El presidente de México, Enrique Peña Nieto, fijó este jueves en la lucha contra la impunidad su próximo gran objetivo de mandato. Frente a una nación indignada por la desaparición de los 43 estudiantes de magisterio, con unos niveles de erosión política inimaginables hace apenas un año, el mandatario intentó recuperar la iniciativa con un amplio paquete de reformas, incluidos profundos cambios constitucionales, destinado a poner fin a la inoperancia policial y judicial detrás de la que se solapa gran parte de la violencia que desgarra al país.
“A raíz de la tragedia de Iguala, México está nuevamente a prueba. […] México no puede seguir así, asumo la responsabilidad de la lucha para liberar al país de la criminalidad, para acabar con la impunidad y lograr que todos los culpables de la tragedia de Iguala sean castigados. El grito de «‘Todos somos Ayotzinapa’ muestra el dolor colectivo y muestra una nación unida. Es un llamado a seguir transformando México. Los momentos difíciles ponen a prueba la fortaleza, entereza y grandeza de las naciones”, afirmó con la solemnidad de los grandes días, en un mensaje a la nación desde el Palacio Nacional y ante lo más granado de los tres poderes.
Para hacer frente a este desafío, el presidente anunció la próxima disolución de todas las policías municipales (repartidas en 1.800 entidades y con más de 170.000 agentes) y su integración en 32 cuerpos estatales, empezando por los convulsos estados de Guerrero, Jalisco, Michoacán (en la parte sur-occidente del país) y Tamaulipas (al noreste). «Esta reforma implicará un enorme reto presupuestal. Y por ello requerirá un proceso de transición administrativa responsable, que dé prioridad a las entidades con mayor urgencia de atención», declaró Peña Nieto.
Esta medida de choque se combinará con una ley que permitirá luchar contra la infiltración del narco en las corporaciones municipales, uno de los problemas que ha sacado a relucir el caso Iguala, donde tanto la policía local como el alcalde estaban en nómina del cartel de Guerreros Unidos. Ante esta lacra, la reforma permitirá a las autoridades federales asumir el control de los ayuntamientos o directamente su disolución cuando haya indicios de que actúan bajo las órdenes del crimen organizado.
A estas dos medidas de choque, Peña Nieto añadió el envío de un contingente policial (10.000 agentes federales, según fuentes parlamentarias) a Tierra Caliente, la violenta región que comparten Michoacán, Guerrero y el Estado de México, y que en los últimos años ha sido el principal foco de criminalidad del país. Uno de esos espacios en los que, como admitió Peña Nieto en su discurso, el Estado ha cedido terreno al crimen. El combate contra la impunidad lo completó el mandatario con una reordenación de competencias penales para clarificar la lucha contra el tráfico de drogas a pequeña escala (“la base de la corrupción”, en palabras de Peña Nieto), la creación de un documento nacional de identidad, un reforzamiento de los sistemas de control de la tortura y las desapariciones forzadas, así como de la corrupción. En este último punto, anunció la entrada en funcionamiento de auditorias y sistemas especiales de vigilancia a las autoridades y empresas que trabajen con la Administración.
Como es habitual en la política de Peña Nieto, este cuadro reformista lo cerró con medidas sociales destinadas a paliar la desigualdad y pobreza en los estados más pobres (Guerrero, Oaxaca y Chiapas), creando zonas especiales de desarrollo. El punto clave de su discurso, con todo, radicó en la transformación de los cuerpos de seguridad. La tarea no es fácil.
El 90% de la población considera a la policía como una de las instituciones más corruptas. Y la criminalidad desborda en México todos los márgenes. Cada día se registran por término medio 63 homicidios (en España no llega a uno), 20 desapariciones y 5 secuestros. Esta cascada de casos cae en manos de una justicia fallida, como demuestra que el 97% de las denuncias por asesinato queden sin culpable penal o que desde 2006, según Human Rights Watch, no se haya impuesto ninguna condena por desaparición forzosa.
El resultado es una amplia pérdida de confianza que lleva a muchos ciudadanos a evitar a la policía cuando son víctimas de un crimen. Ocurre, por ejemplo, con los secuestros, donde solo se denuncia el 2%, según un estudio del Instituto Nacional de Estadística. La profunda penetración del narco en las estructuras policiales da alas a este recelo ciudadano. Sobre todo, en el primer escalón municipal. Mal pagadas, peor consideradas y con un nivel de instrucción bajo, estas fuerzas son cooptadas a menudo por las organizaciones criminales. Solo en los últimos cinco años más de 2.500 agentes municipales han sido detenidos por su participación en delitos graves.
De poco sirven las continuas depuraciones a las que se somete a las fuerzas locales desde tiempos de Felipe Calderón (2000-2006). Una y otra vez, triunfa la vieja receta del narco: para ocupar una plaza basta con disponer de un grupo de sicarios dispuestos a todo y tomar bajo control, mediante el chantaje de la plata o el plomo, a los agentes municipales. Alcanzado este punto, los grupos mafiosos acceden a las bases de datos y conocen los movimientos de cualquier ciudadano. En Iguala ocurrió así. Al jefe de la Policía Municipal, según la fiscalía, le tenían en nómina con 48.000 dólares al mes. A sus agentes los elegía directamente el cartel. Y el alcalde y su esposa, protagonistas de un fulgurante ascenso social y económico que les llevó de un puesto de sandalias y sombreros a la cúspide local, eran miembros orgánicos del cartel.
«En la tragedia de Iguala se combinaron condiciones inaceptables de debilidad institucional, que no podemos ignorar. Un grupo criminal que controlaba el territorio; autoridades municipales que eran parte de la propia estructura de la organización delictiva; policías municipales que en realidad eran criminales a las órdenes de delincuentes», detalló Peña Nieto, quien elevó este fracaso institucional registrado en Iguala a un problema nacional: «Lo más desafiante para México es que a pesar de las acciones emprendidas en la actual y anteriores administraciones, algunas de estas condiciones de debilidad institucional siguen presentes».
