La suba del precio del dólar es sólo la superficie de un gran volumen de problemas económicos originados en políticas oficiales más que en coyunturas externas. Se destaca la inflación como causa principal de muchos de ellos y el ocultarla -hecho inédito en su magnitud en la historia mundial contemporánea- agrava las cosas porque bloquea la búsqueda de soluciones. La intención oficial de reducir los salarios reales sugiriendo una pauta del 18% para las paritarias no ha sido exitosa. Desde hace tiempo se ha logrado estabilizar la inflación en un 23/25%, al costo de atrasar el tipo de cambio y las tarifas públicas. Ahora hay riesgo de aceleración tanto por la magnitud de las brechas entre dólares como por la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, salvo que se usen las nuevas facultades con gran prudencia. Desalienta en tal sentido que el Banco no esté publicando sus balances con la periodicidad habitual. El tipo de cambio no muestra un atraso generalizado, pero sí preocupa su fuerte tendencia de apreciación mientras aumenta el número de sectores productivos -incluidas varias agroindustrias- con problemas para competir en la exportación o con los productos importados. A esto se ha agregado una significativa devaluación del real -25% en pocos meses- con impactos negativos para el balance comercial con Brasil y la actividad económica en la Argentina. Las políticas implementadas de controles de cambios y de importaciones ya están perjudicando a la economía y, pese a su teórica función de mejorar el saldo neto de divisas, dificultan las exportaciones por falta de insumos o por las sanciones de otros países. El déficit fiscal sigue en aumento, presionado por ingresos menos florecientes, una insólita aceleración del gasto público en el primer trimestre del año y la interrupción del programa de recorte de subsidios. El problema no se limita a la Nación, ya que cada vez son más las provincias y los municipios con déficit y moras en los pagos.
Pese a tener uno de los niveles más bajos de endeudamiento público -un valioso logro de las gestiones de los Kirchner- ocurre exactamente lo opuesto con nuestro «riesgo país», al superar al de Venezuela y ser ya el más alto de América latina. Buscando las causas de tal contradicción y guiándose por este hilo de Ariadna, el Gobierno podría encontrar la salida del laberinto en el que innecesariamente se ha metido. No lo hace porque mira este indicador con desdén, como algo sólo relevante para los financistas y sin vinculación alguna con la economía real. La verdad es que su influencia negativa sobre la inversión se debe generalmente a que ese riesgo no mide sólo el costo de endeudarse, sino también la confianza propia y ajena en el país, en su futuro. Ya había dicho Keynes que la importancia del estado de la confianza se debía a su influencia decisiva como determinante de la inversión. Por eso sorprende que, incluso invocando al mismo autor, se afirme desde el Gobierno que el clima de negocios es una entelequia carente de contenido. En vena parecida también se minimizan las represalias que nuestro país ya está recibiendo, tanto por su política comercial como por el modo de realizar la expropiación de YPF, no acorde con nuestras leyes. No es sorprendente, en fin, que este frondoso catálogo de problemas contribuya a la clara desaceleración de la economía, con signos de recesión en algunos sectores.
La contundencia de estos hechos no impide lecturas muy diversas cuya comprensión es relevante porque ellas guían las respuestas de los actores políticos y sociales. Tal como lo han hecho muchos gobiernos en el pasado, aquí y afuera, la lectura oficial preferida es desviar la atención desde el mensaje hacia el mensajero, al que se considera vocero de corporaciones o intereses oscuros y de formar parte de minorías que buscan enfrentamientos capaces de conducir al desastre total. Es verdad que tales personajes existen, pero son minoritarios y están lejos de agotar la vasta gama de lecturas existentes. En espejo de ellos aparecen los oficialistas que defienden a rajatabla un statu quo al que juzgan perfecto y que son casi siempre portadores de las mismas actitudes divisivas que se imputan al primer grupo. Son también numerosos los opositores que leen preocupados lo que está ocurriendo, no quieren catástrofes ni responden a corporaciones o intereses oscuros y sí desean que el Gobierno reconozca los problemas y se ponga a resolverlos. Está, por fin, una enorme mayoría, silenciosa respecto de estos temas, concentrada en su vida cotidiana y que, por incluir a muchos de los más pobres, es la que más fervientemente desea y necesita que la economía no se desbarranque.
