¿Qué hizo Nisman en la causa AMIA?

Luego de que el 18 de enero Alberto Nisman fuera encontrado muerto en su departamento de Le Parc, en los medios se habló de hipótesis de suicidio y de asesinato y de la denuncia contra la Presidenta pero casi no se revisó la tarea del fiscal durante la investigación del atentado a la AMIA. Un abogado inteligente y memorioso que creía que en la Argentina no lo reconocían como en el exterior; un hombre convencido de que usando información de los servicios podría llegar a resolver la causa; un entusiasta verborrágico y atolondrado al que le gustaba mucho hablar con periodistas. El cronista Andrés Fidanza reconstruye la historia desde 1997, cuando Nisman se sumó como fiscal de la causa AMIA.
Fotos: Telam
El 8 de noviembre de 2005 a la mañana, el celular de Diana Malamud sonaba con insistencia. Más de once años después de que ocurriera el atentado a la AMIA, la esposa de uno de los 85 muertos en el mayor ataque terrorista de la historia argentina atendió sin pensar. Era el fiscal de la causa: Alberto Nisman.
—Tenemos que vernos. Es urgente.
Una hora después, se reunían en el café Casa Blanca, frente al Congreso. En aquella época Malamud todavía tenía expectativas de que Nisman, nombrado fiscal especial de la causa un año antes, hiciera avanzar la investigación.
Nisman le pidió al mozo una Coca Cola light.
—Encontramos al responsable, Diana. Ya sabemos quién fue el suicida que manejó la camioneta y la hizo explotar.
Le mostró rápidamente dos fotos de un muchacho de rasgos árabes y un viejo identikit realizado en 1994 sobre el supuesto conductor del coche bomba.
—Se llama Ibrahim Berro y es miembro de Hezbolá. Estuve en Estados Unidos y los hermanos de Berro me lo confirmaron.
Nisman estaba convencido de que Berro pertenecía a la organización islamista libanesa, considerada por la Unión Europea y Estados Unidos como un grupo terrorista precursor de los ataques suicidas en Medio Oriente.
“Yo en ese momento le creí. Estaba muy entusiasmado y quería contárselo cuanto antes a la prensa”, recuerda ahora Diana Malamud, que es representante de Memoria Activa, una de las agrupaciones de familiares de víctimas del atentado.
A Nisman la pista del supuesto conductor inmolado de Hezbolá se la había dado en 2003 el jefe de Contrainteligencia de la SIDE, el ingeniero Jaime Stiuso: a partir de un informe de inteligencia aportado por el Mossad en colaboración con el FBI. El documento indicaba que un ciudadano libanés de Hezbolá, apellidado Berro, Brru o Borro, había entrado a la Argentina desde la Triple Frontera poco antes del atentado a la AMIA.
Según Stiuso, desde al menos cuatro años antes del atentado contra la mutual judía el Hezbolá tenía presencia en la zona del límite argentino con Paraguay y Brasil, incluso con algunos locales comerciales como una casa de cambio y turismo. Toda esta información figura en la causa AMIA, en largos textos elaborados por el fiscal Nisman.
A principios de 2005, la CIA identificó a dos hermanos de Berro, que vivían en Detroit, Estado de Michigan, en Estados Unidos. Hassan Berro, de 42 años, había emigrado desde el Líbano en 1985 y trabajaba como mecánico. Su hermano Abbas, de 27 años, había llegado a Detroit en 1996 y era mecánico dental.
Durante más de seis meses y con la ayuda de su adjunto en la fiscalía, Marcelo Martínez Burgos, Nisman negoció con la fiscal de la Unidad de Contraterrorismo de la Fiscalía de Michigan, Bárbara Mc Quade, para poder viajar a Detroit y participar de la entrevista a los hermanos Berro. Finalmente lo lograron.
El 18 de septiembre volaron en secreto. Presenciaron en vivo cómo la fiscal de la Unidad de Contraterrorismo de la Fiscalía de Michigan, Bárbara Mc Quade, interrogaba a los Berro sobre su hermano. El testimonio negaba la posibilidad de que Ibrahim haya sido el conductor suicida. “Ni sus hermanos ni su madre piensan en que pudo estar en algo así. Todos están convencidos de que murió en el Líbano”, fue la declaración de los Berro ante la fiscal.
