A lo largo de los 30 años de la restauración democrática hemos asistido a un fenómeno político de gran relevancia, el fin de la ley de hierro de la competencia electoral en la Argentina según la cual, en elecciones libres, el ganador natural del premio mayor, la presidencia, debía ser el peronismo. En 1983 primero y, después en 1999, a la hora de contar los votos el peronismo debió admitir su derrota. Estos dos episodios mostraron que el polo político no peronista podía imponerse en las urnas y acceder al gobierno. Ésta fue una constatación auspiciosa para la salud de la convivencia democrática . Ahora bien, si extendemos la mirada constatamos también otro fenómeno político: los presidentes electos por obra de la derrota del peronismo no lograron concluir sus mandatos. Para decirlo de otro modo: el polo no peronista pudo reunir los votos necesarios para acceder a la presidencia, pero no pudo reunir, en las circunstancias en que debió actuar, la capacidad de gobierno para mantenerse en ella y eventualmente para aspirar a un nuevo mandato.
A fin de colocar en contexto las vicisitudes del polo no peronista quiero evocar, siguiendo una referencia hecha por Javier Zelaznik, el patrón de funcionamiento que caracteriza al sistema político de Suecia. Allí tenemos que un partido -la socialdemocracia- gana y gobierna durante varios períodos consecutivos gracias a la fragmentación de la oposición, hasta que arriba a una contienda electoral en la que es derrotado por una coalición de partidos rivales; ocurre, sin embargo, que esta coalición sólo consigue gobernar un período, al cabo del cual el partido predominante revalida sus credenciales y retoma el poder. En esta dinámica política la coalición opositora sólo está en condiciones de ofrecer un gobierno de transición entre uno y otro ciclo del partido predominante en el poder. Esto es, no logra ofrecer un gobierno de alternativa capaz de establecer una nueva trayectoria o, para decirlo con la fórmula que ya utilizamos, consigue llegar al gobierno, pero no consigue ser re-elegida y de este modo quebrar la duradera vigencia del partido predominante.
Esta clave de lectura captura a mi juicio bastante bien los avatares de la vida política argentina. Las victorias electorales del polo no peronista se han parecido mucho, como ha señalado Andrés Malamud, a los años sabáticos que se toma de tanto en tanto el polo peronista para reordenar su tropa y reemerger cohesionado bajo la conducción de nuevos liderazgos y con nuevas ofertas políticas en sintonía con los nuevos tiempos.
A partir de estas premisas, quisiera ahora abordar la coyuntura política más reciente. El punto de partida lo brinda el resultado de las elecciones presidenciales de 2011 . Ese resultado fue portador de una importante información. Me refiero a los 37 puntos de diferencia que distanciaron la victoria de la presidenta Cristina Fernández de la candidatura más votada entre las agrupaciones del polo no peronista. Esa formidable brecha puso de manifiesto el rasgo distintivo del panorama político actual, más concretamente, la pérdida de competitividad del sistema de partidos. Esta pérdida de competitividad, ha destacado Ana María Mustapic, tiene un gran impacto sobre el ejercicio del poder gubernamental. Un sistema de partidos competitivo presupone la expectativa de una alternancia en el timón del gobierno, y esa expectativa tiende a operar como un factor de moderación entre los ocupantes del poder. Hoy en día esos 37 puntos de diferencia a que aludimos hablan bien a las claras de que no hay rivales a la vista, es decir, no hay una oposición en condiciones de desafiar el actual predominio del polo peronista sobre el mercado político-electoral. Por lo tanto, no existen o son muy débiles las barreras de contención política a la gestión del poder por el partido gobernante.
