El país comenzó a ponerse anoche, de la mano de la mayoría legislativa del kirchnerismo,bajo el imperio de una democracia plebiscitaria. Es decir, un orden en el cual el poder de las mayorías es absoluto.
Ese nuevo régimen será modelado por dos iniciativas. Cristina Kirchner se propuso que los integrantes del Consejo de la Magistratura surjan de elecciones generales, postulados en la boleta de un partido. Por lo tanto, los jueces designados por esos consejeros deberán subordinarse a la fuerza política que obtenga más votos. El Gobierno se garantiza, de tal manera, que la independencia de la Justicia quede eliminada.
Además, los ciudadanos que se sientan afectados en sus derechos tendrán limitados los amparos, sobre todo si se oponen a una decisión gubernamental. La esfera personal será, entonces, aplastada por el Estado.
Ambos movimientos -el sometimiento de la Justicia a quien se haya impuesto en los comicios y el sacrificio de los derechos individuales en el altar del sector público- se realizan en nombre de la soberanía popular.
La reforma es presentada como una «democratización», que interpreta la democracia como la dictadura de una mayoría. Del 54% de los votos que obtuvo en 2011, la Presidenta dedujo un programa: «Vamos por todo». Anoche ese programa era ejecutado por sus diputados.
Esta concepción repone un viejo interrogante: ¿es soberano el pueblo o son soberanos los valores en que se fundamenta la democracia? El filósofo italiano Paolo Flores d’Arcais analizó ese dilema en un artículo publicado en el diario madrileño El País en febrero del año 2000. Y respondió: «En democracia, el consenso electoral, el principio de la mayoría, es importante, sí, pero no fundamental en el sentido etimológico de la palabra, no está en el fundamento de la democracia. Es la técnica ineludible del funcionamiento de las instituciones, pero su fundamento -mucho más irrenunciable, por lo tanto- está en otra parte: en el respeto a los derechos civiles de las minorías (hasta de esa minoría extrema que constituye cada uno de los disidentes), en el rechazo a cualquier xenofobia, en el antifascismo (un tema, este último, sobre el que volveremos). Sobre estos dos valores no hay mayoría que aguante: una mayoría (aun aplastante) que los rechace es, desde luego, mayoría, pero está ya fuera de la democracia. Es, democráticamente hablando, ilegítima».
Flores d’Arcais escribía esto cuando el Consejo de Europa propuso el aislamiento del gobierno austríaco del neonazi Jörg Haider, surgido de un proceso electoral inobjetable.
Mediante la consagración de la regla de la mayoría como único criterio de legitimidad, el Gobierno aspira a desbordar los límites del espacio institucional. «Quien gana las elecciones debe dominar los tres poderes», definió Diana Conti. Pero la apelación a la voluntad del pueblo pretende también derribar la barrera temporal. El 18 de marzo pasado, en Paraná, los gobernadores alineados con la Casa Rosada propusieron un plebiscito para modificar la Constitución y postular a Cristina Kirchner en 2015.
La Presidenta confía su supervivencia a las leyes que se debatían anoche. Cuando la aprobación corrió peligro, se puso al frente de la batalla parlamentaria. Contó con la ayuda de organizaciones no gubernamentales que, candorosas, le identificaron a los doce diputados que podrían traicionarla. Fracasó en ese momento el sigiloso grupo de peronistas que, con Eduardo Duhalde al frente, trabajó durante tres semanas para dar vuelta la votación.
Cristina Kirchner convocó a Julián Domínguez, a Agustín Rossi y a Conti y, listado en mano, puso en marcha la máquina de triturar autonomías. Se ve que la persuasión fue temible. Desde anteayer, alguno de esos sospechosos, como Walter Wayar, sobreactuó su fanatismo en favor de la propuesta. A otro norteño se lo vio ayer en la antesala de la secretaría de la Cámara, donde se resuelven las urgencias materiales. La carne es débil.
La señora de Kirchner continuó persuadiendo durante la sesión: «Ni se te ocurra un cuarto intermedio. Van a rodar cabezas», ordenó a Domínguez, quien, aterrorizado, convirtió a la Cámara en un calabozo, improvisando un catering para pasar la noche.
Domínguez y Rossi, el jefe de la bancada kirchnerista, sacaron provecho del acuerdo de la Presidenta con Ricardo Lorenzetti para que la Corte Suprema conserve la administración judicial. «¿Vieron que las diferencias están arregladas? Los proyectos son constitucionales. Voten tranquilos», repetía Rossi ante los diputados que flaqueaban.