Pero a su vez el testimonio se volvía algo ambivalente, sobre todo en la parte en que el hermano menor, Abbas, mostraba cierta comprensión hacia Hezbolá. Para Nisman, esa ventana de duda era más que suficiente.
Dos meses después, Nisman se reunía con Malamud en el bar del Congreso para darle la buena noticia en persona. Al día siguiente convocó a una conferencia de prensa en un séptimo piso frente a Plaza de Mayo, en el salón de reuniones de la fiscalía que investiga exclusivamente el atentado a la AMIA.
—Esta fiscalía da por probado que Ibrahim Berro es el nombre del suicida del atentado. Sus hermanos, que viven en Detroit, así nos lo confirmaron —dijo Nisman ante los periodistas y fotógrafos.
Menos de 24 horas después, Abbas Berro habló por radio Continental con el periodista Rolando Hanglin, en su tradicional programa “RH Positivo”. Ahí, Berro contó que Nisman había inventado una historia. “Yo les di una foto, ellos me mostraron otra, pero esa ya no sé de quién es”, dijo Abbas, y aclaró que su hermano Ibrahim había muerto en el sur de El Líbano a raíz de un ataque israelí. “Nosotros estamos seguros de que Ibrahim no tuvo nada que ver con el atentado de Buenos Aires”, concluyó.
Nisman argumentó que Abbas Berro mentía y siguió asegurando que Ibrahim Berro había sido el conductor suicida: así lo hizo figurar en la causa.
Para Malamud, esa “ensalada de Berro”, como ironizaron entonces algunos periodistas, fue la primera gran decepción sobre el trabajo de Nisman.
“Estaba dedicado a viajar por el exterior y a intervenir en los foros internacionales. Demostró su total incapacidad para investigar en la causa”, dice.
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La explosión en el edificio de la AMIA ocurrió el 18 de julio de 1994 a las 9.53. Pasaron casi 21 años: un lapso en el que los únicos hechos comprobados son la bomba, los 85 muertos y los 300 heridos. El resto son interpretaciones, operaciones y escepticismo. La causa tiene tantos vericuetos y ramificaciones que a veces se vuelve abrumadora hasta para los que más la conocen.
Para tratar de entender su derrotero es necesario enumerar sus principales hitos: después de una primera etapa en la que se puso en primer plano la posible responsabilidad de un grupo de iraníes o sirios en el atentado, el foco de la investigación se corrió hacia un grupo de policías bonaerenses, en supuesta complicidad con el vendedor de autos Carlos Telleldín.
La llamada “pista siria” se ignoró: el presidente Carlos Menem, cuya familia provenía de Siria, empujaba desde la política para descartarla. Puestos a elegir, también Estados Unidos e Israel preferían que la culpa fuera de Irán. Israel estaba en negociaciones con Siria por unos territorios ocupados, y acusarlos por el atentado a la mutual judía hubiera complicado el diálogo.
En 1997, Alberto Nisman se sumó como fiscal de la investigación: su tarea era acumular pruebas en contra de los policías antes de que empezara el juicio. Con ese objetivo, se nutrió de la letra que le proveía la Policía Federal y un sector de SIDE.
El juicio empezó el 24 de septiembre de 2001. Desde ese día se volvió evidente que se habían cometido maniobras ilegales como el pago a Telleldín para que acusara a los policías. En aquel tiempo, Nisman se acercó a Jaime Stiuso, que no creía en la culpabilidad de los policías y estaba más volcado a investigar las pistas que señalaban a los iraníes, o a los sirios, o a los dos juntos. Para seguir esa línea, Stiuso recibía informes de inteligencia de la CIA, el Mossad y otras agencias internacionales.
Los iraníes en realidad estaban en la mira de la SIDE desde el atentado a la Embajada de Israel, el 17 de marzo de 1992. Stiuso los espiaba tenía un agente infiltrado entre los dirigentes de la embajada de Irán en la Argentina. Pero a pesar de ese trabajo de inteligencia, Stiuso no pudo evitar que ocurriera el ataque contra la AMIA. ¿Stiuso hizo la vista gorda, fue negligente, tuvo un error de cálculo, o simplemente los iraníes no fueron los responsables? Abundan las versiones sobre este punto.
