Por la falta de política, los planes de la Casa Rosada siempre terminan con más costo fiscal
A Mauricio Macri siempre le costó convivir con la lógica de la clase política. Lo confesaba abiertamente, aunque no en público, en sus años de jefe de gobierno porteño. Le molestaba que la Legislatura lo obligara a tomar decisiones sinuosas, cuando a su entender todo lo que había que hacer era seguir una línea recta que lo llevara al objetivo planteado.
En la campaña electoral, caminar por una vereda diferente a la que transitaba la desprestigiada dirigencia local, lo benefició. Pero una vez que llegó a la Casa Rosada, ese modelo de razonamiento comenzó a mostrarse deficitario. Su equipo trabaja en una sola dirección: avanzar en una gestión marcada por metas y resultados. El punto es que la planificación no incluye a la política. La reacción de la sociedad y la opinión pública ante los hechos que se van plasmando se transforma, de este modo, en un factor que debe acomodarse al rumbo.
Cuando el Gobierno empezó a cumplir su promesa de eliminar los ñoquis del Estado, la oposición instaló la sensación de que despegaba una ola de despidos. Los ministros trataron de abordar la pelea con una racionalidad que no usaban los opositores, y el resultado está a la vista. Trabajo dejó que los indicadores que marcaban que una leve mejora del empleo formal (los mismos que usó el kirchnerismo para defender sus políticas laborales), se hundieran en la maraña de cruces con la oposición. Hoy el Ejecutivo corre de atrás una ley que no ayuda a la inversión, con la herramienta que menos le sobra: fondos públicos, que sacrificará para que las pymes puedan crear puestos de trabajo. Hasta que Macri no asuma que debe usar la política en lugar de padecerla, hay que esperar que esta dinámica se repita: insistirá con sus objetivos hasta chocar, y luego apelará a la billetera del Estado para corregirlos. No es la eficiencia con la que soñó gestionar el 10 de diciembre.
A Mauricio Macri siempre le costó convivir con la lógica de la clase política. Lo confesaba abiertamente, aunque no en público, en sus años de jefe de gobierno porteño. Le molestaba que la Legislatura lo obligara a tomar decisiones sinuosas, cuando a su entender todo lo que había que hacer era seguir una línea recta que lo llevara al objetivo planteado.
En la campaña electoral, caminar por una vereda diferente a la que transitaba la desprestigiada dirigencia local, lo benefició. Pero una vez que llegó a la Casa Rosada, ese modelo de razonamiento comenzó a mostrarse deficitario. Su equipo trabaja en una sola dirección: avanzar en una gestión marcada por metas y resultados. El punto es que la planificación no incluye a la política. La reacción de la sociedad y la opinión pública ante los hechos que se van plasmando se transforma, de este modo, en un factor que debe acomodarse al rumbo.
Cuando el Gobierno empezó a cumplir su promesa de eliminar los ñoquis del Estado, la oposición instaló la sensación de que despegaba una ola de despidos. Los ministros trataron de abordar la pelea con una racionalidad que no usaban los opositores, y el resultado está a la vista. Trabajo dejó que los indicadores que marcaban que una leve mejora del empleo formal (los mismos que usó el kirchnerismo para defender sus políticas laborales), se hundieran en la maraña de cruces con la oposición. Hoy el Ejecutivo corre de atrás una ley que no ayuda a la inversión, con la herramienta que menos le sobra: fondos públicos, que sacrificará para que las pymes puedan crear puestos de trabajo. Hasta que Macri no asuma que debe usar la política en lugar de padecerla, hay que esperar que esta dinámica se repita: insistirá con sus objetivos hasta chocar, y luego apelará a la billetera del Estado para corregirlos. No es la eficiencia con la que soñó gestionar el 10 de diciembre.