Yo creo que no estoy a favor del aborto. Desde el punto de vista estrictamente individual me parece un hecho tristísimo y lamentable. No estaría en condición de decir que jamás permitiría que una mujer abortara un hijo mío porque las circunstancias de la vida son tan irreverentes que andar por allí dando sentencias categóricas me parece, al menos, un acto de poca elegancia. Pero hay algo allí que me entumece de tristeza vital. Tengo una visión extremadamente humanista –las conductas, claro, no siempre tienen la dignidad de las perspectivas– que me impide celebrar cualquier interrupción de un proceso vital, sea cual fuera ese proceso. Repito: creo que si de mí dependiese, y en términos estrictamente personales, no impediría que la vida siguiese su curso «natural».
Creo que el debate sobre el aborto está plagado de hipocresías, de prejuicios, de intolerancias, de brutalidades. Como en un damero ideológico, quienes están en contra del aborto entienden que un Dios –de dudosa manifestación pública, al menos– coloca alma y vida desde el momento del encuentro entre el óvulo y el espermatozoide y que, por lo tanto, la decisión de dar o quitar vida le corresponde a ese ser todopoderoso y no a los hombres. Cuesta creer que algunos de esos hombres y mujeres capaces de aferrarse a cualquier cruzada brutal –desde la invasión a Jerusalén en el siglo XI, atravesando la conquista española con su brutal colonización y concluyendo con el apoyo a la última dictadura militar argentina con sus violaciones a los Derechos Humanos– tengan tanta preocupación por la interrupción de un vida que aún no ha nacido. Como si en su escala de valores tuviera más peso la vida de un «por nacer» que la de un «nacido». Christian von Wernich, el capellán de la Policía Bonaerense que se paseaba entre los cuerpos torturados de los centros clandestinos de detención, por ejemplo, está en contra del aborto. Encuentro allí, por lo menos, una contradicción teórica, ética y práctica.
En el otro extremo, sectores autodenominados progresistas y de izquierda sostienen como un dogma de fe que la vida se inicia cuando ellos quieren que se inicie y echan mano a la religión de la ciencia para asegurar que la vida, la persona, comienza, pongamos, después de los tres meses de gestación. Y se aferran a ese dogma porque, claro, si reconocen que no es así se les desmorona su armazón ideológico. Es decir, si le otorgan entidad a «eso» que está creciendo en el vientre de la mujer –se trata de una operación de cosificación de una vida– no pueden sostener, más tarde, que la vida es el principal de los valores y que, por lo tanto, toda violación de los Derechos Humanos es un delito aberrante. Incluso, algunos sectores radicalizados celebran con pancartas el «Sí al aborto», como si se tratara de un partido de fútbol. Y hay demasiado dolor y gravedad en el asunto como para andar festejando la interrupción de una vida como si se tratara de un gol de Nueva Chicago.
Estoy convencido que el aborto significa la interrupción de un proceso vital. Que con sólo esperar unos meses se produce un ser único e inigualable –como usted y yo, estimado lector– que merecería, al menos, una oportunidad de decidir. Negar esto es una aberración lógica e ir contra la ley de la causalidad. Entiendo, en este punto, a los sectores antiabortistas no fundados en el fanatismo religioso y en el autoritarismo medieval. Hay razones desde una concepción humanista que están en contra de la despenalización del aborto que deben ser atendidas y respetadas y que no pueden ser prepoteadas por un progresismo vacuo, esloganero, prejuicioso y peligroso. No toda persona que está en contra del aborto es heredero de Tomás de Torquemada. Es posible ser progresista y antiabortista, lamento comunicarles.
Y está más que claro que es imposible iniciar un debate serio sobre el tema si cada vez que alguien defiende la posibilidad de la despenalización del aborto es inmediatamente tachado de «asesino», «genocida», «zurdo» y «satánico». Se puede ser de derecha y abortista, está claro. Es más, hay algunos discursos que disfrazados de «progresistas» no son otra cosa que darwinismo y malthusianismo escondidos. Hablar de políticas de control de natalidad, sugerir que es mejor que «los pobres no tengan tantos hijos» o que «reduciría el nivel de habitantes en las villas» son el grotesco de algunos discursos que también están presentes detrás de las buenas intenciones de liberales progresistas.
