¿Podrá Trump gobernar los Estados Unidos?

Foto: LA NACION
Mientras los analistas realizan una nueva autopsia de las encuestas fallidas, los líderes políticos, desde Washington hasta Pekín, no dejan de hacerse esta pregunta.
El nuevo presidente no había competido nunca por un cargo electivo. Llegará a la Casa Blanca sin experiencia de gobierno, sin un equipo de gestión probado y con la hostilidad manifiesta de buena parte de la población y la clase política. ¿Qué le espera?
El punto de partida no es alentador. Estas elecciones completaron un proceso de polarización incubado desde hace décadas. Los estudios de opinión pública muestran que la sociedad norteamericana se encuentra fuertemente dividida, no en términos de ideología sino de identidad partidaria. Esta brecha partidista se ve potenciada por el sistema de elecciones primarias. Dado que el voto es voluntario y apenas una minoría de ciudadanos participa, los grupos con preferencias más extremas suelen ganar el control de las candidaturas.
La venerable tradición de congresistas moderados está en extinción. En el Congreso no existen ya demócratas de derecha y republicanos de centro capaces de negociar acuerdos legislativos como en los «felices» tiempos de la Guerra Fría.
Una Casa Blanca liderada por Donald Trump no parece la mejor opción para superar este patrón de disfuncionalidad y conflicto. Tras conocer el resultado, el candidato ganador ha intentado ser magnánimo, pero su trayectoria augura un estilo de liderazgo personalista e impredecible.
La principal ventaja de Trump radicó en que tenía poco que perder. A diferencia de los candidatos del establishment, su estrategia consistió en violar los tabúes políticos para redefinir las fronteras del debate y desorientar a sus horrorizados adversarios.
Trump sacudió el imaginario progresista al atacar abiertamente a las minorías étnicas y a las mujeres. Caracterizó a los inmigrantes ilegales mexicanos como violadores y asesinos, propuso impedir que los musulmanes ingresen a los Estados Unidos, sugirió que la moderadora de un debate era hostil por culpa del ciclo menstrual y declaró que las mujeres que realizan un aborto deberían ser castigadas. También quebró los tabúes de la cultura republicana al menospreciar al senador John McCain por haber sido capturado en Vietnam y al discutir con los padres de un soldado (musulmán) muerto en la guerra de Irak.
Esta estrategia de confrontación logró agitar a los votantes blancos -sobre todo los hombres sin educación universitaria- que se sienten poco representados por una elite política distante, sufren el rechazo de la clase media cosmopolita y añoran un pasado industrial de pleno empleo. El candidato republicano ganó en los bastiones rurales del centro y del sur del país. Las regiones costeras y las zonas urbanas más prósperas del Sur votaron por la candidata demócrata, pero Trump cosechó mayorías ajustadas en estados clave como Florida, Pennsylvania y Ohio. Y dado que quien gana la mayor cantidad de votos recibe la totalidad de electores en casi todos los estados, estas diferencias fueron suficientes para superar los 270 votos necesarios en el colegio electoral.
El presidente electo no está atado a un plan de gobierno -sus propuestas son engañosamente simples-, pero prometió acabar con un sistema político esclerótico y corrupto. Nadie representa mejor este sistema que Hillary Clinton, una política profesional con enorme trayectoria y experiencia, pero carente de carisma y credibilidad frente al electorado. Es tentador pensar que un candidato heterodoxo como Trump sólo podía ganar frente a una candidata desprestigiada como Clinton, pero el argumento opuesto también hubiese sido correcto. Muchos demócratas desencantados apoyaron a Clinton sólo para resistir el ascenso del magnate.
La candidatura desafiante, que constituyó una enorme ventaja en el proceso electoral, libera al ganador de cualquier compromiso con los poderes existentes, pero puede tornarse en un serio pasivo a la hora de gobernar. En un estudio de países presidenciales, entre 1980 y 2007, el politólogo Miguel Carreras, de la Universidad de California, en Riverside, documentó que la llegada de un outsider a la presidencia aumenta considerablemente el riesgo de una confrontación entre el Ejecutivo y el Legislativo. La probabilidad de que uno de los poderes cuestione la legitimidad del otro es apenas del 4% anual cuando el presidente pertenece a un partido tradicional, pero aumenta al 25% cuando el presidente carece de experiencia política y pertenece a un partido nuevo.
Trump no constituye un outsider en sentido estricto, porque cuenta -al menos hoy- con el respaldo del Partido Republicano. El partido ha logrado mayoría en ambas cámaras del Congreso y esto permitiría asegurar la gobernabilidad. Pero el respaldo republicano no está garantizado. Trump logró su candidatura en una guerra abierta contra los líderes partidarios. Influyentes senadores republicanos, como Lindsey Graham, de Carolina del Sur, y John McCain, de Arizona, declararon que el magnate no está capacitado para gobernar. El líder de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, abandonó a Trump durante las semanas finales de la campaña. El riesgo de fractura en el futuro partido gobernante no es menor.
En las últimas cuatro décadas, el núcleo de la coalición electoral republicana estuvo conformado por una elite económica defensora del libre comercio y por sectores populares con profundos valores religiosos. Las elites republicanas agitaron las «guerras culturales», enfatizando temas como el aborto para asegurar este vínculo. Trump quebró este proyecto al proponer un regreso al proteccionismo y despertar las fuerzas sociales antiglobalización que ya mostraron su poder en Europa.
Al mismo tiempo, la derrota de Hillary Clinton debilita a los sectores conservadores del ala demócrata y posiblemente fortalezca a senadores liberales como Bernie Sanders, de Vermont, y Elizabeth Warren, de Massachusetts, que representan otra cara de la frustración con la clase política. Esto anticipa una mayor polarización en el Congreso y una mayor dificultad para reconstruir el tejido institucional de Washington.
Un presidente que llega al poder desafiando al establishment puede cosechar éxitos mientras su popularidad sea suficientemente alta para seducir a los legisladores e intimidar a los jueces. Trump, sin embargo, llega a la presidencia sin luna de miel. A lo largo de la campaña, el candidato mantuvo una imagen negativa cercana al 60%.
Sin compromisos con la clase política, el nuevo presidente reclamará a partir de enero un mandato para reconstruir el sistema político norteamericano. Pero su capacidad para actuar estará limitada por una popularidad volátil y por la compleja realidad de Washington. La combinación de liderazgo personalista, bloqueo institucional y polarización social no ofrece un buen augurio para la democracia más antigua del mundo.
Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Pittsburgh

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