Para qué sirven los partidos políticos? A lo largo del siglo XX y en las democracias consolidadas, sirvieron para organizar la opinión pública, para mediar entre la sociedad y el Estado, para competir por el gobierno o para controlarlo desde el Parlamento. Se formaron a partir de ciertas ideas que sintetizaban los valores y las necesidades de los sectores que pretendían representar. El discurso –en sentido amplio- y el trabajo vocacional, voluntario y persona a persona fueron sus instrumentos de difusión. Las ideas y la forma de transmitirlas definían su representatividad social, su identidad. El voto popular, su legitimidad.
Ahora, las condiciones objetivas están cambiando. Los partidos políticos parecen dejar de ser instrumentos de representación social para transformarse en mecanismos paraestatales que operan sobre la sociedad a partir de factores distintos del voto popular: hoy, el dinero califica como elemento central para llegar al gobierno y ejercerlo.
En primer lugar, porque el acceso a los cargos públicos depende cada día más de la disponibilidad de medios económicos: los tres candidatos principales en las presidenciales del 2015 contaron con fortuna personal, con recursos públicos o con una combinación de ambos. En segundo lugar, porque el uso del dinero público como factor de presión condiciona de manera decisiva el funcionamiento institucional y la vigencia real del régimen federal.
Luego, porque ciertos dirigentes sociales utilizan su rol institucional para el “lobby” de intereses concretos. La vinculación entre cargos públicos y negocios privados es una deformación frecuente, pero el rasgo más preocupante consiste en la visibilidad del fenómeno y en el nivel de tolerancia social, que favorece la impunidad y los privilegios.
Al mismo tiempo, la revolución de las comunicaciones impactó de lleno sobre el sistema político. El cambio comenzó con la televisión y se aceleró con las redes sociales (Facebook en 2004, YouTube en 2005, Twitter en 2006). La velocidad de la comunicación, su instantaneidad, el flujo informativo en tiempo real, dificulta la deliberación democrática conjunta y de esa manera, limita el consentimiento genuino de los gobernados. El método ya habitual de las encuestas instantáneas privilegia el juicio individual sin intercambio ni análisis previo.
En ese marco, aparece aquello que alguien llamó “el partido de uno”: cada personalidad que trascienda por cualquier causa, se convierte en potencial candidato que crea su propio aparato electoral. Con un celular en la mano, cada uno de nosotros se informa, juzga y transmite, convirtiéndose en la otra versión del “partido de uno”. Esa forma de hacer política produce la desaparición del concepto de responsabilidad, porque para que haya responsabilidad debe existir contraparte organizada que exija rendición de cuentas y en los “partidos de uno” no existe esa contraparte.
Como señala Peter Mair, a partir de estos factores las sociedades modernas desarrollan un alto grado de indiferencia con relación a las identidades partidarias. En sociedades desiguales, individualizadas y complejas, los partidos dejan de ser representantes de la gente frente al Estado, para convertirse en la cara visible del Estado frente a la sociedad y buscan integrar las alianzas que les permitan llegar al poder aun a costa de su trayectoria y su coherencia. Se convierten en instituciones informales con fronteras porosas y sus recursos económicos y organizativos quedan en manos de los dirigentes que ocupan cargos, porque se presume que manejan dinero y ventajas, cualquiera sea su idoneidad y su nivel ético. Estamos viviendo la contradicción de sociedades supercomunicadas pero cada vez mas desarticuladas que desprotegen al hombre de a pie.
El peronismo debería estar en mejores condiciones para adaptarse a estos nuevos escenarios. En primer lugar, por su vinculación desde origen con el Estado y su vocación permanente de ocuparlo como cosa propia. Luego, por su notoria capacidad para asumir con naturalidad los cambios extremos (de las relaciones carnales al antiimperialismo, de los indultos a los derechos humanos, de las privatizaciones a Kicillof). Pero por ese camino está perdiendo su identidad, porque también pasó de la justicia social al clientelismo desinhibido y a la corrupción sistemática del kirchnerismo, que pretendió disimularla detrás de un relato falso burdamente ideologizado.
“Cambiemos” es una combinación utilitaria que en su momento sirvió para derrotar a un régimen ya agotado, pero ahora tendrá que demostrar que está en condiciones de darle continuidad a una relación política que vincula al radicalismo que Alfonsín instaló en la socialdemocracia con el PRO, que privilegia la gestión eficientista y promercado y desvaloriza los componentes políticos e ideológicos. Está claro que el radicalismo corre el riesgo de diluirse hasta la insignificancia y la absorción, si su conducción insiste en silenciar especulativamente cualquier diferencia justificada, en lugar de plantearla como contribución positiva para corregir errores notorios y como salvaguarda de la propia identidad.
Por primera vez desde 1930, la democracia argentina se ha consolidado en el espíritu del pueblo. Pero reconoce elementos desestabilizantes que, hasta ahora, no logró superar. La desigualdad no solo nos agravia desde el punto de vista moral, sino que además provoca resentimientos profundos y duraderos que inducen a la violencia. La ineficiencia del aparato estatal es un gravamen que condiciona el futuro casi tanto como la baja calidad del sistema educativo.