En la Corte insisten en que Lorenzetti sólo evitó un conflicto de poderes, recordando a la señora de Kirchner que una acordada del tribunal podría anular la ley que le arrebataba los fondos. Es muy difícil que la Presidenta haya arrancado a Lorenzetti el compromiso de declarar la constitucionalidad del nuevo sistema. El no se lo podría asegurar. La Corte no alcanzó un acuerdo sobre las nuevas reglas. Para advertir las diferencias que pueden aparecer alcanza con repasar el diario de sesiones de la Constituyente de 1994. Allí aparece una larga y brillante exposición de Raúl Zaffaroni sobre el lugar del Consejo de la Magistratura en el constitucionalismo europeo de posguerra.
Zaffaroni censura, por un lado, la propensión endogámica de las organizaciones judiciales dominadas por los tribunales superiores. Por otro, advierte sobre el peligro de una falsa democratización, como la que caracterizó a España: «La impaciencia (…) desvirtuó la esencia del Consejo. Ahora son jueces amigos de los políticos y juristas amigos de los políticos repartidos entre los dos partidos».
Zaffaroni quería que los constituyentes organizaran el Consejo con precisión para que no lo hiciera una mayoría legislativa ocasional: «La lucha partidista es impiadosa. Nadie cede poder. En consecuencia, si lo dejamos librado a eso lo más probable es que este Consejo termine desvirtuado como institución». Profético.
El servicio que Cristina Kirchner necesita de la Corte es muy concreto: que no se declare la inconstitucionalidad de la reforma del Consejo antes del 13 de mayo. Ese día ella debe convocar a las primarias (PASO) y pretende incluir la elección de consejeros. Para lograrlo cuenta con más de un instrumento. En principio, promulgará la limitación a las cautelares que espera ver aprobada para hoy. Esa ley establece que cuando el Estado apela una cautelar ésta pierde su carácter suspensivo. Es decir, la medida objetada mantiene sus efectos. Además, está el per saltum. Por lo tanto, si alguien pretendiera bloquear la elección de consejeros con un recurso de amparo, el Gobierno iría a la Corte sin escalas, mientras el proceso electoral sigue su curso. Sólo haría falta que Lorenzetti y sus colegas demoren en resolver el conflicto.
No es algo a lo que no estén habituados. En 2006, la Asociación de Abogados de Buenos Aires y el abogado Ricardo Monner Sans pidieron que se declare inconstitucional la remodelación del Consejo de la Magistratura sancionada aquel año, bajo el liderazgo de la entonces senadora Kirchner. El expediente duerme en la Corte. La semana pasada la Asociación pidió un irónico «pronto despacho».
La Presidenta espera sacar de la «democratización» de los tribunales un par de beneficios más inmediatos. Con el disciplinamiento de los magistrados se emancipará de un equipo de operadores judiciales cuya mediación la fastidia.
La otra ventaja es electoral. Ella pretende que este año la boleta oficialista de todos los distritos lleve un tramo de candidatos a consejeros designados por el gobierno nacional. Ese artilugio sería una nueva humillación para los gobernadores adictos. Cualquier triunfo sería atribuido al comando de Olivos. También daría una ventaja frente a una oposición pulverizada.
Esta ingeniería es paradójica. Pensada para acumular poder, el kirchnerismo pierde poder en su construcción. Con independencia del números de votos que alcance la reforma, el trámite dejó expuestas dos fracturas relevantes. Con Daniel Scioli y con Sergio Massa. Son las figuras más atractivas de la provincia de Buenos Aires. Los escasos diputados que ambos controlan votaron en contra. Cualquiera sea la táctica electoral que adopten, ambos quedaron fuera del espacio oficialista. La razón es sencilla: Massa y Scioli creen que la pérdida de adhesión que padece la Presidenta es irreversible.
Ella, mientras tanto, aplica la misma receta a todos los desequilibrios. Enfrentó la inflación con controles de precios y una intervención al Indec. A la penuria energética le contestó con una estatización. Y acorraló con un cepo las presiones sobre el dólar. La crítica de los medios fue encarada con una reglamentación. Y espera sofocar la insubordinación de la Justicia con el cambio de reglas que debatía anoche el parlamento.
La disidencia de Scioli y de Massa es la señal de que hay otro sector que se ha desbalanceado: el mercado electoral. ¿Habrá alguna ortopedia que permita reordenarlo? Tal vez no. Es el problema de la soberanía popular..
Ese nuevo régimen será modelado por dos iniciativas. Cristina Kirchner se propuso que los integrantes del Consejo de la Magistratura surjan de elecciones generales, postulados en la boleta de un partido. Por lo tanto, los jueces designados por esos consejeros deberán subordinarse a la fuerza política que obtenga más votos. El Gobierno se garantiza, de tal manera, que la independencia de la Justicia quede eliminada.