Circunstancias como éstas contribuyen a recrear un fenómeno conocido en la historia política del país: el peronismo en el gobierno tiende a comportarse como un sistema político en sí mismo, es decir, a actuar simultáneamente como el oficialismo y la principal oposición. Dos son los factores que suelen promover esta dialéctica política. El primero de ellos es la amplitud y, por lo tanto, la diversidad de los apoyos que reúne como coalición de gobierno. La gravitación de este factor fue ostensible durante la administración del presidente Menem. Una vez en el gobierno, Menem supo hacer un viraje hacia el mundo de los negocios y las políticas de mercado sin perder por ello el respaldo de las bases tradicionales del peronismo. El costo de ese virtuosismo político es conocido: las principales tribulaciones por las que pasaron sus iniciativas le fueron ocasionadas por sus partidarios en el Congreso, en las provincias, en el sindicalismo, que se comportaron efectivamente como la principal oposición. En términos comparativos, la incidencia de este primer factor ha sido claramente menos importante durante la gestión del matrimonio Kirchner. Su coalición de gobierno no ha sido tan amplia como la que montó Menem; en consecuencia, no se caracteriza por tanta heterogeneidad de intereses ni tanto contraste de visiones. Además, el giro antinoventista emprendido a partir de 2003 ha estado más sintonizado con intereses y visiones típicamente peronistas, como el estatismo, el proteccionismo, la beneficencia social. De allí que las políticas públicas no hayan sido, como en los años de Menem, un terreno de conflictos.
El segundo factor que activa el contrapunto oficialismo/oposición cuando el polo peronista gobierna en su condición de partido predominante es la falta de reglas consensuadas para dirimir los problemas de sucesión en el liderazgo y, por ende, en el control del poder. La repercusión de esta ausencia fue visible en el trámite traumático del conflicto que opuso las aspiraciones rivales del presidente Menem y de Eduardo Duhalde, que se postulaba como su sucesor. Conocemos el desenlace: Duhalde frustró las ambiciones re-eleccionistas de Menem, pero no pudo evitar terminar siendo arrastrado él también por las secuelas de la disputa. Al final de cuentas, el polo peronista experimentó en las urnas una derrota autoinfligida por la división de sus partidarios. ¿Qué decir de los años kirchneristas cuando los observamos desde esta perspectiva? Que esta fuente de la dialéctica oficialismo/oposición está de nuevo productiva, como lo están mostrando las reacciones encontradas que suscita en las filas del peronismo la pretensión apenas encubierta de Cristina Kirchner de extender su mandato presidencial.
Si bien es tributario de su débil institucionalización como organización partidaria, el conflicto en ciernes que conmueve al polo peronista tiene en las presentes circunstancias un perfil novedoso porque se está procesando sobre el telón de fondo de un proyecto ambicioso, la construcción de un posperonismo. En 2005 Néstor Kirchner declaró que a su juicio el ciclo histórico del peronismo tal como lo conocíamos estaba agotado. Ese veredicto recogía su inspiración del cuestionamiento de la izquierda peronista de corte setentista a «las formas tradicionales de hacer política» encarnadas en los jefes territoriales del partido y en los cuadros de la burocracia sindical. La cruzada regeneracionista de Kirchner, que alumbró la operación de la transversalidad y suscitó grandes expectativas entre los sobrevivientes de la experiencia del Frepaso, tropezó con un costo de oportunidad: no se puede gobernar y transformar al mismo tiempo la herramienta principal de gobierno como es el partido gobernante. De allí que a poco de andar fuera sustituida por una salida pragmática: la tregua con los apoyos partidarios alojados en los gobiernos de provincia, en la Legislatura, en los aparatos sindicales.
Luego de la rotunda victoria de 2011, el proyecto original ha retornado con fuerza, como lo muestra la búsqueda por parte de la Presidenta de respaldos menos dependientes de la estigmatizada máquina política del «pejotismo». Rodeada de movimientos piqueteros afines, de los jóvenes de La Cámpora, del séquito de la izquierda peronista, Cristina está apretando el paso tras la continuidad de su gestión. En su marcha está haciendo surgir a la luz grietas crecientes dentro del polo peronista. Para las jerarquías tradicionales del movimiento la reelección de la Presidenta o, en su defecto, el encumbramiento de quienes la acompañan, sólo promete cuatro años más de asedio a sus bastiones territoriales y, con ellos, la perspectiva aciaga de ser marginados de la vida política. Éste es el escenario en que se está reponiendo la dialéctica oficialismo/oposición dentro del movimiento creado por Perón, recubierta ahora por los pliegues de la pugna entre peronismo y posperonismo. Es posible que un observador externo a esa pugna encuentre difícil explicar la aspereza de unos enfrentamientos que se despliegan sin freno por la ausencia de una oposición competitiva. Quienes están involucrados en ellos no padecen esa miopía, tan propia del sentido común no peronista, porque saben que disputan por un trofeo mayor: la hegemonía sobre el principal partido nacional del país y, en ese carácter, un recurso estratégico para definir el derrotero del futuro político de la Argentina.