Como fuera, una vez ocurrido el atentado a la AMIA Stiuso quedó más convencido que nunca de la culpabilidad de Irán. Sin embargo, fue quedando relegado por otro sector de la SIDE en su rol de auxiliar de justicia en la causa AMIA. Esa facción, denominada Sala Patria, contaba con el apoyo político de Carlos Menem y del juez Juan José Galeano. Y a medida que se hacía visible que el curso del juicio entraba en crisis, Nisman se acercaba más a Stiuso. Era la única forma que tenía para despegarse de un juicio manchado y garantizarse un futuro. Al menos uno.
En septiembre de 2004, cuando el Tribunal Oral Federal 3 anuló todo el juicio, absolvió a los acusados y mandó a investigar al juez Galeano, Nisman ató definitivamente su suerte a la de Stiuso. Ambos contra-ofertaron una hipótesis, en lugar de la que atribuía la responsabilidad a la llamada “Maldita Policía Bonaerense”. Según el dúo, el ataque a la AMIA lo había cometido un grupo de iraníes, con apoyo directo del Estado de Irán, que a su vez era archi-enemigo de Estados Unidos en Medio Oriente.
El entonces presidente Néstor Kirchner compró la versión, y los puso a profundizar esa pista desde una fiscalía especial. El statu quo era redondo: iba desde la geo-política al gobierno argentino, desde ahí a la SIDE y a la fiscalía, con escalas en la prensa, en la dirigencia judía y en algunos grupos de familiares de víctimas.
Desde entonces, la causa AMIA se volvería la obsesión diaria de Nisman. Y para Nisman, la investigación estaba resuelta de antemano: los culpables eran los iraníes. Sólo faltaba pulir algunos detalles para dar por válida la teoría.
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Días antes de mudarse a la fiscalía que se dedicaba a resolver el atentado a la AMIA, Nisman se cruzó en uno de los pasillos de Comodoro Py con su antiguo jefe del juzgado provincial de Morón: el fiscal Gerardo Pollicita.
—Voy a quedar en la historia como el fiscal que resolvió la causa AMIA —le dijo.
Lo primero que hizo Nisman al convertirse en jefe de la UFI-AMIA, en septiembre de 2004, fue buscar una oficina alejada de Comodoro Py. Allí no había espacio físico para contener las carpetas, las computadoras y el plantel de una fiscalía especializada en un tema tan intrincado como el de la AMIA. Por otro lado, ante los ojos de la familia judicial Nisman había quedado marcado como un traidor: había sido el único fiscal sobreviviente de un juicio cruzado por operaciones, pistas falsas y pagos ilegales.
Unos días antes, la Procuración General de la Nación había decidido crear una Unidad Fiscal específica para descubrir a los responsables del atentado ocurrido el 18 de julio de 1994. La resolución 84/04 de cuatro carillas ya venía escrita con el nombre del titular y del adjunto de la UFI-AMIA: “El señor doctor Alberto Nisman y al señor doctor Marcelo Martínez Burgos”.
A diez años del atentado, la investigación acumulaba unas 100 mil páginas y más de 1500 carpetas con escuchas. El juicio, empezado en septiembre de 2001, había terminado en 2004, con un fallo demoledor del Tribunal Oral Federal 3: a raíz de las numerosas irregularidades cometidas en la causa, el dictamen declaraba todo nulo.
Ninguna de esas 50 millones de palabras amontonadas en hojas y hojas había servido para nada.
La sentencia del Tribunal puso en duda la hipótesis de que hubiera habido una camioneta Trafic usada como coche-bomba. Los jueces Gerardo Larrambebere, Miguel Pons y Guillermo Gordo absolvieron a todos los imputados, tanto a los policías bonaerenses como al vendedor de autos Carlos Telleldín, que habría entregado la supuesta camioneta.
Con la ayuda de Martínez Burgos, que venía de la fiscalía de Saavedra y tenía un perfil más técnico que Nisman, el primer objetivo de la UFI-AMIA fue revisar las 4.800 páginas del fallo del Tribunal. Querían definir qué pista podía quedar en pie, después de un dictamen tan contundente.
El Tribunal también había mandado a investigar la responsabilidad de los dos fiscales con los que Nisman trabajó de 1997 a 2004, Eamon Mullen y José Barbaccia y al (ya destituido y desprestigiado) juez Juan José Galeano.
Según el fallo del Tribunal, Galeano había ordenado que un sector de la SIDE le pagara 400 mil dólares a Telleldín para que acusara por el atentado a un grupo de policías bonaerenses. Una trama que habría tenido cómplices en el Gobierno, la Justicia, la Secretaría de Inteligencia y la Policía Federal. Por eso, el Tribunal había ordenado que se abriera una causa por encubrimiento y desvío.