Una segunda y frecuente lectura oficial es culpar de todo lo que ocurre «al mundo», preferentemente a los países desarrollados aun imaginando que ellos conspiran contra la Argentina. También aquí hay lecturas sesgadas. Unos ven el precio de la soja como casi único factor de la bonanza de una década. Su gran influencia está fuera de toda duda, pero debería ponderarse con otros hechos que han acompañado las presidencias de Cristina Kirchner, a saber, la crisis global sin precedente desde la Gran Depresión y las dos sequías más graves en muchas décadas que están contribuyendo ahora mismo a la desaceleración de la economía. Pero no son «culpa» del clima ni del mundo la inflación, su ocultamiento, el déficit fiscal, el altísimo riesgo país pese a la baja deuda, los peligros de la nueva Carta Orgánica del BCRA, las pérdidas de competitividad que limitan la oferta de divisas o los perjuicios que ya crean los improvisados controles de cambios y de importaciones.
Ante un panorama tan complejo el Gobierno debería al menos preguntarse si no tendrán algo de razón tantos críticos de buena fe y si la confianza no estará limitando la inversión, tan crucial hoy para mejorar el desempeño de la economía en su conjunto y en sectores tales como la energía, la infraestructura de transportes o la industria manufacturera. No hacerlo implica de hecho dar prioridad a la ideología por sobre la realidad y las necesidades de la mayoría, sobre todo las de los más pobres. Es mucho lo que está en riesgo. Por ejemplo, los casi diez años sin crisis económicas serias transcurridos desde 2003, algo inédito desde hace casi cuarenta años. Ello permitió que el producto por habitante de la Argentina dejara de rezagarse respecto del mundo en los últimos veinte años. Tentar a una nueva crisis significaría tirar también este logro por la borda, cuando en verdad sería posible lograr lo opuesto, es decir, que el ingreso de los argentinos empezara a converger al de los países más ricos. Este ambicioso objetivo sólo podría conseguirse, es verdad, con políticas bastante diferentes de las que hoy rigen, capaces de resolver los problemas enumerados. Pero aun con cambios más limitados y aceptables para el Gobierno podrían reducirse los riesgos de otra crisis. Por ejemplo, recuperando el crédito público, desdoblando explícitamente el mercado de cambios y dejando flotar al dólar financiero -como se argumenta desde «La ciencia maldita», blog de este diario- con el acompañamiento de mejores políticas fiscales y monetarias. Urge dejar de lado o poner en su lugar los juegos mediáticos y la semántica de los relatos, no negar los problemas y abocarse a resolverlos.
© La Nacion.
Pese a tener uno de los niveles más bajos de endeudamiento público -un valioso logro de las gestiones de los Kirchner- ocurre exactamente lo opuesto con nuestro «riesgo país», al superar al de Venezuela y ser ya el más alto de América latina. Buscando las causas de tal contradicción y guiándose por este hilo de Ariadna, el Gobierno podría encontrar la salida del laberinto en el que innecesariamente se ha metido. No lo hace porque mira este indicador con desdén, como algo sólo relevante para los financistas y sin vinculación alguna con la economía real. La verdad es que su influencia negativa sobre la inversión se debe generalmente a que ese riesgo no mide sólo el costo de endeudarse, sino también la confianza propia y ajena en el país, en su futuro. Ya había dicho Keynes que la importancia del estado de la confianza se debía a su influencia decisiva como determinante de la inversión. Por eso sorprende que, incluso invocando al mismo autor, se afirme desde el Gobierno que el clima de negocios es una entelequia carente de contenido. En vena parecida también se minimizan las represalias que nuestro país ya está recibiendo, tanto por su política comercial como por el modo de realizar la expropiación de YPF, no acorde con nuestras leyes. No es sorprendente, en fin, que este frondoso catálogo de problemas contribuya a la clara desaceleración de la economía, con signos de recesión en algunos sectores.
