El hijo de Franco Macri regresó de otro de sus períodos vacacionales renovado. Bajo el ímpetu de su entusiasmo rozitchneriano, anunció que el sector energético registrará una “revolución del trabajo” gracias a inversiones que en 2017 sumará 5000 millones de dólares. El instrumento que, según el oficialismo, posibilitaría el flujo de nuevos recursos es el más simple imaginable, la baja de los costos laborales sectoriales conseguida con apoyo gremial, otro éxito de la política. Sugerimos al lector poner en marcha el contador y la cuenta regresiva para confirmar en diciembre el cumplimiento del relato. También agregar un detalle teórico molesto: las decisiones de inversión no dependen solamente de la baja de costos, y mucho menos en una actividad donde la relación costo laboral-costo total es marginal. Si bien esta proporción es uno de los secretos mejor guardados por las operadoras, el recorte podría neutralizarse solamente con la apreciación cambiaria esperada para 2017.
El resto de los anuncios sectoriales fueron la promesa de estabilidad fiscal, la baja gradual del barril criollo hasta la convergencia definitiva con precios internacionales, el mantenimiento durante 2017 del precio del gas nuevo en boca de pozo en 7,5 dólares el millón de BTU y la promesa de subas trimestrales en los surtidores. Adicionalmente se anunció la eliminación de las retenciones móviles, que hasta hoy, con precios internacionales desplomados respecto a cuando fueron instrumentadas, representaban un ingreso simbólico y, en la práctica, sólo alcanzaban a la producción de crudos pesados (Escalante) principalmente de las cuencas del Golfo (PAE), poco aptos para las refinadoras locales y, en consecuencia, con destino “natural” en el exterior. Con los precios de 2016 la tasa de retención fue del 1 por ciento y la recaudación de 5 millones de dólares en total.
El entusiasmo del regreso estival estuvo más ligado a los objetivos del gobierno en el ámbito laboral. Si 2016 fue el año del shock redistributivo, se espera que 2017 sea el de la consolidación y reconfiguración de este “mercado”. En este camino, la idea es mostrar al sector petrolero como el primer ejemplo. Pero la tarea será ardua. La poda significará para las empresas una baja de costos laborales unitarios, calculada en torno al 30 por ciento, sobre la base de los recortes de los “extra”, como jornadas laborales especiales o pagos de tiempos muertos. Sin embargo, el de los hidrocarburos es el sector privado formal con los ingresos más altos del país. Operarios de calificación entre elemental y media reciben salarios en torno a los 50 mil pesos, y abundan también los que rondan los 100 mil o más. La poda difícilmente provocará una reacción social. Prevalecerá la voluntad de mantener el súper empleo en un escenario con nuevas relaciones de fuerza.
La lectura, de todos modos, no debe limitarse a las medidas coyunturales. Desde el mismo día en que el ¿ex? Shell Juan José Aranguren asumió en Energía comenzó el regreso progresivo y acelerado a la desregulación sectorial de los 90, es decir, el abandono del tibio retorno del modelo que, especialmente a partir de la recuperación de YPF, volvió a considerar a los hidrocarburos como recursos estratégicos y no como simples commodities.
Una vez más: el ciclo económico argentino está determinado por la Restricción Externa (RE). También el ciclo político, en tanto la historia muestra que cuando aparece la RE los gobiernos cambian. La RE es también el principal límite al desarrollo y, a la vez, su guía, en tanto desarrollarse implica alejarla. Para la economía local no existe ninguna cuestión más relevante y determinante que la RE. El freno relativo del PIB durante el tercer gobierno kirchnerista se debió, precisamente, a la proximidad y reaparición de la RE por razones globales y locales. Entre las primeras se destacó la caída de los precios internacionales de las commodities, dato coyuntural que aceleró un proceso estructural, y entre las segundas fue clave la pérdida del autoabastecimiento energético. Los hidrocarburos no sólo son estratégicos porque la energía está en la base de todos los procesos productivos y porque su valor forma parte del precio de todas las cosas, sino también porque al sustituir o aportar divisas contribuyen a la estabilidad macroeconómica en el marco de procesos de expansión de la economía. Resulta difícil exagerar la centralidad del sector.