(Digresión: ¿Se puede realizar un cruce entre políticas demográficas y aborto? ¿Hay en los discursos abortistas y antiabortistas modelos civilizatorios diferentes? ¿Es posible que haya una interna en la dirigencia de los países occidentales y cristianos respecto del control de natalidad de los países periféricos?)
Está claro que toda discusión y debate sobre el aborto está por encima del caso en que esa concepción sea resultado de una violación. Sostener que la mujer debe llevar adelante el embarazo producto de la violencia sólo demuestra la concepción antediluviana, precámbrica –ni siquiera medieval, a esta altura– de quien la enuncia. Allí se cuela claro la dominación machista en la producción de sentidos de una sociedad. La asociación ilícita Pro-Vida y algunas actitudes del jefe de gobierno de Buenos Aires, Mauricio Macri, forman parte de esa concepción ultrajante y dominadora que impide el desarrollo en libertad de la voluntad de las mujeres.
Pero claro que también es necesario analizar qué ocurre con los discursos individualistas –producto de concepciones libertarias neoliberales– en los cuales el cuerpo es propiedad aislada de la propia mujer. Desgraciada y al mismo tiempo milagrosamente, los procesos de vida –reproductivos– colocan a la mujer en un lugar protagónico que el hombre no tiene. Llevar en su cuerpo un «proceso de vida» obliga a la mujer a tener mayor responsabilidad a la hora de tomar decisiones de este tipo. Es posible abortar libremente, lo que es impensable es abortar «alegremente».
Pero mucho más allá del debate personal sobre el aborto –donde las posturas individuales sobre temas tan contundentes como la vida y la muerte deberían ser, por lo menos, un poco menos categóricas– los argentinos nos debemos un debate sobre la cuestión pública y su resolución. La primera discusión es una cuestión de fe, de gustos, de pareceres, de decisiones individuales incuestionables y que poco sentido tiene entrar a desarticular. Lo que sí es importante –y el kirchnerismo como motor de transformación de la sociedad tiene la obligación de realizar– es resolver el estado de situación pública del tema.
Los argentinos nos merecemos una ley de despenalización del aborto verdaderamente progresista y responsable. Porque en términos colectivos es necesario aplicar la política del mal menor o la disminución del daño. ¿Qué causa más daño a una sociedad? ¿La interrupción de un proceso vital en sus primeras semanas o una vida arruinada para una «desmadre», un «despadre» o un «ser no querido»? ¿Qué causa más daño a la sociedad: un aborto o la muerte de la muchacha que es sometida a prácticas siniestras por especuladores de la salud? ¿Qué es preferible: que clínicas privadas especulen económicamente con la tranquilidad de las familias de clase medias y acomodadas que tiene recursos para abortar o que el Estado, con su intervención, ponga fin a un negocio que juega con la vida y la muerte de miles de argentinas? A todas estas preguntas hay que sumar una última cuestión: el estado actual del aborto en nuestro país perjudica a las mujeres pobres, las condena a la estigmatización, a la desigualdad y a la muerte. Más allá de nuestras concepciones individuales sobre el aborto, un gobierno progresista, transformador, de izquierda, nacional y popular tiene la responsabilidad de llevar a la Argentina hacia un mejor puerto. Al menos a uno en el que no sean vapuleadas, victimizadas y reventadas en salitas inmundas, en manos de explotadores de la vida y de la muerte, las mujeres pobres de nuestros país. Porque se sabe, las mujeres de buena posición social abortan cómo y cuando quieren, alegre y tremendamente.