© LA NACION.
A fin de colocar en contexto las vicisitudes del polo no peronista quiero evocar, siguiendo una referencia hecha por Javier Zelaznik, el patrón de funcionamiento que caracteriza al sistema político de Suecia. Allí tenemos que un partido -la socialdemocracia- gana y gobierna durante varios períodos consecutivos gracias a la fragmentación de la oposición, hasta que arriba a una contienda electoral en la que es derrotado por una coalición de partidos rivales; ocurre, sin embargo, que esta coalición sólo consigue gobernar un período, al cabo del cual el partido predominante revalida sus credenciales y retoma el poder. En esta dinámica política la coalición opositora sólo está en condiciones de ofrecer un gobierno de transición entre uno y otro ciclo del partido predominante en el poder. Esto es, no logra ofrecer un gobierno de alternativa capaz de establecer una nueva trayectoria o, para decirlo con la fórmula que ya utilizamos, consigue llegar al gobierno, pero no consigue ser re-elegida y de este modo quebrar la duradera vigencia del partido predominante.
Esta clave de lectura captura a mi juicio bastante bien los avatares de la vida política argentina. Las victorias electorales del polo no peronista se han parecido mucho, como ha señalado Andrés Malamud, a los años sabáticos que se toma de tanto en tanto el polo peronista para reordenar su tropa y reemerger cohesionado bajo la conducción de nuevos liderazgos y con nuevas ofertas políticas en sintonía con los nuevos tiempos.
A partir de estas premisas, quisiera ahora abordar la coyuntura política más reciente. El punto de partida lo brinda el resultado de las elecciones presidenciales de 2011 . Ese resultado fue portador de una importante información. Me refiero a los 37 puntos de diferencia que distanciaron la victoria de la presidenta Cristina Fernández de la candidatura más votada entre las agrupaciones del polo no peronista. Esa formidable brecha puso de manifiesto el rasgo distintivo del panorama político actual, más concretamente, la pérdida de competitividad del sistema de partidos. Esta pérdida de competitividad, ha destacado Ana María Mustapic, tiene un gran impacto sobre el ejercicio del poder gubernamental. Un sistema de partidos competitivo presupone la expectativa de una alternancia en el timón del gobierno, y esa expectativa tiende a operar como un factor de moderación entre los ocupantes del poder. Hoy en día esos 37 puntos de diferencia a que aludimos hablan bien a las claras de que no hay rivales a la vista, es decir, no hay una oposición en condiciones de desafiar el actual predominio del polo peronista sobre el mercado político-electoral. Por lo tanto, no existen o son muy débiles las barreras de contención política a la gestión del poder por el partido gobernante.
Circunstancias como éstas contribuyen a recrear un fenómeno conocido en la historia política del país: el peronismo en el gobierno tiende a comportarse como un sistema político en sí mismo, es decir, a actuar simultáneamente como el oficialismo y la principal oposición. Dos son los factores que suelen promover esta dialéctica política. El primero de ellos es la amplitud y, por lo tanto, la diversidad de los apoyos que reúne como coalición de gobierno. La gravitación de este factor fue ostensible durante la administración del presidente Menem. Una vez en el gobierno, Menem supo hacer un viraje hacia el mundo de los negocios y las políticas de mercado sin perder por ello el respaldo de las bases tradicionales del peronismo. El costo de ese virtuosismo político es conocido: las principales tribulaciones por las que pasaron sus iniciativas le fueron ocasionadas por sus partidarios en el Congreso, en las provincias, en el sindicalismo, que se comportaron efectivamente como la principal oposición. En términos comparativos, la incidencia de este primer factor ha sido claramente menos importante durante la gestión del matrimonio Kirchner. Su coalición de gobierno no ha sido tan amplia como la que montó Menem; en consecuencia, no se caracteriza por tanta heterogeneidad de intereses ni tanto contraste de visiones. Además, el giro antinoventista emprendido a partir de 2003 ha estado más sintonizado con intereses y visiones típicamente peronistas, como el estatismo, el proteccionismo, la beneficencia social. De allí que las políticas públicas no hayan sido, como en los años de Menem, un terreno de conflictos.
