La beligerancia de Donald Trump hacia los medios periodísticos y la intuición de que se vincula a los rasgos populistas del nuevo presidente han suscitado comparaciones con las recientes experiencias populistas de izquierda en América Latina. Algunos expertos han arriesgado que estas últimas ofrecen un espejo de lo que puede o debe esperarse en el inquietante futuro próximo.
Un artículo publicado poco después de la elección1 interpreta que el modo en que Trump colocó a los medios periodísticos como su principal adversario –demonizándolos y a la vez sirviéndose de ellos– permite reconocer en él la naturaleza populista. Entendiendo el populismo como adaptación del fascismo a contextos de democracia electoral, los autores le atribuyen «una actitud definida contra los medios independientes, que no obstante utiliza a los medios». En esta visión, el populismo constituye una identidad política predefinida, portadora de un libreto que permite –a priori– predecir actitudes y comportamientos ante actores e instituciones. De modo similar, una posterior columna aparecida en The Washington Post2 sostiene que la actual guerra de Trump contra los medios sigue el libreto de los populistas latinoamericanos, con quienes aquel compartiría una «mentalidad» de consecuencias potencialmente ominosas para la libertad de expresión.
La comparación es siempre fructífera para hacer conjeturas e inferencias sobre procesos y conflictos políticos. Sin embargo, la atribución a actores de esencias o naturalezas como el populismo, para derivar de ellas cursos inexorables y destinos necesarios, es más afín a la evaluación normativa que a la reflexión sobre escenarios plausibles. Las opciones en el terreno de la política de medios y en la relación con la prensa, como en cualquier otro ámbito, no pueden derivarse de identidades preexistentes y dadas. Sin ignorarlas, deben incluirse en el análisis las restricciones y oportunidades que estructuran las arenas en las cuales los actores toman sus decisiones. Por debajo de semejanzas formales en el conflicto con los medios periodísticos entre los casos de Trump y los populismos latinoamericanos, aparecen significativas divergencias en términos de antecedentes, marcos ideológicos, orientaciones de política y timing. Estas y otras diferencias en cuanto a los sistemas de medios y los marcos político-institucionales permiten conjeturar escenarios alternativos en los que una radicalización de la relación de Trump con los medios en clave populista es solo una posibilidad más; pero, por cierto, no un devenir necesario.
Trump y los populistas latinoamericanos exhiben dos obvias semejanzas. La primera reside en el sistemático cuestionamiento público a los medios y al periodismo en su pretensión de legitimidad como proveedores imparciales de información. La estrategia consiste en evidenciar y develar sesgos, partidismo o intereses en la construcción de noticias, con el propósito de minar la credibilidad de las instituciones periodísticas. La segunda semejanza consiste en recurrir a prácticas de comunicación directa y cuestionar el rol del periodismo como institución mediadora ante la opinión pública. Si los populistas latinoamericanos se apoyaron centralmente en el control de espacios en los medios tradicionales para la interlocución directa, y solo más tardíamente comenzaron a utilizar las redes sociales, Trump sacó ventaja de su talento como tuitero para propalar sin filtro sus mensajes.
Más allá de inflexiones particulares, los discursos críticos de los populistas latinoamericanos comparten algunos presupuestos ideológicos sobre los medios que los emparentan, además, con los demás exponentes del «giro a la izquierda» en la región. El central es que, detrás de la pretensión de neutralidad, estas instituciones conforman actores poderosos ligados a las clases altas, las elites sociales o las grandes corporaciones. A veces se las presenta como voceros deliberados e instrumentalmente controlados, otras como reproductores de sentido común neoliberal a través de lógicas impersonales. El núcleo común de estas visiones postula que, en la esfera mediática, el poder se encuentra concentrado en minorías que resisten su redistribución. En consecuencia, la hostilidad por parte de los medios ha sido interpretada como la resistencia por parte de estas elites y estos intereses poderosos frente a las agendas reformistas y democratizadoras encabezadas por los propios gobiernos. Como ha mostrado Silvio Waisbord, estos encuadres comparten combinaciones variables de la tradición de la economía política marxista y las corrientes nacional-populares y antiimperialistas3.
Si estos populismos construyen la contraposición pueblo-elite desde categorías predominantemente clasistas (combinadas con elementos de nacionalismo y antiimperialismo), los populismos de derecha –como el que se presume para Trump– anclan la interpelación populista en nociones particularistas de nación o raza e identifican al actor antipopular en categorías como el cosmopolitismo, los extranjeros o los intereses foráneos. Pero ¿interpela Trump a los medios en clave populista? En lo que va de su mandato, pueden encontrarse algunas intervenciones indudablemente populistas. En un tuit del 17 de febrero de este año, afirma que los medios no son sus enemigos, sino «enemigos del pueblo estadounidense». El día anterior, el presidente había declarado que «buena parte de los medios en Washington, dc, al igual que en Nueva York, y Los Ángeles en particular, no hablan por el pueblo, sino por intereses especiales»4. A fines de abril, en referencia a la tradicional cena de corresponsales de la Casa Blanca a la que decidió faltar, y ante cadetes de la Guardia Costera, celebró estar ante una «muchedumbre» de «gente mucho mejor» y a 100 millas del «pantano de Washington». Estas afirmaciones constituyen, sin embargo, casos aislados –en los que, se verá, resuena un sector de su entorno político–, si se considera la totalidad de las alusiones críticas del presidente a la prensa. En estas, la presencia de cierto antielitismo asume una clave diferente. Poco después de haber calificado a los medios de enemigos del pueblo estadounidense, Trump aclaró que el mote se aplica solo a los reporteros y editores «deshonestos»5. Ese adjetivo, el de mayor presencia cuantitativa en sus alusiones a la prensa, denota que su lectura del periodismo es prepolítica y debe rastrearse en su trayectoria como empresario y celebridad mediática.