Estas asignaturas pendientes no se aprobarán nada más que con eficientismo. La salida debe ser hacia adelante y pasa por la construcción de un nuevo modelo de convivencia de elaboración lenta, trabajosa, algunas veces improvisada, que será la única manera de vivir en paz.
Juan Manuel Casella fue ministro de Trabajo y diputado nacional. Es presidente de la Fundación Ricaro Rojas.
Ahora, las condiciones objetivas están cambiando. Los partidos políticos parecen dejar de ser instrumentos de representación social para transformarse en mecanismos paraestatales que operan sobre la sociedad a partir de factores distintos del voto popular: hoy, el dinero califica como elemento central para llegar al gobierno y ejercerlo.
En primer lugar, porque el acceso a los cargos públicos depende cada día más de la disponibilidad de medios económicos: los tres candidatos principales en las presidenciales del 2015 contaron con fortuna personal, con recursos públicos o con una combinación de ambos. En segundo lugar, porque el uso del dinero público como factor de presión condiciona de manera decisiva el funcionamiento institucional y la vigencia real del régimen federal.
Luego, porque ciertos dirigentes sociales utilizan su rol institucional para el “lobby” de intereses concretos. La vinculación entre cargos públicos y negocios privados es una deformación frecuente, pero el rasgo más preocupante consiste en la visibilidad del fenómeno y en el nivel de tolerancia social, que favorece la impunidad y los privilegios.
Al mismo tiempo, la revolución de las comunicaciones impactó de lleno sobre el sistema político. El cambio comenzó con la televisión y se aceleró con las redes sociales (Facebook en 2004, YouTube en 2005, Twitter en 2006). La velocidad de la comunicación, su instantaneidad, el flujo informativo en tiempo real, dificulta la deliberación democrática conjunta y de esa manera, limita el consentimiento genuino de los gobernados. El método ya habitual de las encuestas instantáneas privilegia el juicio individual sin intercambio ni análisis previo.
En ese marco, aparece aquello que alguien llamó “el partido de uno”: cada personalidad que trascienda por cualquier causa, se convierte en potencial candidato que crea su propio aparato electoral. Con un celular en la mano, cada uno de nosotros se informa, juzga y transmite, convirtiéndose en la otra versión del “partido de uno”. Esa forma de hacer política produce la desaparición del concepto de responsabilidad, porque para que haya responsabilidad debe existir contraparte organizada que exija rendición de cuentas y en los “partidos de uno” no existe esa contraparte.
Como señala Peter Mair, a partir de estos factores las sociedades modernas desarrollan un alto grado de indiferencia con relación a las identidades partidarias. En sociedades desiguales, individualizadas y complejas, los partidos dejan de ser representantes de la gente frente al Estado, para convertirse en la cara visible del Estado frente a la sociedad y buscan integrar las alianzas que les permitan llegar al poder aun a costa de su trayectoria y su coherencia. Se convierten en instituciones informales con fronteras porosas y sus recursos económicos y organizativos quedan en manos de los dirigentes que ocupan cargos, porque se presume que manejan dinero y ventajas, cualquiera sea su idoneidad y su nivel ético. Estamos viviendo la contradicción de sociedades supercomunicadas pero cada vez mas desarticuladas que desprotegen al hombre de a pie.
El peronismo debería estar en mejores condiciones para adaptarse a estos nuevos escenarios. En primer lugar, por su vinculación desde origen con el Estado y su vocación permanente de ocuparlo como cosa propia. Luego, por su notoria capacidad para asumir con naturalidad los cambios extremos (de las relaciones carnales al antiimperialismo, de los indultos a los derechos humanos, de las privatizaciones a Kicillof). Pero por ese camino está perdiendo su identidad, porque también pasó de la justicia social al clientelismo desinhibido y a la corrupción sistemática del kirchnerismo, que pretendió disimularla detrás de un relato falso burdamente ideologizado.
“Cambiemos” es una combinación utilitaria que en su momento sirvió para derrotar a un régimen ya agotado, pero ahora tendrá que demostrar que está en condiciones de darle continuidad a una relación política que vincula al radicalismo que Alfonsín instaló en la socialdemocracia con el PRO, que privilegia la gestión eficientista y promercado y desvaloriza los componentes políticos e ideológicos. Está claro que el radicalismo corre el riesgo de diluirse hasta la insignificancia y la absorción, si su conducción insiste en silenciar especulativamente cualquier diferencia justificada, en lugar de plantearla como contribución positiva para corregir errores notorios y como salvaguarda de la propia identidad.
Por primera vez desde 1930, la democracia argentina se ha consolidado en el espíritu del pueblo. Pero reconoce elementos desestabilizantes que, hasta ahora, no logró superar. La desigualdad no solo nos agravia desde el punto de vista moral, sino que además provoca resentimientos profundos y duraderos que inducen a la violencia. La ineficiencia del aparato estatal es un gravamen que condiciona el futuro casi tanto como la baja calidad del sistema educativo.
Estas asignaturas pendientes no se aprobarán nada más que con eficientismo. La salida debe ser hacia adelante y pasa por la construcción de un nuevo modelo de convivencia de elaboración lenta, trabajosa, algunas veces improvisada, que será la única manera de vivir en paz.
Juan Manuel Casella fue ministro de Trabajo y diputado nacional. Es presidente de la Fundación Ricaro Rojas.