Es aquí donde ingresa el Relato M según el cual la pérdida del autoabastecimiento energético, y hasta el absurdo completo de “la muerte” de Vaca Muerta, serían producto de las políticas del período 2003-2015, es decir del “modelo intermedio” entre planificación estatal y desregulación –según definió el investigador Diego Mansilla– que sucedió a la nefasta desregulación de los 90, década en la que se pasó del monopolio estatal al oligopolio privado y mayoritariamente extranjero que se abocó a exprimir los pozos explorados y desarrollados por la YPF estatal. Todo ello sin la complementación de las buenas prácticas del negocio: la inversión de reposición en la exploración necesaria para expandir el horizonte de reservas. Mientras la producción y las exportaciones de naftas y petróleo crecieron y se mantuvieron elevadas durante toda la “década del 90 larga”, 1989-2001, las reservas de petróleo cayeron el 18,5 por ciento. Las de gas, básicamente debido al impacto del yacimiento de Loma de la Lata, se mantuvieron estables y comenzaron a caer fuerte desde 2001 hasta sumar un desplome del 50 por ciento durante la primera década del nuevo siglo. Durante la mayor parte de sus tres mandatos, la política del kirchnerismo no fue disruptiva con la etapa anterior. No regresó a la planificación estatal, sino que se concentró en la redistribución de la renta petrolera. El período fue acompañado por precios internacionales en ascenso desde comienzos de la década, con excepción de la crisis de 2009, y luego con valores record entre 2011 y 2014. El mecanismo de redistribución fueron las retenciones. Su objetivo principal fue separar los precios internos de los internacionales, lo que significó un beneficio para empresas consumidoras y particulares. Los efectos de trasladar el barril a más de 100 dólares a los surtidores y al costo de la energía hubiesen sido macroeconómicamente desastrosos. El mismo principio de separar precios se usó en 2015 para sostener la producción frente al derrumbe de los precios internacionales. En este caso en sentido contrario. Tal fue el origen del “barril criollo”. Otra política del período fue hacer efectiva la provincialización del dominio del subsuelo, ordenada por la reforma constitucional de 2004, mediante la llamada Ley Corta de 2006, que al dominio sumó la administración (no incluida en el mandato constitucional), lo que dio lugar a renegociaciones contractuales de las concesiones y a importantes ingresos para las arcas de las provincias petroleras, otra pata de la redistribución de la renta sectorial, en este caso territorial. Los incentivos a la inversión llegaron por el lado de los programas Plus, que premiaron con mayores precios a la producción nueva. Tal fue el origen, por ejemplo, de los 7,5 dólares por millón de BTU para el gas nuevo que todavía se paga. La suma de estas políticas no alcanzó para incentivar la inversión, situación que en 2012, empujada por el aumento sideral de las importaciones energéticas hasta casi 10.000 millones de dólares en 2011, y ya con plena conciencia de la existencia y potencialidad de los recursos no convencionales, llevó la recuperación accionaria parcial y al control operativo de YPF, una medida que idealmente debería haberse tomado en 2003 si las relaciones de poder y de fuerzas no existiesen. En los años subsiguientes, la recuperación se tradujo en aumentos de la producción, especialmente de gas. Nunca es tarde, pero la RE ya estaba presente.
El discurso de la Alianza PRO recupera el relato noventista según el cual el regreso de la desregulación permitirá el aumento de la inversión, de la producción y del autoabastecimiento. La experiencia histórica de la aplicación de estas políticas durante los 90 y su continuidad relativa en los primeros 2000 no verifican la hipótesis. Siempre juzgando sobre los resultados, el camino para lograr estos objetivos es exactamente el contrario: más planificación y control estatal. De todas maneras, tanto para 2017 como para lo que queda de la década, los analistas internacionales del sector prevén un sendero de precios crecientes. Hasta 65 dólares el barril de crudo este año y hasta los 75 en 2019, valores que vuelven rentables las explotaciones no convencionales y, en consecuencia, permiten prever la llegada de inversiones sobre la base de este sólo dato. Pero el punto central, siempre que se trata de inversión extranjera, es que su sola llegada no garantiza la retroalimentación expansiva del proceso inversor y el desarrollo. Tampoco su aprovechamiento por el conjunto de la sociedad. Al igual que los ‘90 podría generarse un proceso puramente extractivo de recursos naturales no renovables.