Por esta razón, por la del mal menor, por la de la minimización del daño, y no por cuestiones esotéricas, o por falsos progresismos, tratando de evitar esquematismos, eslóganes, acusaciones estúpidas y necias, es que yo, que estoy en contra de la interrupción de cualquier proceso vital –desde la concepción hasta la muerte natural o autodecidida– estoy a favor de una ley que no sólo despenalice, sino que también reglamente el aborto en mi país. Por una sencilla razón: quiero vivir en un país más feliz y donde reine el amor y la igualdad. – <dl
Creo que el debate sobre el aborto está plagado de hipocresías, de prejuicios, de intolerancias, de brutalidades. Como en un damero ideológico, quienes están en contra del aborto entienden que un Dios –de dudosa manifestación pública, al menos– coloca alma y vida desde el momento del encuentro entre el óvulo y el espermatozoide y que, por lo tanto, la decisión de dar o quitar vida le corresponde a ese ser todopoderoso y no a los hombres. Cuesta creer que algunos de esos hombres y mujeres capaces de aferrarse a cualquier cruzada brutal –desde la invasión a Jerusalén en el siglo XI, atravesando la conquista española con su brutal colonización y concluyendo con el apoyo a la última dictadura militar argentina con sus violaciones a los Derechos Humanos– tengan tanta preocupación por la interrupción de un vida que aún no ha nacido. Como si en su escala de valores tuviera más peso la vida de un «por nacer» que la de un «nacido». Christian von Wernich, el capellán de la Policía Bonaerense que se paseaba entre los cuerpos torturados de los centros clandestinos de detención, por ejemplo, está en contra del aborto. Encuentro allí, por lo menos, una contradicción teórica, ética y práctica.
En el otro extremo, sectores autodenominados progresistas y de izquierda sostienen como un dogma de fe que la vida se inicia cuando ellos quieren que se inicie y echan mano a la religión de la ciencia para asegurar que la vida, la persona, comienza, pongamos, después de los tres meses de gestación. Y se aferran a ese dogma porque, claro, si reconocen que no es así se les desmorona su armazón ideológico. Es decir, si le otorgan entidad a «eso» que está creciendo en el vientre de la mujer –se trata de una operación de cosificación de una vida– no pueden sostener, más tarde, que la vida es el principal de los valores y que, por lo tanto, toda violación de los Derechos Humanos es un delito aberrante. Incluso, algunos sectores radicalizados celebran con pancartas el «Sí al aborto», como si se tratara de un partido de fútbol. Y hay demasiado dolor y gravedad en el asunto como para andar festejando la interrupción de una vida como si se tratara de un gol de Nueva Chicago.
Estoy convencido que el aborto significa la interrupción de un proceso vital. Que con sólo esperar unos meses se produce un ser único e inigualable –como usted y yo, estimado lector– que merecería, al menos, una oportunidad de decidir. Negar esto es una aberración lógica e ir contra la ley de la causalidad. Entiendo, en este punto, a los sectores antiabortistas no fundados en el fanatismo religioso y en el autoritarismo medieval. Hay razones desde una concepción humanista que están en contra de la despenalización del aborto que deben ser atendidas y respetadas y que no pueden ser prepoteadas por un progresismo vacuo, esloganero, prejuicioso y peligroso. No toda persona que está en contra del aborto es heredero de Tomás de Torquemada. Es posible ser progresista y antiabortista, lamento comunicarles.
Y está más que claro que es imposible iniciar un debate serio sobre el tema si cada vez que alguien defiende la posibilidad de la despenalización del aborto es inmediatamente tachado de «asesino», «genocida», «zurdo» y «satánico». Se puede ser de derecha y abortista, está claro. Es más, hay algunos discursos que disfrazados de «progresistas» no son otra cosa que darwinismo y malthusianismo escondidos. Hablar de políticas de control de natalidad, sugerir que es mejor que «los pobres no tengan tantos hijos» o que «reduciría el nivel de habitantes en las villas» son el grotesco de algunos discursos que también están presentes detrás de las buenas intenciones de liberales progresistas.
(Digresión: ¿Se puede realizar un cruce entre políticas demográficas y aborto? ¿Hay en los discursos abortistas y antiabortistas modelos civilizatorios diferentes? ¿Es posible que haya una interna en la dirigencia de los países occidentales y cristianos respecto del control de natalidad de los países periféricos?)
