Juan Luis Cebrián. / Ximena Garrigues y Sergio Moya
En el recuento de las muchas cosas que no había en España el día que nació EL PAÍS y de las que ahora disfrutamos ampliamente, destaca como es obvio la libertad. Quienes han criticado el proceso de la Transición política como un engaño o un invento en primordial beneficio de la casta dirigente, o son víctimas de su ignorancia, siempre atrevida, o manipuladores de la verdad histórica. La Transición significó una devolución de su libertad y soberanía a los españoles y la reconciliación de la ciudadanía, dividida y enfrentada durante cuarenta años de Guerra Civil. Ese fue su mérito, y su triunfo también.
Sobre la libertad reposa la construcción de toda democracia. Es un bien siempre escaso, siempre amenazado, cuyo disfrute reclama una vigilancia constante y una defensa rompedora de prudencias y convencionalismos. A veces pareciera como si las nuevas generaciones, crecidas y educadas en el seno de nuestro actual sistema político, no fueran suficientemente conscientes de este hecho, acostumbradas como están a nacer y vivir libres, pese a todas las cortapisas, limitaciones y miserias evidentes. Estas no hacen sino recordarnos que no existe bien absoluto en la Tierra, por lo que es preciso valorar los que tenemos y luchar por acrecentarlos.
Fue la defensa de la libertad individual, la avidez por construir una democracia homologable con las de nuestro entorno geopolítico, y la convicción de que los españoles eran capaces de reconstruir su convivencia en paz tras décadas de dictadura, lo que movió a unos pocos centenares de ciudadanos, convocados por José Ortega Spottorno, a arriesgar patrimonio y prestigio intelectual en la fundación de este periódico. La construcción del mismo y sus primeros años de singladura me fueron encomendados cuando contaba solo treinta y un años, por decisión de Jesús Polanco. Yo apenas le conocía. Desde entonces ni un solo día de mi vida he dejado de estrechar el vínculo con nuestro periódico y de velar, en la medida de mis fuerzas, por el mantenimiento y la coherencia de su línea editorial y su calidad profesional con los valores que nos inspiran hace ya cuatro décadas.
La Transición significó
una devolución de su libertad
y soberanía a los españoles
Una democracia sólida se basa entre otras cosas, y muy fundamentalmente, en la creación de una opinión pública plural e independiente, capaz de contradecir y aun de confrontar al poder, no solo el de los Gobiernos, sino también el de otros muchos poderes que operan legítimamente o no en la sociedad. Siempre hemos creído que la libre información es un bien público a proteger no solo por las leyes, sino también por un ejercicio profesional riguroso y solvente, capaz de desafiar el innumerable cúmulo de presiones que se cierne sobre ella.
Decidimos que EL PAÍS luciera, en su primera página, desde el primer día de su existencia, el lema de “diario independiente”. Éramos de los muy pocos que en aquella época podían bautizar su cabecera con semejante apellido sin sonrojarse. El paso del tiempo y el desarrollo de nuestro sistema democrático estimularon luego la creación de muchos otros órganos merecedores de igual nombre, mientras que la llegada de las nuevas tecnologías propició un cambio sustancial, todavía apenas incoado hoy, en los medios de comunicación y en los procesos de formación de la opinión pública. Desde temprano comprendimos que las oportunidades que brindaba Internet eran muy superiores a las amenazas que comportaba, pese a la gravedad de estas. Nos pusimos a la tarea de construir un periódico global, orientado a la comunidad hispanoparlante de todo el mundo, a la que también sumamos desde hace unos años, por razones de complicidad cultural, geográfica y sentimental, los cientos de millones de personas que hablan portugués.
