salvación católica, los cuales siguen monopolizados por un grupo de varones célibes. Por ello, en varios países del mundo existen grupos de mujeres que demandan desde hace tiempo poder acceder al sacerdocio.
Desde que inició su papado, Francisco pronunció al menos cinco veces la frase “la Iglesia es mujer”. Al analizar sistemáticamente en qué momentos utiliza Francisco esta frase (“la Iglesia es mujer”), se observa que ha sido para responder a preguntas relativas al sacerdocio y el diaconado de las mujeres y, en otros casos, cuando llegan instancias en las que debe expresar alguna definición sobre el rol que las mujeres deberían tener en la Iglesia católica actual.
Al mismo tiempo, el Papa habló varias veces de la necesidad de generar “nuevas formas de participación” de las mujeres en la Iglesia, promover los avances en “una teología de la mujer”, avanzar en “un paradigma de reciprocidad” entre mujeres y varones, y promover políticas estatales que no dejen a las madres solteras en el desamparo y la precariedad.
De este modo, se vislumbra una tendencia clara a rechazar la demanda (que existe con mucha fuerza en los Estados Unidos y Canadá) de grupos de mujeres y de algunos sacerdotes y obispos asociados a estos polos, de que las mujeres puedan acceder al sacerdocio. Pero, al mismo tiempo, la frase se utiliza para incentivar la participación de las mujeres en la Iglesia desde otros espacios no definidos con demasiada claridad y a la vez visibilizar las necesidades de las mujeres que deben afrontar las problemáticas de la maternidad cada vez con menos recursos.
En suma, en los tres casos, Francisco apeló al recurso de visibilizar un problema apelando a quienes lo padecen (“los de abajo”) para tironear los límites de la institución (“desde arriba”). Esta parece haber sido una de las claves de su hermenéutica de la continuidad en estos cinco años de papado.
Sol Prieto es Doctora en Ciencias Sociales (UBA), becaria posdoctoral (CEIL-CONICET).