Está claro que toda discusión y debate sobre el aborto está por encima del caso en que esa concepción sea resultado de una violación. Sostener que la mujer debe llevar adelante el embarazo producto de la violencia sólo demuestra la concepción antediluviana, precámbrica –ni siquiera medieval, a esta altura– de quien la enuncia. Allí se cuela claro la dominación machista en la producción de sentidos de una sociedad. La asociación ilícita Pro-Vida y algunas actitudes del jefe de gobierno de Buenos Aires, Mauricio Macri, forman parte de esa concepción ultrajante y dominadora que impide el desarrollo en libertad de la voluntad de las mujeres.
Pero claro que también es necesario analizar qué ocurre con los discursos individualistas –producto de concepciones libertarias neoliberales– en los cuales el cuerpo es propiedad aislada de la propia mujer. Desgraciada y al mismo tiempo milagrosamente, los procesos de vida –reproductivos– colocan a la mujer en un lugar protagónico que el hombre no tiene. Llevar en su cuerpo un «proceso de vida» obliga a la mujer a tener mayor responsabilidad a la hora de tomar decisiones de este tipo. Es posible abortar libremente, lo que es impensable es abortar «alegremente».
Pero mucho más allá del debate personal sobre el aborto –donde las posturas individuales sobre temas tan contundentes como la vida y la muerte deberían ser, por lo menos, un poco menos categóricas– los argentinos nos debemos un debate sobre la cuestión pública y su resolución. La primera discusión es una cuestión de fe, de gustos, de pareceres, de decisiones individuales incuestionables y que poco sentido tiene entrar a desarticular. Lo que sí es importante –y el kirchnerismo como motor de transformación de la sociedad tiene la obligación de realizar– es resolver el estado de situación pública del tema.
Los argentinos nos merecemos una ley de despenalización del aborto verdaderamente progresista y responsable. Porque en términos colectivos es necesario aplicar la política del mal menor o la disminución del daño. ¿Qué causa más daño a una sociedad? ¿La interrupción de un proceso vital en sus primeras semanas o una vida arruinada para una «desmadre», un «despadre» o un «ser no querido»? ¿Qué causa más daño a la sociedad: un aborto o la muerte de la muchacha que es sometida a prácticas siniestras por especuladores de la salud? ¿Qué es preferible: que clínicas privadas especulen económicamente con la tranquilidad de las familias de clase medias y acomodadas que tiene recursos para abortar o que el Estado, con su intervención, ponga fin a un negocio que juega con la vida y la muerte de miles de argentinas? A todas estas preguntas hay que sumar una última cuestión: el estado actual del aborto en nuestro país perjudica a las mujeres pobres, las condena a la estigmatización, a la desigualdad y a la muerte. Más allá de nuestras concepciones individuales sobre el aborto, un gobierno progresista, transformador, de izquierda, nacional y popular tiene la responsabilidad de llevar a la Argentina hacia un mejor puerto. Al menos a uno en el que no sean vapuleadas, victimizadas y reventadas en salitas inmundas, en manos de explotadores de la vida y de la muerte, las mujeres pobres de nuestros país. Porque se sabe, las mujeres de buena posición social abortan cómo y cuando quieren, alegre y tremendamente.
Por esta razón, por la del mal menor, por la de la minimización del daño, y no por cuestiones esotéricas, o por falsos progresismos, tratando de evitar esquematismos, eslóganes, acusaciones estúpidas y necias, es que yo, que estoy en contra de la interrupción de cualquier proceso vital –desde la concepción hasta la muerte natural o autodecidida– estoy a favor de una ley que no sólo despenalice, sino que también reglamente el aborto en mi país. Por una sencilla razón: quiero vivir en un país más feliz y donde reine el amor y la igualdad. – <dl
Lamento comunicarte Brienza que eso no es posible…en terminos de derechos de la mujer y equidad de genero sos reaccionario, lamento comunicarte…Si estas en contra del aborto porque vos sentis que una vida tiene que terminar su ciclo vital, entonces, al igual que todos los reaccionarios, te estas mirando el ombligo de macho sin respetar los derechos de la mujer sobre su cuerpo y sobre la planificacion de la familia…Asumite como un reaccionario encubierto y no se discute mas…Solo lamento que un tipo con esa cabeza a veces este en 678…no estas a la altura del panel…