Una democracia sólida se basa
en la creación de una opinión pública
plural e independiente
Demasiadas veces he insistido en el hecho de que la sociedad digital representa un cambio de civilización revolucionario, de consecuencias mayores aún que las inducidas por la invención de la imprenta. Dicha revolución afecta entre otras cosas al funcionamiento de la democracia representativa, el comportamiento de la economía mundial y la pervivencia del Estado nación tal y como lo entendemos desde hace más de doscientos años. Los medios de comunicación en general, y la prensa en particular, forman parte de la estructura de ese sistema que hoy se siente amenazado y que algunos pretenden sustituir por ensoñaciones utópicas, basadas demasiadas veces en ideologías fracasadas. Sus voces encuentran, no obstante, justificado eco en las clases medias acosadas por los efectos de la crisis y los jóvenes, y no tan jóvenes, preocupados por su futuro personal. La existencia misma de los periódicos, tal y como los conocíamos, está en entredicho y a la necesidad del cambio se suma la resistencia a él por parte de quienes advierten que también se puede cambiar a peor. Olvidan quizás que lo peor de todo, sin embargo, es no cambiar.
Cuatro décadas después de su nacimiento, EL PAÍS, en plena madurez, se ha incorporado con todas las consecuencias a la vanguardia de esa revolución. Como cualquier otra de la historia, esta es también sangrienta y todos los periódicos del mundo hemos tenido y tendremos que llorar por nuestras víctimas. Pero existen evidencias suficientes para asegurar con rotundidad que los sacrificios no serán en vano. Alguna vez he dicho que sea cual sea el futuro del periodismo, le aguarda un porvenir brillante gracias a las nuevas tecnologías: eliminan barreras de entrada a nuevos competidores, potencian el pluralismo y multiplican por millones los usuarios a los que uno se dirige. Para un diario como este se trata de una oportunidad como no hubiéramos podido soñar hace cuarenta años.
La existencia misma de los periódicos,
tal y como los conocíamos, está en entredicho
Cualquier periódico que se precie responde siempre a un empeño colectivo. Mi felicitación y mi agradecimiento por ello a cuantos han hecho posible el camino hasta aquí, y de manera muy especial a nuestros lectores. Ellos son los auténticos y únicos depositarios del derecho a la libertad de expresión, por la que seguiremos luchando con mayor énfasis si cabe que el de antaño. Pues los valores que fundamentan nuestro éxito en el futuro no son ni pueden ser diferentes que aquellos sobre los que labramos, contra toda dificultad, esta historia de éxito
En el recuento de las muchas cosas que no había en España el día que nació EL PAÍS y de las que ahora disfrutamos ampliamente, destaca como es obvio la libertad. Quienes han criticado el proceso de la Transición política como un engaño o un invento en primordial beneficio de la casta dirigente, o son víctimas de su ignorancia, siempre atrevida, o manipuladores de la verdad histórica. La Transición significó una devolución de su libertad y soberanía a los españoles y la reconciliación de la ciudadanía, dividida y enfrentada durante cuarenta años de Guerra Civil. Ese fue su mérito, y su triunfo también.
Sobre la libertad reposa la construcción de toda democracia. Es un bien siempre escaso, siempre amenazado, cuyo disfrute reclama una vigilancia constante y una defensa rompedora de prudencias y convencionalismos. A veces pareciera como si las nuevas generaciones, crecidas y educadas en el seno de nuestro actual sistema político, no fueran suficientemente conscientes de este hecho, acostumbradas como están a nacer y vivir libres, pese a todas las cortapisas, limitaciones y miserias evidentes. Estas no hacen sino recordarnos que no existe bien absoluto en la Tierra, por lo que es preciso valorar los que tenemos y luchar por acrecentarlos.
Fue la defensa de la libertad individual, la avidez por construir una democracia homologable con las de nuestro entorno geopolítico, y la convicción de que los españoles eran capaces de reconstruir su convivencia en paz tras décadas de dictadura, lo que movió a unos pocos centenares de ciudadanos, convocados por José Ortega Spottorno, a arriesgar patrimonio y prestigio intelectual en la fundación de este periódico. La construcción del mismo y sus primeros años de singladura me fueron encomendados cuando contaba solo treinta y un años, por decisión de Jesús Polanco. Yo apenas le conocía. Desde entonces ni un solo día de mi vida he dejado de estrechar el vínculo con nuestro periódico y de velar, en la medida de mis fuerzas, por el mantenimiento y la coherencia de su línea editorial y su calidad profesional con los valores que nos inspiran hace ya cuatro décadas.