Además, los ciudadanos que se sientan afectados en sus derechos tendrán limitados los amparos, sobre todo si se oponen a una decisión gubernamental. La esfera personal será, entonces, aplastada por el Estado.
Ambos movimientos -el sometimiento de la Justicia a quien se haya impuesto en los comicios y el sacrificio de los derechos individuales en el altar del sector público- se realizan en nombre de la soberanía popular.
La reforma es presentada como una «democratización», que interpreta la democracia como la dictadura de una mayoría. Del 54% de los votos que obtuvo en 2011, la Presidenta dedujo un programa: «Vamos por todo». Anoche ese programa era ejecutado por sus diputados.
Esta concepción repone un viejo interrogante: ¿es soberano el pueblo o son soberanos los valores en que se fundamenta la democracia? El filósofo italiano Paolo Flores d’Arcais analizó ese dilema en un artículo publicado en el diario madrileño El País en febrero del año 2000. Y respondió: «En democracia, el consenso electoral, el principio de la mayoría, es importante, sí, pero no fundamental en el sentido etimológico de la palabra, no está en el fundamento de la democracia. Es la técnica ineludible del funcionamiento de las instituciones, pero su fundamento -mucho más irrenunciable, por lo tanto- está en otra parte: en el respeto a los derechos civiles de las minorías (hasta de esa minoría extrema que constituye cada uno de los disidentes), en el rechazo a cualquier xenofobia, en el antifascismo (un tema, este último, sobre el que volveremos). Sobre estos dos valores no hay mayoría que aguante: una mayoría (aun aplastante) que los rechace es, desde luego, mayoría, pero está ya fuera de la democracia. Es, democráticamente hablando, ilegítima».
Flores d’Arcais escribía esto cuando el Consejo de Europa propuso el aislamiento del gobierno austríaco del neonazi Jörg Haider, surgido de un proceso electoral inobjetable.
Mediante la consagración de la regla de la mayoría como único criterio de legitimidad, el Gobierno aspira a desbordar los límites del espacio institucional. «Quien gana las elecciones debe dominar los tres poderes», definió Diana Conti. Pero la apelación a la voluntad del pueblo pretende también derribar la barrera temporal. El 18 de marzo pasado, en Paraná, los gobernadores alineados con la Casa Rosada propusieron un plebiscito para modificar la Constitución y postular a Cristina Kirchner en 2015.
La Presidenta confía su supervivencia a las leyes que se debatían anoche. Cuando la aprobación corrió peligro, se puso al frente de la batalla parlamentaria. Contó con la ayuda de organizaciones no gubernamentales que, candorosas, le identificaron a los doce diputados que podrían traicionarla. Fracasó en ese momento el sigiloso grupo de peronistas que, con Eduardo Duhalde al frente, trabajó durante tres semanas para dar vuelta la votación.
Cristina Kirchner convocó a Julián Domínguez, a Agustín Rossi y a Conti y, listado en mano, puso en marcha la máquina de triturar autonomías. Se ve que la persuasión fue temible. Desde anteayer, alguno de esos sospechosos, como Walter Wayar, sobreactuó su fanatismo en favor de la propuesta. A otro norteño se lo vio ayer en la antesala de la secretaría de la Cámara, donde se resuelven las urgencias materiales. La carne es débil.
La señora de Kirchner continuó persuadiendo durante la sesión: «Ni se te ocurra un cuarto intermedio. Van a rodar cabezas», ordenó a Domínguez, quien, aterrorizado, convirtió a la Cámara en un calabozo, improvisando un catering para pasar la noche.
Domínguez y Rossi, el jefe de la bancada kirchnerista, sacaron provecho del acuerdo de la Presidenta con Ricardo Lorenzetti para que la Corte Suprema conserve la administración judicial. «¿Vieron que las diferencias están arregladas? Los proyectos son constitucionales. Voten tranquilos», repetía Rossi ante los diputados que flaqueaban.
En la Corte insisten en que Lorenzetti sólo evitó un conflicto de poderes, recordando a la señora de Kirchner que una acordada del tribunal podría anular la ley que le arrebataba los fondos. Es muy difícil que la Presidenta haya arrancado a Lorenzetti el compromiso de declarar la constitucionalidad del nuevo sistema. El no se lo podría asegurar. La Corte no alcanzó un acuerdo sobre las nuevas reglas. Para advertir las diferencias que pueden aparecer alcanza con repasar el diario de sesiones de la Constituyente de 1994. Allí aparece una larga y brillante exposición de Raúl Zaffaroni sobre el lugar del Consejo de la Magistratura en el constitucionalismo europeo de posguerra.
