Las elecciones que se celebrarán el próximo domingo dejan en evidencia cómo Chile se ha plegado a un proceso muy extendido en Occidente. La reconfiguración del sistema de partidos que había organizado el juego del poder desde finales del siglo pasado. Como en Italia o en Brasil, como en Francia o en la Argentina, las etiquetas conocidas no sirven para identificar a los actores de la actual vida pública chilena.
La novedad sobresaliente se verifica en el oficialismo. Nueva Mayoría, heredera de la Concertación nacida en 1988, se fracturó. Sus socios principales, el Socialismo y la Democracia Cristiana, compiten ahora con candidatos diferentes. Los demócrata-cristianos postulan a la senadora Carolina Goic, a quien los últimos sondeos de opinión prometen el 6% de los votos.
El Partido Socialista de Michelle Bachelet, la presidenta, ofrece a alguien ajeno a sus filas. Es Alejandro Guillier, también senador. Guillier, un periodista independiente, ocupa el segundo lugar en la carrera. Una encuesta de la consultora Cadem le asigna el 23% de los votos.
La propuesta oficialista expresa el estilo combativo del segundo período de Bachelet. Un lejano eco de la consigna “Avanzar sin transar” de los tiempos de Salvador Allende, que se proyectó en las reformas educativa y tributaria de la administración actual. La génesis de la candidatura de Guillier corrobora esta orientación. Surgió en abril, de una votación secreta en la que el Comité Central frustró las aspiraciones del líder histórico, Ricardo Lagos. Con la propuesta de Lagos quedó descartada también una estrategia: la de preservar el centro a través de la negociación y el consenso.
El problema de esta radicalización es que no consigue reabsorber las disidencias que florecen a su izquierda. El domingo no sólo volverá a competir el tenaz Marco Enriquez Ominami, un ex socialista que podría arañar el 5% de la elección. El Frente Amplio postula a Beatriz Sánchez, también periodista, quien podría obtener el 14% de los votos. El Frente representa una opción estatista, que se sostiene en el movimiento estudiantil, decisivo en el comportamiento de la izquierda durante la última década. Los líderes de esa fuerza, Giorgio Jackson y Gabriel Boris, no pueden competir porque todavía no tienen los 35 años de edad que se requieren para ejercer la presidencia.
Hacia la derecha también aparecen variantes ortodoxas. La principal es la de José Antonio Kast. Abogado y militante católico, Kast abandonó en 2016 la UDI pinochetista. Encarna una moral irreprochable, recostada sobre valores ultra conservadores.
Es posible que Kast produzca un daño cuantitativo a Sebastián Piñera, que es el favorito de esta competencia. Los sondeos le atribuyen 5% de las preferencias. Piñera ronda el 45% de los votos. Se calcula que, si no llega a 50%, bastaría que supere a Guillier por 15 puntos para asegurarse el triunfo en la segunda vuelta. Kast, sin embargo, colabora con Piñera: le facilita, por comparación, su instalación en el centro del arco político.
La de Piñera es otra metamorfosis relevante del escenario chileno. El ex presidente se empeña en aclarar que no pertenece a la derecha. La advertencia solía justificarse en que nunca simpatizó con Augusto Pinochet. Pero han aparecido nuevos motivos para este encuadramiento. El más notorio es la influencia de dos asesores que han migrado desde el marxismo hacia un liberalismo progresista. Uno de ellos es Mauricio Rojas, economista al que la dictadura obligó a exiliarse en Suecia, donde llegó a ser diputado por el partido Popular Liberal. El otro es el escritor Roberto Ampuero, quien pasó los años del exilio en la República Democrática Alemana y en Cuba, donde rompió con el Partido Comunista. Ampuero fue ministro de Cultura de Piñera.
La gravitación de estos conversos, como ellos mismos se llaman, ha equilibrado y, quizá, superado la de los Chicago boys que rodeaban a Piñera. Un grupo liderado por Cristián Larroulet, del célebre Instituto de Libertad y Desarrollo.
Este tránsito hacia el centro del candidato de Chile Vamos no se beneficia sólo por la aparición de un tradicionalista como Kast. Piñera está realizando un rescate subliminal. El de la política consensual de Lagos, a la que el socialismo renunció. La campaña deja la sensación de que este Piñera es heredero de Lagos más que de sí mismo.
La transfiguración, que resulta inexplicable sin el asesoramiento de Andrés Chadwick, el colaborador clave del ex presidente, no debería sorprender. Piñera se integra a un modelo que ya tiene ejemplares de escala regional. El más obvio es el colombiano Juan Manuel Santos, quien en vez de reflejarse en su antecesor Álvaro Uribe, prefirió el espejo de Bill Clinton, Tony Blair, Felipe González, Fernando Henrique Cardoso o el propio Lagos, a quienes reunió en Bogotá en 2014, para relanzar la tercera vía. También el argentino Mauricio Macri rechaza ser identificado como un líder de derecha. Sólo que, en su caso, la tercera vía se llama gradualismo.
El identikit de Piñera se asemeja al de Macri, a quien el chileno visita varias veces al año. Ambos provienen del empresariado. Los dos tuvieron una experiencia como dirigentes futbolísticos. Profesan un mismo desdén por las burocracias partidarias. Son optimistas frente a la globalización. Aunque la competitividad darwiniana ahora se compensa con el acompañamiento de la mano del Estado.
Este nuevo orden, caracterizado por una representación atomizada y un eclipse de las dogmáticas clásicas, no termina de comprenderse sin un factor importantísimo. Cambia la política porque cambia el electorado. Su centro de gravedad está en una nueva clase media que ha entrado a escena en toda América Latina. Pero no se agota en ese sector. También hay nuevos pobres. Son los que no pretenden un subsidio. Aspiran a una oportunidad. La derecha, remodelada, parece estar más cerca de entender este fenómeno que la izquierda tradicional.