Sin embargo, la prioridad de Nisman era recolectar pruebas para denunciar a los iraníes: estaba convencido de que eran los autores del atentado. El encubrimiento señalado por el TOF le resultaba un tema secundario e incómodo: él mismo había protagonizado la investigación y el juicio. Y si bien había conseguido no estar en la lista de los apuntados por el Tribunal, le resultaba embarazoso tener que acusar a sus ex compañeros. De alguna manera, al denunciarlos también se estaría responsabilizando a sí mismo.
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Un año antes, en abril de 2003, sentado a un metro de Nisman, el fiscal Eamon Mullen escuchó la decisión del Tribunal Oral que lo apartaba definitivamente de la causa. Era abril de 2003. Mullen se levantó y se fue caminando en silencio por el pasillo de la sala de audiencias de Comodoro Py. Los jueces Larrambebere, Miguel Pons y Guillermo Gordo acababan de apartarlo del proceso a él y a y su adjunto José Barbaccia, que no estuvo presente, por “falta de imparcialidad”. En abril de 2004, el Tribunal concluyó que ambos supieron y ocultaron que Telleldín, acusado como “partícipe necesario”, había cobrado en forma ilegal 400 mil dólares.
El juicio todavía no estaba terminado, pero ya nadie tenía expectativas sobre su resultado. El apartamiento de Mullen y Barbaccia era un golpe terminal para la investigación. Nisman tenía diez días para objetar el apartamiento de sus ex compañeros. Pero en lugar de recurrir la decisión pidió una estratégica licencia por enfermedad, y así Mullen y Barbaccia quedaron definitivamente afuera del juicio. Ese fue su módico golpe de Estado.
En 1997, cuando Nisman se sumó a la investigación que estaban haciendo Mullen y Barbaccia, la hipótesis central del atentado ya estaba consolidada, tanto para el juez Galeano como para los dos fiscales. “La camioneta Traffic utilizada para perpetrar el atentado a la sede de la A.M.I.A. fue entregada por el procesado Carlos Alberto Telleldín a personal policial”, había escrito el juez Galeano en octubre de 1995. Pero lo cierto es que desde su llegada como tercer fiscal a la investigación, Nisman acompañó cada una de las decisiones de Mullen y Barbaccia.
El martes 13 de julio de 1999, después de casi cinco años de instrucción y por pedido de Galeano, Mullen, Barbaccia y Nisman habían firmado la elevación a juicio. Imputaron a Telleldín y a cuatro policías como partícipes del atentado. Tal como solían hacer en cada papel y documento que firmaban en conjunto, lo hicieron con lapicera negra y en el orden habitual: Barbaccia a la derecha, Mullen a la izquierda, y Nisman en el centro y unos centímetros abajo. Nisman sellaba así su consenso con todo el trabajo hecho entre los tres.
En abril de 2003, la sociedad terminó en un divorcio escandaloso. “Díganle que cuando me lo cruce lo voy a cagar a trompadas”, le avisaba Mullen a todos los fiscales y secretarios del quinto piso de Comodoro Py. Pero una vez que se cruzó a Nisman, a la salida del despacho del juez Norberto Oyarbide, no se animó a concretar la amenaza.
A lo largo de sus 4800 páginas el Tribunal determinó que la actuación de Galeano fue parcial y afectó el debido proceso, la defensa en juicio y la presunción de inocencia. Por eso absolvió a todos los imputados y declaró la nulidad a partir de la etapa de recolección de pruebas, en 1995.
Nisman no apeló la decisión de absolver a los policías acusados, si bien él había comandado la investigación y los alegatos que los incriminaban. Se limitó a presentar un escrito en el que pedía que fueran condenados por las extorsiones y delitos comunes que quedaron probados en el juicio oral. Nisman había conducido la acusación contra los policías por su rol en el atentado, pero no apeló cuando el Tribunal los absolvió. Más que desconfianza en su propio trabajo previo, esa decisión de Nisman revelaba sus ganas de sobrevivir en la causa. Y lo consiguió.
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Al mes de haberse instalado en la fiscalía, Nisman echó a la mitad de los empleados, en especial a los abogados que venían de trabajar en la parte de la instrucción y no tenían ninguna experiencia en una causa por un atentado internacional. “Decían cédula en vez de célula terrorista”, recuerda uno de los empleados. Contrató especialistas en ciencias orientales y política internacional y tres secretarias personales.