La contundencia de estos hechos no impide lecturas muy diversas cuya comprensión es relevante porque ellas guían las respuestas de los actores políticos y sociales. Tal como lo han hecho muchos gobiernos en el pasado, aquí y afuera, la lectura oficial preferida es desviar la atención desde el mensaje hacia el mensajero, al que se considera vocero de corporaciones o intereses oscuros y de formar parte de minorías que buscan enfrentamientos capaces de conducir al desastre total. Es verdad que tales personajes existen, pero son minoritarios y están lejos de agotar la vasta gama de lecturas existentes. En espejo de ellos aparecen los oficialistas que defienden a rajatabla un statu quo al que juzgan perfecto y que son casi siempre portadores de las mismas actitudes divisivas que se imputan al primer grupo. Son también numerosos los opositores que leen preocupados lo que está ocurriendo, no quieren catástrofes ni responden a corporaciones o intereses oscuros y sí desean que el Gobierno reconozca los problemas y se ponga a resolverlos. Está, por fin, una enorme mayoría, silenciosa respecto de estos temas, concentrada en su vida cotidiana y que, por incluir a muchos de los más pobres, es la que más fervientemente desea y necesita que la economía no se desbarranque.
Una segunda y frecuente lectura oficial es culpar de todo lo que ocurre «al mundo», preferentemente a los países desarrollados aun imaginando que ellos conspiran contra la Argentina. También aquí hay lecturas sesgadas. Unos ven el precio de la soja como casi único factor de la bonanza de una década. Su gran influencia está fuera de toda duda, pero debería ponderarse con otros hechos que han acompañado las presidencias de Cristina Kirchner, a saber, la crisis global sin precedente desde la Gran Depresión y las dos sequías más graves en muchas décadas que están contribuyendo ahora mismo a la desaceleración de la economía. Pero no son «culpa» del clima ni del mundo la inflación, su ocultamiento, el déficit fiscal, el altísimo riesgo país pese a la baja deuda, los peligros de la nueva Carta Orgánica del BCRA, las pérdidas de competitividad que limitan la oferta de divisas o los perjuicios que ya crean los improvisados controles de cambios y de importaciones.
Ante un panorama tan complejo el Gobierno debería al menos preguntarse si no tendrán algo de razón tantos críticos de buena fe y si la confianza no estará limitando la inversión, tan crucial hoy para mejorar el desempeño de la economía en su conjunto y en sectores tales como la energía, la infraestructura de transportes o la industria manufacturera. No hacerlo implica de hecho dar prioridad a la ideología por sobre la realidad y las necesidades de la mayoría, sobre todo las de los más pobres. Es mucho lo que está en riesgo. Por ejemplo, los casi diez años sin crisis económicas serias transcurridos desde 2003, algo inédito desde hace casi cuarenta años. Ello permitió que el producto por habitante de la Argentina dejara de rezagarse respecto del mundo en los últimos veinte años. Tentar a una nueva crisis significaría tirar también este logro por la borda, cuando en verdad sería posible lograr lo opuesto, es decir, que el ingreso de los argentinos empezara a converger al de los países más ricos. Este ambicioso objetivo sólo podría conseguirse, es verdad, con políticas bastante diferentes de las que hoy rigen, capaces de resolver los problemas enumerados. Pero aun con cambios más limitados y aceptables para el Gobierno podrían reducirse los riesgos de otra crisis. Por ejemplo, recuperando el crédito público, desdoblando explícitamente el mercado de cambios y dejando flotar al dólar financiero -como se argumenta desde «La ciencia maldita», blog de este diario- con el acompañamiento de mejores políticas fiscales y monetarias. Urge dejar de lado o poner en su lugar los juegos mediáticos y la semántica de los relatos, no negar los problemas y abocarse a resolverlos.
© La Nacion.