La novedad sobresaliente se verifica en el oficialismo. Nueva Mayoría, heredera de la Concertación nacida en 1988, se fracturó. Sus socios principales, el Socialismo y la Democracia Cristiana, compiten ahora con candidatos diferentes. Los demócrata-cristianos postulan a la senadora Carolina Goic, a quien los últimos sondeos de opinión prometen el 6% de los votos.
El Partido Socialista de Michelle Bachelet, la presidenta, ofrece a alguien ajeno a sus filas. Es Alejandro Guillier, también senador. Guillier, un periodista independiente, ocupa el segundo lugar en la carrera. Una encuesta de la consultora Cadem le asigna el 23% de los votos.
La propuesta oficialista expresa el estilo combativo del segundo período de Bachelet. Un lejano eco de la consigna “Avanzar sin transar” de los tiempos de Salvador Allende, que se proyectó en las reformas educativa y tributaria de la administración actual. La génesis de la candidatura de Guillier corrobora esta orientación. Surgió en abril, de una votación secreta en la que el Comité Central frustró las aspiraciones del líder histórico, Ricardo Lagos. Con la propuesta de Lagos quedó descartada también una estrategia: la de preservar el centro a través de la negociación y el consenso.
El problema de esta radicalización es que no consigue reabsorber las disidencias que florecen a su izquierda. El domingo no sólo volverá a competir el tenaz Marco Enriquez Ominami, un ex socialista que podría arañar el 5% de la elección. El Frente Amplio postula a Beatriz Sánchez, también periodista, quien podría obtener el 14% de los votos. El Frente representa una opción estatista, que se sostiene en el movimiento estudiantil, decisivo en el comportamiento de la izquierda durante la última década. Los líderes de esa fuerza, Giorgio Jackson y Gabriel Boris, no pueden competir porque todavía no tienen los 35 años de edad que se requieren para ejercer la presidencia.
Hacia la derecha también aparecen variantes ortodoxas. La principal es la de José Antonio Kast. Abogado y militante católico, Kast abandonó en 2016 la UDI pinochetista. Encarna una moral irreprochable, recostada sobre valores ultra conservadores.
Es posible que Kast produzca un daño cuantitativo a Sebastián Piñera, que es el favorito de esta competencia. Los sondeos le atribuyen 5% de las preferencias. Piñera ronda el 45% de los votos. Se calcula que, si no llega a 50%, bastaría que supere a Guillier por 15 puntos para asegurarse el triunfo en la segunda vuelta. Kast, sin embargo, colabora con Piñera: le facilita, por comparación, su instalación en el centro del arco político.
La de Piñera es otra metamorfosis relevante del escenario chileno. El ex presidente se empeña en aclarar que no pertenece a la derecha. La advertencia solía justificarse en que nunca simpatizó con Augusto Pinochet. Pero han aparecido nuevos motivos para este encuadramiento. El más notorio es la influencia de dos asesores que han migrado desde el marxismo hacia un liberalismo progresista. Uno de ellos es Mauricio Rojas, economista al que la dictadura obligó a exiliarse en Suecia, donde llegó a ser diputado por el partido Popular Liberal. El otro es el escritor Roberto Ampuero, quien pasó los años del exilio en la República Democrática Alemana y en Cuba, donde rompió con el Partido Comunista. Ampuero fue ministro de Cultura de Piñera.
La gravitación de estos conversos, como ellos mismos se llaman, ha equilibrado y, quizá, superado la de los Chicago boys que rodeaban a Piñera. Un grupo liderado por Cristián Larroulet, del célebre Instituto de Libertad y Desarrollo.
Este tránsito hacia el centro del candidato de Chile Vamos no se beneficia sólo por la aparición de un tradicionalista como Kast. Piñera está realizando un rescate subliminal. El de la política consensual de Lagos, a la que el socialismo renunció. La campaña deja la sensación de que este Piñera es heredero de Lagos más que de sí mismo.
La transfiguración, que resulta inexplicable sin el asesoramiento de Andrés Chadwick, el colaborador clave del ex presidente, no debería sorprender. Piñera se integra a un modelo que ya tiene ejemplares de escala regional. El más obvio es el colombiano Juan Manuel Santos, quien en vez de reflejarse en su antecesor Álvaro Uribe, prefirió el espejo de Bill Clinton, Tony Blair, Felipe González, Fernando Henrique Cardoso o el propio Lagos, a quienes reunió en Bogotá en 2014, para relanzar la tercera vía. También el argentino Mauricio Macri rechaza ser identificado como un líder de derecha. Sólo que, en su caso, la tercera vía se llama gradualismo.
El identikit de Piñera se asemeja al de Macri, a quien el chileno visita varias veces al año. Ambos provienen del empresariado. Los dos tuvieron una experiencia como dirigentes futbolísticos. Profesan un mismo desdén por las burocracias partidarias. Son optimistas frente a la globalización. Aunque la competitividad darwiniana ahora se compensa con el acompañamiento de la mano del Estado.
Este nuevo orden, caracterizado por una representación atomizada y un eclipse de las dogmáticas clásicas, no termina de comprenderse sin un factor importantísimo. Cambia la política porque cambia el electorado. Su centro de gravedad está en una nueva clase media que ha entrado a escena en toda América Latina. Pero no se agota en ese sector. También hay nuevos pobres. Son los que no pretenden un subsidio. Aspiran a una oportunidad. La derecha, remodelada, parece estar más cerca de entender este fenómeno que la izquierda tradicional.