En la fiscalía, sobre la alfombra, había miles de fotocopias y carpetas arrumbadas. Contra una pared, fotos colgadas de 22 iraníes, con el dato del cargo o el rol que cumplían en el gobierno de Irán al momento del atentado, más sus relaciones y posibles motivaciones. Pero Nisman no necesitaba repasar esa información: tenía los detalles grabados en la cabeza.
Una mañana Nisman apareció con Jaime Stiuso, el jefe de Contrainteligencia de la SIDE. Si bien Stiuso había participado en la investigación desde la mañana del atentado, un año y medio después había sido corrido y reemplazado por el grupo de agentes de inteligencia llamado Sala Patria. A diferencia de ellos, Stiuso no creía en la culpabilidad de Telleldín y de los policías bonaerenses acusados de haber participados en el atentado.
El look no impresionaba: jean, chomba y zapatos, más bien tirando a gastados. Les dio una clase breve sobre geopolítica, mencionando a la pasada la posible responsabilidad de Irán en el atentado. Ningún empleado sabía quién era, pero a partir de ese día de 2005, Stiuso volvió a ocupar un papel central en la causa.
Mientras Nisman se ocupaba de armar un relato político convincente sobre la trama del ataque a la AMIA, su compañero Martínez Burgos trataba de emprolijarlo y darle un carácter judiciable. Burgos estudiaba viejos fallos de la justicia española y alemana que le habían dado carácter pericial a los informes de inteligencia.
Quizás esos antecedentes sirvieran para concederle valor de prueba a la información que les facilitaba la CIA, el FBI y el Mossad. Sobre los rastros, huellas y pericias del atentado sí, había poco por hacer. Habían pasado más de diez años del atentado y difícilmente pudiera encontrar nuevas pistas en lo que había quedado del edificio de Pasteur 633.
El Tribunal había destrozado la investigación de la conexión local, cruzada de pistas falsas y chivos expiatorios. Según dijo en su fallo, la causa AMIA había servido para concretar pases de facturas entre facciones de la SIDE (Stiuso vs Sala Patria), resolver liderazgos del PJ (Carlos Menem contra Eduardo Duhalde), y poner a pulsear a las fuerzas de Seguridad (Policía Federal vs Bonaerense).
La acusación contra Irán suponía una especie de superación de esas fricciones locales, y a la vez garantizaba una importante línea de afinidad entre la presidencia de Néstor Kirchner y la de George Bush. Un punto de simpatía importante, entre tantas zonas de desencuentro, como el rechazo de Kirchner a que la Argentina integrara el Aréa de Libre Comercio de las Américas.
Ese clima de respaldo político al trabajo de Nisman se terminaría definitivamente a principios de 2013, con la sanción del Memorandum de entendimiento entre Argentina e Irán impulsado por la presidenta Cristina Kirchner. Para Nisman, ese intento por interrogar a los sospechosos iraníes escondía el objetivo de desvincular a Irán de la causa AMIA, para restablecer relaciones diplomáticas y poder intercambiar petróleo por granos.
—Stiuso es la persona que más sabía de la causa AMIA. Néstor Kirchner cuando me pone a cargo de la unidad me dice “la persona con la que va a trabajar es ésta” —dijo Nisman en una entrevista televisada por TN, días antes de su muerte.
Así, lo que hacían Nisman y sus colaboradores era revisar los informes de inteligencia, rodearlos de contexto histórico y sumarle un trabajo de chequeo concreto: pedían informes a compañías telefónicas, a bancos y a jueces extranjeros.
Nisman a su vez le adelantaba a la embajada de Estados Unidos gran parte de las decisiones judiciales que tomaría. Los mails y cables filtrados por wikileaks y publicados en los libros Argenleaks y Politileaks, del periodista Santiago O’Donnell, muestran cómo Nisman llevaba borradores de resoluciones a la embajada para ser corregidos hasta conseguir su aprobación, y como se disculpaba cuando no avisaba previamente sobre alguna medida judicial.
“Funcionarios del Departamento de Legales de la embajada le han recomendado a Nisman que se enfoque en los perpetradores del ataque y no en el posible desmanejo de la primera investigación. Semejante acción sólo confundiría a los familiares de las víctimas y distraería la atención de la caza de los verdaderos culpables”, afirmó por ejemplo el embajador Earl Anthony Wayne en un mail que les mandó a sus superiores del Departamento de Estado, en Washington, en mayo de 2008.