Zaffaroni censura, por un lado, la propensión endogámica de las organizaciones judiciales dominadas por los tribunales superiores. Por otro, advierte sobre el peligro de una falsa democratización, como la que caracterizó a España: «La impaciencia (…) desvirtuó la esencia del Consejo. Ahora son jueces amigos de los políticos y juristas amigos de los políticos repartidos entre los dos partidos».
Zaffaroni quería que los constituyentes organizaran el Consejo con precisión para que no lo hiciera una mayoría legislativa ocasional: «La lucha partidista es impiadosa. Nadie cede poder. En consecuencia, si lo dejamos librado a eso lo más probable es que este Consejo termine desvirtuado como institución». Profético.
El servicio que Cristina Kirchner necesita de la Corte es muy concreto: que no se declare la inconstitucionalidad de la reforma del Consejo antes del 13 de mayo. Ese día ella debe convocar a las primarias (PASO) y pretende incluir la elección de consejeros. Para lograrlo cuenta con más de un instrumento. En principio, promulgará la limitación a las cautelares que espera ver aprobada para hoy. Esa ley establece que cuando el Estado apela una cautelar ésta pierde su carácter suspensivo. Es decir, la medida objetada mantiene sus efectos. Además, está el per saltum. Por lo tanto, si alguien pretendiera bloquear la elección de consejeros con un recurso de amparo, el Gobierno iría a la Corte sin escalas, mientras el proceso electoral sigue su curso. Sólo haría falta que Lorenzetti y sus colegas demoren en resolver el conflicto.
No es algo a lo que no estén habituados. En 2006, la Asociación de Abogados de Buenos Aires y el abogado Ricardo Monner Sans pidieron que se declare inconstitucional la remodelación del Consejo de la Magistratura sancionada aquel año, bajo el liderazgo de la entonces senadora Kirchner. El expediente duerme en la Corte. La semana pasada la Asociación pidió un irónico «pronto despacho».
La Presidenta espera sacar de la «democratización» de los tribunales un par de beneficios más inmediatos. Con el disciplinamiento de los magistrados se emancipará de un equipo de operadores judiciales cuya mediación la fastidia.
La otra ventaja es electoral. Ella pretende que este año la boleta oficialista de todos los distritos lleve un tramo de candidatos a consejeros designados por el gobierno nacional. Ese artilugio sería una nueva humillación para los gobernadores adictos. Cualquier triunfo sería atribuido al comando de Olivos. También daría una ventaja frente a una oposición pulverizada.
Esta ingeniería es paradójica. Pensada para acumular poder, el kirchnerismo pierde poder en su construcción. Con independencia del números de votos que alcance la reforma, el trámite dejó expuestas dos fracturas relevantes. Con Daniel Scioli y con Sergio Massa. Son las figuras más atractivas de la provincia de Buenos Aires. Los escasos diputados que ambos controlan votaron en contra. Cualquiera sea la táctica electoral que adopten, ambos quedaron fuera del espacio oficialista. La razón es sencilla: Massa y Scioli creen que la pérdida de adhesión que padece la Presidenta es irreversible.
Ella, mientras tanto, aplica la misma receta a todos los desequilibrios. Enfrentó la inflación con controles de precios y una intervención al Indec. A la penuria energética le contestó con una estatización. Y acorraló con un cepo las presiones sobre el dólar. La crítica de los medios fue encarada con una reglamentación. Y espera sofocar la insubordinación de la Justicia con el cambio de reglas que debatía anoche el parlamento.
La disidencia de Scioli y de Massa es la señal de que hay otro sector que se ha desbalanceado: el mercado electoral. ¿Habrá alguna ortopedia que permita reordenarlo? Tal vez no. Es el problema de la soberanía popular..
El «filósofo» (?) italiano Paolo Flores, conocidísimo en su barrio, estableció según Pagni que la voluntad popular no es un elemento fundamental de la democracia.Es una opinión y no la más importante ni la mejor fundada.Hay otras y sin salir de la península itálica existen por lo menos dos:1.Alessandro Pizzorno «…la democracia es el sistema en el que hay libertad para las identificaciones colectivas…», fórmula que a los amanuenses de la Nación les resulta tóxica (tiene mucho tufo popular)
2.Umberto Cerroni, quien instala como soporte de la democracia la voluntad popular, el sufragio, regido por el principio cada «testa un voto» y resulta mejor contar «las testas que romperlas». Estos tipos reservan para sí la condición de ilustrados, pero no lñes sale.