Un artículo publicado poco después de la elección1 interpreta que el modo en que Trump colocó a los medios periodísticos como su principal adversario –demonizándolos y a la vez sirviéndose de ellos– permite reconocer en él la naturaleza populista. Entendiendo el populismo como adaptación del fascismo a contextos de democracia electoral, los autores le atribuyen «una actitud definida contra los medios independientes, que no obstante utiliza a los medios». En esta visión, el populismo constituye una identidad política predefinida, portadora de un libreto que permite –a priori– predecir actitudes y comportamientos ante actores e instituciones. De modo similar, una posterior columna aparecida en The Washington Post2 sostiene que la actual guerra de Trump contra los medios sigue el libreto de los populistas latinoamericanos, con quienes aquel compartiría una «mentalidad» de consecuencias potencialmente ominosas para la libertad de expresión.
La comparación es siempre fructífera para hacer conjeturas e inferencias sobre procesos y conflictos políticos. Sin embargo, la atribución a actores de esencias o naturalezas como el populismo, para derivar de ellas cursos inexorables y destinos necesarios, es más afín a la evaluación normativa que a la reflexión sobre escenarios plausibles. Las opciones en el terreno de la política de medios y en la relación con la prensa, como en cualquier otro ámbito, no pueden derivarse de identidades preexistentes y dadas. Sin ignorarlas, deben incluirse en el análisis las restricciones y oportunidades que estructuran las arenas en las cuales los actores toman sus decisiones. Por debajo de semejanzas formales en el conflicto con los medios periodísticos entre los casos de Trump y los populismos latinoamericanos, aparecen significativas divergencias en términos de antecedentes, marcos ideológicos, orientaciones de política y timing. Estas y otras diferencias en cuanto a los sistemas de medios y los marcos político-institucionales permiten conjeturar escenarios alternativos en los que una radicalización de la relación de Trump con los medios en clave populista es solo una posibilidad más; pero, por cierto, no un devenir necesario.
Trump y los populistas latinoamericanos exhiben dos obvias semejanzas. La primera reside en el sistemático cuestionamiento público a los medios y al periodismo en su pretensión de legitimidad como proveedores imparciales de información. La estrategia consiste en evidenciar y develar sesgos, partidismo o intereses en la construcción de noticias, con el propósito de minar la credibilidad de las instituciones periodísticas. La segunda semejanza consiste en recurrir a prácticas de comunicación directa y cuestionar el rol del periodismo como institución mediadora ante la opinión pública. Si los populistas latinoamericanos se apoyaron centralmente en el control de espacios en los medios tradicionales para la interlocución directa, y solo más tardíamente comenzaron a utilizar las redes sociales, Trump sacó ventaja de su talento como tuitero para propalar sin filtro sus mensajes.
Más allá de inflexiones particulares, los discursos críticos de los populistas latinoamericanos comparten algunos presupuestos ideológicos sobre los medios que los emparentan, además, con los demás exponentes del «giro a la izquierda» en la región. El central es que, detrás de la pretensión de neutralidad, estas instituciones conforman actores poderosos ligados a las clases altas, las elites sociales o las grandes corporaciones. A veces se las presenta como voceros deliberados e instrumentalmente controlados, otras como reproductores de sentido común neoliberal a través de lógicas impersonales. El núcleo común de estas visiones postula que, en la esfera mediática, el poder se encuentra concentrado en minorías que resisten su redistribución. En consecuencia, la hostilidad por parte de los medios ha sido interpretada como la resistencia por parte de estas elites y estos intereses poderosos frente a las agendas reformistas y democratizadoras encabezadas por los propios gobiernos. Como ha mostrado Silvio Waisbord, estos encuadres comparten combinaciones variables de la tradición de la economía política marxista y las corrientes nacional-populares y antiimperialistas3.
Si estos populismos construyen la contraposición pueblo-elite desde categorías predominantemente clasistas (combinadas con elementos de nacionalismo y antiimperialismo), los populismos de derecha –como el que se presume para Trump– anclan la interpelación populista en nociones particularistas de nación o raza e identifican al actor antipopular en categorías como el cosmopolitismo, los extranjeros o los intereses foráneos. Pero ¿interpela Trump a los medios en clave populista? En lo que va de su mandato, pueden encontrarse algunas intervenciones indudablemente populistas. En un tuit del 17 de febrero de este año, afirma que los medios no son sus enemigos, sino «enemigos del pueblo estadounidense». El día anterior, el presidente había declarado que «buena parte de los medios en Washington, dc, al igual que en Nueva York, y Los Ángeles en particular, no hablan por el pueblo, sino por intereses especiales»4. A fines de abril, en referencia a la tradicional cena de corresponsales de la Casa Blanca a la que decidió faltar, y ante cadetes de la Guardia Costera, celebró estar ante una «muchedumbre» de «gente mucho mejor» y a 100 millas del «pantano de Washington». Estas afirmaciones constituyen, sin embargo, casos aislados –en los que, se verá, resuena un sector de su entorno político–, si se considera la totalidad de las alusiones críticas del presidente a la prensa. En estas, la presencia de cierto antielitismo asume una clave diferente. Poco después de haber calificado a los medios de enemigos del pueblo estadounidense, Trump aclaró que el mote se aplica solo a los reporteros y editores «deshonestos»5. Ese adjetivo, el de mayor presencia cuantitativa en sus alusiones a la prensa, denota que su lectura del periodismo es prepolítica y debe rastrearse en su trayectoria como empresario y celebridad mediática.