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Un sábado a la noche de principios de 2006, el celular del fiscal adjunto Marcelo Martínez Burgos sonó tres veces. Era Nisman.
—Me llegó que Righi nos quiere echar —dijo.
El procurador Esteban Righi había sido abogado y amigo de Hugo Anzorreguy, el ex jefe de la SIDE menemista, quien sería procesado por la causa de encubrimiento del atentado.
—Vayamos a una escribanía y dejemos todo lo que hicimos por escrito. Después convocamos una conferencia de prensa.
Nisman estaba convencido de que siguiendo las pistas que le daba Stiuso iba a poder resolver el caso. Y creía que toda esa información valiosa podría llegar a perderse si les pasaba algo a él o a Martínez Burgos.
A la vez que estrechaba su vínculo con Stiuso, Nisman se volvía más desconfiado. Todas las semanas ordenaba un rastrillaje en el piso de la fiscalía para comprobar que no le hubieran puesto micrófonos.
A los tres agentes que hacían guardia entre el ascensor y la entrada los rotaba. Incluso ordenaba alternar entre fuerzas de seguridad: primero prefectura, después gendarmería y policía federal.
Estaba convencido de que había operaciones en marcha en su contra: desconfiaba del ex fiscal Eamon Mullen y de los sectores que habían sido relegados de la SIDE, a partir del ascenso de Stiuso.
Las carpetas de la SIDE referidas a la causa estaban guardadas en una pequeña sala que estaba enrejada. Sólo él tenía los dos juegos de llaves.
De tan perseguido, a veces prefería no salir a almorzar: comía solo en su oficina. El menú siempre era el mismo: pechuga de pollo con tomate y agua sin gas.
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Una vez consolidado en la UFI-AMIA, con Stiuso como principal fuente de letra e influencia, Nisman se entregó de lleno a profundizar la pista iraní. Ya no tenía la obligación de sostener la acusación contra los policías, y conducía la causa paralela por encubrimiento, pero sin demasiado interés. A principios de 2006, estaba determinado a ir a la caza de Irán.
Trabajó junto a Martínez Burgos para perfeccionar y darle carácter judiciable a un pedido de captura ante Interpol, porque los iraníes no aceptaban presentarse ante los tribunales argentinos. Su fiscal adjunto era más conservador y detallista, hasta en los aspectos más formales de la redacción de un documento. Nisman priorizaba avanzar, hacer y denunciar. Esa diferencia les generaba discusiones diarias.
Nisman estaba convencido de que los responsables eran al menos once iraníes, pero al final redujo la lista de iraníes imputados a nueve ex funcionarios, por sugerencia de Martínez Burgos: entre los acusados figuraba el ex presidente de Irán Alí Rafsanjani.
El documento, escrito entre Nisman, Martínez Burgos y el tercero de la fiscalía, Hernán Longo, tiene 801 páginas: una gran parte se va en contextualizaciones históricas o geopolíticas.
Respecto a las presentaciones que se habían hecho en años anteriores, Nisman agregó una novedad. Insistió en que el atentado contó con el soporte del Estado iraní: para él no había sido hecho por un grupo inorgánico.
“La elección de este atentado se realizó en una reunión de seguridad máxima del Estado, bajo la presidencia de Rafsanshani el sábado 14 de agosto de 1993. En esa reunión estaban presentes los profesionales militares y miembros fijos de la alta seguridad”, relata un párrafo del exhorto.
Para sostener esa hipótesis, Nisman considera creíbles los seis testimonios de disidentes y opositores al régimen de Teherán que mencionan una reunión en Pashad en agosto de 1993 donde se habría decidido el ataque: ése es el corazón de la denuncia.
Una comparación maliciosa que circuló en aquel momento por Comodoro Py –sobre todo entre la mayoría que no estimaba a Nisman– decía que era como dar por válido el testimonio de seis exiliados cubanos de Miami que revelaran detalles de una reunión entre Fidel Castro y Raúl Castro para concretar un atentado internacional.
“Es una prueba consistente, en la medida en que la existencia de esa reunión es referida por distintas personas que ocuparon altos puestos de gobierno incluso durante el período revolucionario”, se justificó Nisman en una entrevista de aquellos días.