“A raíz de la tragedia de Iguala, México está nuevamente a prueba. […] México no puede seguir así, asumo la responsabilidad de la lucha para liberar al país de la criminalidad, para acabar con la impunidad y lograr que todos los culpables de la tragedia de Iguala sean castigados. El grito de «‘Todos somos Ayotzinapa’ muestra el dolor colectivo y muestra una nación unida. Es un llamado a seguir transformando México. Los momentos difíciles ponen a prueba la fortaleza, entereza y grandeza de las naciones”, afirmó con la solemnidad de los grandes días, en un mensaje a la nación desde el Palacio Nacional y ante lo más granado de los tres poderes.
Para hacer frente a este desafío, el presidente anunció la próxima disolución de todas las policías municipales (repartidas en 1.800 entidades y con más de 170.000 agentes) y su integración en 32 cuerpos estatales, empezando por los convulsos estados de Guerrero, Jalisco, Michoacán (en la parte sur-occidente del país) y Tamaulipas (al noreste). «Esta reforma implicará un enorme reto presupuestal. Y por ello requerirá un proceso de transición administrativa responsable, que dé prioridad a las entidades con mayor urgencia de atención», declaró Peña Nieto.
Esta medida de choque se combinará con una ley que permitirá luchar contra la infiltración del narco en las corporaciones municipales, uno de los problemas que ha sacado a relucir el caso Iguala, donde tanto la policía local como el alcalde estaban en nómina del cartel de Guerreros Unidos. Ante esta lacra, la reforma permitirá a las autoridades federales asumir el control de los ayuntamientos o directamente su disolución cuando haya indicios de que actúan bajo las órdenes del crimen organizado.
A estas dos medidas de choque, Peña Nieto añadió el envío de un contingente policial (10.000 agentes federales, según fuentes parlamentarias) a Tierra Caliente, la violenta región que comparten Michoacán, Guerrero y el Estado de México, y que en los últimos años ha sido el principal foco de criminalidad del país. Uno de esos espacios en los que, como admitió Peña Nieto en su discurso, el Estado ha cedido terreno al crimen. El combate contra la impunidad lo completó el mandatario con una reordenación de competencias penales para clarificar la lucha contra el tráfico de drogas a pequeña escala (“la base de la corrupción”, en palabras de Peña Nieto), la creación de un documento nacional de identidad, un reforzamiento de los sistemas de control de la tortura y las desapariciones forzadas, así como de la corrupción. En este último punto, anunció la entrada en funcionamiento de auditorias y sistemas especiales de vigilancia a las autoridades y empresas que trabajen con la Administración.
Como es habitual en la política de Peña Nieto, este cuadro reformista lo cerró con medidas sociales destinadas a paliar la desigualdad y pobreza en los estados más pobres (Guerrero, Oaxaca y Chiapas), creando zonas especiales de desarrollo. El punto clave de su discurso, con todo, radicó en la transformación de los cuerpos de seguridad. La tarea no es fácil.
El 90% de la población considera a la policía como una de las instituciones más corruptas. Y la criminalidad desborda en México todos los márgenes. Cada día se registran por término medio 63 homicidios (en España no llega a uno), 20 desapariciones y 5 secuestros. Esta cascada de casos cae en manos de una justicia fallida, como demuestra que el 97% de las denuncias por asesinato queden sin culpable penal o que desde 2006, según Human Rights Watch, no se haya impuesto ninguna condena por desaparición forzosa.
El resultado es una amplia pérdida de confianza que lleva a muchos ciudadanos a evitar a la policía cuando son víctimas de un crimen. Ocurre, por ejemplo, con los secuestros, donde solo se denuncia el 2%, según un estudio del Instituto Nacional de Estadística. La profunda penetración del narco en las estructuras policiales da alas a este recelo ciudadano. Sobre todo, en el primer escalón municipal. Mal pagadas, peor consideradas y con un nivel de instrucción bajo, estas fuerzas son cooptadas a menudo por las organizaciones criminales. Solo en los últimos cinco años más de 2.500 agentes municipales han sido detenidos por su participación en delitos graves.
De poco sirven las continuas depuraciones a las que se somete a las fuerzas locales desde tiempos de Felipe Calderón (2000-2006). Una y otra vez, triunfa la vieja receta del narco: para ocupar una plaza basta con disponer de un grupo de sicarios dispuestos a todo y tomar bajo control, mediante el chantaje de la plata o el plomo, a los agentes municipales. Alcanzado este punto, los grupos mafiosos acceden a las bases de datos y conocen los movimientos de cualquier ciudadano. En Iguala ocurrió así. Al jefe de la Policía Municipal, según la fiscalía, le tenían en nómina con 48.000 dólares al mes. A sus agentes los elegía directamente el cartel. Y el alcalde y su esposa, protagonistas de un fulgurante ascenso social y económico que les llevó de un puesto de sandalias y sombreros a la cúspide local, eran miembros orgánicos del cartel.
«En la tragedia de Iguala se combinaron condiciones inaceptables de debilidad institucional, que no podemos ignorar. Un grupo criminal que controlaba el territorio; autoridades municipales que eran parte de la propia estructura de la organización delictiva; policías municipales que en realidad eran criminales a las órdenes de delincuentes», detalló Peña Nieto, quien elevó este fracaso institucional registrado en Iguala a un problema nacional: «Lo más desafiante para México es que a pesar de las acciones emprendidas en la actual y anteriores administraciones, algunas de estas condiciones de debilidad institucional siguen presentes».
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