La Transición significó
una devolución de su libertad
y soberanía a los españoles
Una democracia sólida se basa entre otras cosas, y muy fundamentalmente, en la creación de una opinión pública plural e independiente, capaz de contradecir y aun de confrontar al poder, no solo el de los Gobiernos, sino también el de otros muchos poderes que operan legítimamente o no en la sociedad. Siempre hemos creído que la libre información es un bien público a proteger no solo por las leyes, sino también por un ejercicio profesional riguroso y solvente, capaz de desafiar el innumerable cúmulo de presiones que se cierne sobre ella.
Decidimos que EL PAÍS luciera, en su primera página, desde el primer día de su existencia, el lema de “diario independiente”. Éramos de los muy pocos que en aquella época podían bautizar su cabecera con semejante apellido sin sonrojarse. El paso del tiempo y el desarrollo de nuestro sistema democrático estimularon luego la creación de muchos otros órganos merecedores de igual nombre, mientras que la llegada de las nuevas tecnologías propició un cambio sustancial, todavía apenas incoado hoy, en los medios de comunicación y en los procesos de formación de la opinión pública. Desde temprano comprendimos que las oportunidades que brindaba Internet eran muy superiores a las amenazas que comportaba, pese a la gravedad de estas. Nos pusimos a la tarea de construir un periódico global, orientado a la comunidad hispanoparlante de todo el mundo, a la que también sumamos desde hace unos años, por razones de complicidad cultural, geográfica y sentimental, los cientos de millones de personas que hablan portugués.
Una democracia sólida se basa
en la creación de una opinión pública
plural e independiente
Demasiadas veces he insistido en el hecho de que la sociedad digital representa un cambio de civilización revolucionario, de consecuencias mayores aún que las inducidas por la invención de la imprenta. Dicha revolución afecta entre otras cosas al funcionamiento de la democracia representativa, el comportamiento de la economía mundial y la pervivencia del Estado nación tal y como lo entendemos desde hace más de doscientos años. Los medios de comunicación en general, y la prensa en particular, forman parte de la estructura de ese sistema que hoy se siente amenazado y que algunos pretenden sustituir por ensoñaciones utópicas, basadas demasiadas veces en ideologías fracasadas. Sus voces encuentran, no obstante, justificado eco en las clases medias acosadas por los efectos de la crisis y los jóvenes, y no tan jóvenes, preocupados por su futuro personal. La existencia misma de los periódicos, tal y como los conocíamos, está en entredicho y a la necesidad del cambio se suma la resistencia a él por parte de quienes advierten que también se puede cambiar a peor. Olvidan quizás que lo peor de todo, sin embargo, es no cambiar.
Cuatro décadas después de su nacimiento, EL PAÍS, en plena madurez, se ha incorporado con todas las consecuencias a la vanguardia de esa revolución. Como cualquier otra de la historia, esta es también sangrienta y todos los periódicos del mundo hemos tenido y tendremos que llorar por nuestras víctimas. Pero existen evidencias suficientes para asegurar con rotundidad que los sacrificios no serán en vano. Alguna vez he dicho que sea cual sea el futuro del periodismo, le aguarda un porvenir brillante gracias a las nuevas tecnologías: eliminan barreras de entrada a nuevos competidores, potencian el pluralismo y multiplican por millones los usuarios a los que uno se dirige. Para un diario como este se trata de una oportunidad como no hubiéramos podido soñar hace cuarenta años.
La existencia misma de los periódicos,
tal y como los conocíamos, está en entredicho
Cualquier periódico que se precie responde siempre a un empeño colectivo. Mi felicitación y mi agradecimiento por ello a cuantos han hecho posible el camino hasta aquí, y de manera muy especial a nuestros lectores. Ellos son los auténticos y únicos depositarios del derecho a la libertad de expresión, por la que seguiremos luchando con mayor énfasis si cabe que el de antaño. Pues los valores que fundamentan nuestro éxito en el futuro no son ni pueden ser diferentes que aquellos sobre los que labramos, contra toda dificultad, esta historia de éxito