El resto de los anuncios sectoriales fueron la promesa de estabilidad fiscal, la baja gradual del barril criollo hasta la convergencia definitiva con precios internacionales, el mantenimiento durante 2017 del precio del gas nuevo en boca de pozo en 7,5 dólares el millón de BTU y la promesa de subas trimestrales en los surtidores. Adicionalmente se anunció la eliminación de las retenciones móviles, que hasta hoy, con precios internacionales desplomados respecto a cuando fueron instrumentadas, representaban un ingreso simbólico y, en la práctica, sólo alcanzaban a la producción de crudos pesados (Escalante) principalmente de las cuencas del Golfo (PAE), poco aptos para las refinadoras locales y, en consecuencia, con destino “natural” en el exterior. Con los precios de 2016 la tasa de retención fue del 1 por ciento y la recaudación de 5 millones de dólares en total.
El entusiasmo del regreso estival estuvo más ligado a los objetivos del gobierno en el ámbito laboral. Si 2016 fue el año del shock redistributivo, se espera que 2017 sea el de la consolidación y reconfiguración de este “mercado”. En este camino, la idea es mostrar al sector petrolero como el primer ejemplo. Pero la tarea será ardua. La poda significará para las empresas una baja de costos laborales unitarios, calculada en torno al 30 por ciento, sobre la base de los recortes de los “extra”, como jornadas laborales especiales o pagos de tiempos muertos. Sin embargo, el de los hidrocarburos es el sector privado formal con los ingresos más altos del país. Operarios de calificación entre elemental y media reciben salarios en torno a los 50 mil pesos, y abundan también los que rondan los 100 mil o más. La poda difícilmente provocará una reacción social. Prevalecerá la voluntad de mantener el súper empleo en un escenario con nuevas relaciones de fuerza.
La lectura, de todos modos, no debe limitarse a las medidas coyunturales. Desde el mismo día en que el ¿ex? Shell Juan José Aranguren asumió en Energía comenzó el regreso progresivo y acelerado a la desregulación sectorial de los 90, es decir, el abandono del tibio retorno del modelo que, especialmente a partir de la recuperación de YPF, volvió a considerar a los hidrocarburos como recursos estratégicos y no como simples commodities.
Una vez más: el ciclo económico argentino está determinado por la Restricción Externa (RE). También el ciclo político, en tanto la historia muestra que cuando aparece la RE los gobiernos cambian. La RE es también el principal límite al desarrollo y, a la vez, su guía, en tanto desarrollarse implica alejarla. Para la economía local no existe ninguna cuestión más relevante y determinante que la RE. El freno relativo del PIB durante el tercer gobierno kirchnerista se debió, precisamente, a la proximidad y reaparición de la RE por razones globales y locales. Entre las primeras se destacó la caída de los precios internacionales de las commodities, dato coyuntural que aceleró un proceso estructural, y entre las segundas fue clave la pérdida del autoabastecimiento energético. Los hidrocarburos no sólo son estratégicos porque la energía está en la base de todos los procesos productivos y porque su valor forma parte del precio de todas las cosas, sino también porque al sustituir o aportar divisas contribuyen a la estabilidad macroeconómica en el marco de procesos de expansión de la economía. Resulta difícil exagerar la centralidad del sector.