El segundo factor que activa el contrapunto oficialismo/oposición cuando el polo peronista gobierna en su condición de partido predominante es la falta de reglas consensuadas para dirimir los problemas de sucesión en el liderazgo y, por ende, en el control del poder. La repercusión de esta ausencia fue visible en el trámite traumático del conflicto que opuso las aspiraciones rivales del presidente Menem y de Eduardo Duhalde, que se postulaba como su sucesor. Conocemos el desenlace: Duhalde frustró las ambiciones re-eleccionistas de Menem, pero no pudo evitar terminar siendo arrastrado él también por las secuelas de la disputa. Al final de cuentas, el polo peronista experimentó en las urnas una derrota autoinfligida por la división de sus partidarios. ¿Qué decir de los años kirchneristas cuando los observamos desde esta perspectiva? Que esta fuente de la dialéctica oficialismo/oposición está de nuevo productiva, como lo están mostrando las reacciones encontradas que suscita en las filas del peronismo la pretensión apenas encubierta de Cristina Kirchner de extender su mandato presidencial.
Si bien es tributario de su débil institucionalización como organización partidaria, el conflicto en ciernes que conmueve al polo peronista tiene en las presentes circunstancias un perfil novedoso porque se está procesando sobre el telón de fondo de un proyecto ambicioso, la construcción de un posperonismo. En 2005 Néstor Kirchner declaró que a su juicio el ciclo histórico del peronismo tal como lo conocíamos estaba agotado. Ese veredicto recogía su inspiración del cuestionamiento de la izquierda peronista de corte setentista a «las formas tradicionales de hacer política» encarnadas en los jefes territoriales del partido y en los cuadros de la burocracia sindical. La cruzada regeneracionista de Kirchner, que alumbró la operación de la transversalidad y suscitó grandes expectativas entre los sobrevivientes de la experiencia del Frepaso, tropezó con un costo de oportunidad: no se puede gobernar y transformar al mismo tiempo la herramienta principal de gobierno como es el partido gobernante. De allí que a poco de andar fuera sustituida por una salida pragmática: la tregua con los apoyos partidarios alojados en los gobiernos de provincia, en la Legislatura, en los aparatos sindicales.
Luego de la rotunda victoria de 2011, el proyecto original ha retornado con fuerza, como lo muestra la búsqueda por parte de la Presidenta de respaldos menos dependientes de la estigmatizada máquina política del «pejotismo». Rodeada de movimientos piqueteros afines, de los jóvenes de La Cámpora, del séquito de la izquierda peronista, Cristina está apretando el paso tras la continuidad de su gestión. En su marcha está haciendo surgir a la luz grietas crecientes dentro del polo peronista. Para las jerarquías tradicionales del movimiento la reelección de la Presidenta o, en su defecto, el encumbramiento de quienes la acompañan, sólo promete cuatro años más de asedio a sus bastiones territoriales y, con ellos, la perspectiva aciaga de ser marginados de la vida política. Éste es el escenario en que se está reponiendo la dialéctica oficialismo/oposición dentro del movimiento creado por Perón, recubierta ahora por los pliegues de la pugna entre peronismo y posperonismo. Es posible que un observador externo a esa pugna encuentre difícil explicar la aspereza de unos enfrentamientos que se despliegan sin freno por la ausencia de una oposición competitiva. Quienes están involucrados en ellos no padecen esa miopía, tan propia del sentido común no peronista, porque saben que disputan por un trofeo mayor: la hegemonía sobre el principal partido nacional del país y, en ese carácter, un recurso estratégico para definir el derrotero del futuro político de la Argentina.
© LA NACION.