01/12/12
Dejando a un lado su habitual registro humorístico, Julian Barnes (Leicester, 1946) ha novelado la angustia que causan en la vida propia y en la de las personas cercanas las decisiones erróneas del pasado . Avanzada la sesentena, Barnes, igual que otros autores de su generación, se ha lanzado a dialogar con ese amigo inesperado que hacemos a partir de cierta edad y que nos acompañará fielmente hasta el fin de los días: el propio pasado.
El sentido de un final (Anagrama /Angle) narra los días en que Tony Webster, también cumplidos los sesenta, cree vivir un armonioso retiro interior que se basa en cierta intrascendencia … para descubrir de repente, con horror, que el pasado que creía sellado es capaz de abrirse para abocarlo a abismos de remordimiento. Una herencia y unos textos que se refieren a su relación con una novia lejana tienen la culpa de tanto pesar.
Al lector le asaltarán dudas sobre su propio pasado y sobre qué palabras fue capaz de pronunciar o escribir creyéndolas inocuas pero que, en realidad, hicieron daño a las personas a las que iban dirigidas . Barnes novela ahora el sentimiento de culpa.
Quienes tengan la edad de Webster dentro de veinte años lo tendrán mucho más difícil. De entrada, el rastro que dejamos en las redes sociales es mucho más perdurable que cuando las relaciones eran sólo presenciales o epistolares.
La vida en red, la atomización de los medios y la aceleración del día a día abocan a un estado permanente de opinión . Y quien tiene boca se equivoca, y cuando alguien se ve obligado a pronunciarse a menudo se equivoca muchas veces. En ocasiones, ni siquiera se trata de opiniones forzadas: tener a mano un altavoz de la potencia de Twitter lleva a algunos adultos a cometer errores que arrastrarán hasta el fin de sus días.
La grieta que se abre a los pies de un personaje de ficción cuando se reencuentra con un manuscrito del pasado es una minucia comparada con la sima que se esconde tras un clic desafortunado que se multiplicará hasta el infinito.
Copyright La Vanguardia, 2012.
Dejando a un lado su habitual registro humorístico, Julian Barnes (Leicester, 1946) ha novelado la angustia que causan en la vida propia y en la de las personas cercanas las decisiones erróneas del pasado . Avanzada la sesentena, Barnes, igual que otros autores de su generación, se ha lanzado a dialogar con ese amigo inesperado que hacemos a partir de cierta edad y que nos acompañará fielmente hasta el fin de los días: el propio pasado.
El sentido de un final (Anagrama /Angle) narra los días en que Tony Webster, también cumplidos los sesenta, cree vivir un armonioso retiro interior que se basa en cierta intrascendencia … para descubrir de repente, con horror, que el pasado que creía sellado es capaz de abrirse para abocarlo a abismos de remordimiento. Una herencia y unos textos que se refieren a su relación con una novia lejana tienen la culpa de tanto pesar.
Al lector le asaltarán dudas sobre su propio pasado y sobre qué palabras fue capaz de pronunciar o escribir creyéndolas inocuas pero que, en realidad, hicieron daño a las personas a las que iban dirigidas . Barnes novela ahora el sentimiento de culpa.
Quienes tengan la edad de Webster dentro de veinte años lo tendrán mucho más difícil. De entrada, el rastro que dejamos en las redes sociales es mucho más perdurable que cuando las relaciones eran sólo presenciales o epistolares.
La vida en red, la atomización de los medios y la aceleración del día a día abocan a un estado permanente de opinión . Y quien tiene boca se equivoca, y cuando alguien se ve obligado a pronunciarse a menudo se equivoca muchas veces. En ocasiones, ni siquiera se trata de opiniones forzadas: tener a mano un altavoz de la potencia de Twitter lleva a algunos adultos a cometer errores que arrastrarán hasta el fin de sus días.
La grieta que se abre a los pies de un personaje de ficción cuando se reencuentra con un manuscrito del pasado es una minucia comparada con la sima que se esconde tras un clic desafortunado que se multiplicará hasta el infinito.
Copyright La Vanguardia, 2012.