Es aquí donde ingresa el Relato M según el cual la pérdida del autoabastecimiento energético, y hasta el absurdo completo de “la muerte” de Vaca Muerta, serían producto de las políticas del período 2003-2015, es decir del “modelo intermedio” entre planificación estatal y desregulación –según definió el investigador Diego Mansilla– que sucedió a la nefasta desregulación de los 90, década en la que se pasó del monopolio estatal al oligopolio privado y mayoritariamente extranjero que se abocó a exprimir los pozos explorados y desarrollados por la YPF estatal. Todo ello sin la complementación de las buenas prácticas del negocio: la inversión de reposición en la exploración necesaria para expandir el horizonte de reservas. Mientras la producción y las exportaciones de naftas y petróleo crecieron y se mantuvieron elevadas durante toda la “década del 90 larga”, 1989-2001, las reservas de petróleo cayeron el 18,5 por ciento. Las de gas, básicamente debido al impacto del yacimiento de Loma de la Lata, se mantuvieron estables y comenzaron a caer fuerte desde 2001 hasta sumar un desplome del 50 por ciento durante la primera década del nuevo siglo. Durante la mayor parte de sus tres mandatos, la política del kirchnerismo no fue disruptiva con la etapa anterior. No regresó a la planificación estatal, sino que se concentró en la redistribución de la renta petrolera. El período fue acompañado por precios internacionales en ascenso desde comienzos de la década, con excepción de la crisis de 2009, y luego con valores record entre 2011 y 2014. El mecanismo de redistribución fueron las retenciones. Su objetivo principal fue separar los precios internos de los internacionales, lo que significó un beneficio para empresas consumidoras y particulares. Los efectos de trasladar el barril a más de 100 dólares a los surtidores y al costo de la energía hubiesen sido macroeconómicamente desastrosos. El mismo principio de separar precios se usó en 2015 para sostener la producción frente al derrumbe de los precios internacionales. En este caso en sentido contrario. Tal fue el origen del “barril criollo”. Otra política del período fue hacer efectiva la provincialización del dominio del subsuelo, ordenada por la reforma constitucional de 2004, mediante la llamada Ley Corta de 2006, que al dominio sumó la administración (no incluida en el mandato constitucional), lo que dio lugar a renegociaciones contractuales de las concesiones y a importantes ingresos para las arcas de las provincias petroleras, otra pata de la redistribución de la renta sectorial, en este caso territorial. Los incentivos a la inversión llegaron por el lado de los programas Plus, que premiaron con mayores precios a la producción nueva. Tal fue el origen, por ejemplo, de los 7,5 dólares por millón de BTU para el gas nuevo que todavía se paga. La suma de estas políticas no alcanzó para incentivar la inversión, situación que en 2012, empujada por el aumento sideral de las importaciones energéticas hasta casi 10.000 millones de dólares en 2011, y ya con plena conciencia de la existencia y potencialidad de los recursos no convencionales, llevó la recuperación accionaria parcial y al control operativo de YPF, una medida que idealmente debería haberse tomado en 2003 si las relaciones de poder y de fuerzas no existiesen. En los años subsiguientes, la recuperación se tradujo en aumentos de la producción, especialmente de gas. Nunca es tarde, pero la RE ya estaba presente.
El discurso de la Alianza PRO recupera el relato noventista según el cual el regreso de la desregulación permitirá el aumento de la inversión, de la producción y del autoabastecimiento. La experiencia histórica de la aplicación de estas políticas durante los 90 y su continuidad relativa en los primeros 2000 no verifican la hipótesis. Siempre juzgando sobre los resultados, el camino para lograr estos objetivos es exactamente el contrario: más planificación y control estatal. De todas maneras, tanto para 2017 como para lo que queda de la década, los analistas internacionales del sector prevén un sendero de precios crecientes. Hasta 65 dólares el barril de crudo este año y hasta los 75 en 2019, valores que vuelven rentables las explotaciones no convencionales y, en consecuencia, permiten prever la llegada de inversiones sobre la base de este sólo dato. Pero el punto central, siempre que se trata de inversión extranjera, es que su sola llegada no garantiza la retroalimentación expansiva del proceso inversor y el desarrollo. Tampoco su aprovechamiento por el conjunto de la sociedad. Al igual que los ‘90 podría generarse un proceso puramente extractivo de recursos naturales no renovables.