Los fiscales tomaron lo dicho por los disidentes como prueba fundamental, pero agregaron que en los meses previos al atentado hubo mayor entrada y salida de correos diplomáticos y que el embajador iraní se había ausentado del país, mientras que llegaban otros representantes sospechosos.
“Nuestro país fue infiltrado por el servicio de inteligencia iraní, el cual desde mediados de la década del ochenta comenzó a formar una vasta red de espionaje, que se transformó en una completa estación de inteligencia, para cuya conformación sus artífices se valieron, por una parte, de la embajada y de la consejería cultural iraní en Buenos Aires”, asegura el largo texto.
La debilidad de la acusación es que no hay una sola prueba que vincule directamente a una persona o un domicilio con la camioneta que habría estallado en la AMIA, no figura ningún rastro de la llegada del supuesto suicida a la Argentina ni cuáles habrían sido las casas que usaron quienes acompañaron en varios vehículos a la supuesta camioneta en su camino hacia la calle Pasteur. Al trazo grueso del documento le faltan los detalles decisivos.
En otro pasaje, la denuncia destaca el trabajo de Stiuso, por haber sido un pionero en responsabilizar a Hezbolá. “La Secretaría de Inteligencia contaba desde 1995 con información que señalaba en idéntica dirección. Ello fue puesto de manifiesto por el ingeniero Antonio Stiuso”, elogia.
Este texto fue el legado principal, o casi único, de Nisman en la causa. Depende de quién vea, es mucha o poca cosa. El abogado de Memoria Activa, Pablo Jacoby, que desde un principio participó en el juicio como querellante, realiza un balance de neutro a positivo. “Nisman organizó y emprolijó la causa, después de la etapa de Galeano. Armó un buen equipo y llegó hasta el punto de pedir la indagatoria de los iraníes. Otros aspectos como el de la Trafic quedaron pendientes”, opina Jacoby, a casi dos meses de la muerte de Nisman.
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En febrero de 2007, Nisman, Martínez Burgos y Longo viajaron la sede de Interpol en Lyon, a defender su acusación contra los nueve ex funcionarios iraníes entre los que estaba el ex presidente Alí Rafsanjani.
Los iraníes también iban a llevar a sus abogados, y después el Comité ejecutivo de la Interpol debería votar si aceptar o no el pedido de captura de los iraníes, reclamado por los fiscales argentinos. Si bien para sentirse más seguro Nisman pretendía que lo acompañara Stiuso a Lyon, terminó aceptando ir con sus compañeros de fiscalía. Los tres compartieron la habitación del hotel, y salían a comer juntos, siempre sospechando que los espiaban.
Un día después de llegar, el jefe de Interpol, Ronald Noble, los recibió e informalmente les comentó que veía difícil que aprobaran el pedido de captura, surgido de una causa tan manchada como la de la AMIA.
“En Argentina ahora se está juzgando a los que fueron corruptos en la investigación”, le retrucó Nisman. Se refería a la causa por encubrimiento contra el ex juez Galeano, y contra sus ex compañeros, los fiscales Mullen y Barbaccia. Una investigación que, por momentos, él mismo se resistía a impulsar. Pero Nisman creía que Ronald Noble no iba a hilar tan fino, y entonces su argumento podía parecer convincente.
El encuentro cara a cara con los iraníes se concretó el 22 de febrero. En un rincón de la sala estaban los siete representantes iraníes; en el centro los siete integrantes de la Oficina Legal de Interpol y en el otro extremo los cinco argentinos: los dos fiscales, el secretario Longo, un miembro de Cancillería y un delegado policial.
Los iraníes hablaban inglés, francés, español, farsí y alemán. Nismán chapuceaba inglés, y Martínez Burgos un poco de francés.
“Se asombraron con lo que llevamos. Nuevas pruebas contra los imputados iraníes y la existencia de un nuevo juez a cargo de la causa los sorprendieron. Ellos pensaron que todavía estábamos con las mismas cosas y los mismos argumentos que en la época en que el juez era Galeano”, declararon al salir.
En noviembre de 2007, el resultado sería favorable al pedido de Nisman: 78 votos acompañaron la denuncia, mientras que 14 delegaciones se opusieron y 26 se abstuvieron.
Así, Interpol le puso alerta roja (o sea, máxima prioridad) a las órdenes de captura de cinco iraníes reclamados por el fiscal Alberto Nisman: el ex ministro de Información e Inteligencia, Alí Fallahjan; el ex comandante de los Guardianes de la Revolución, Mohsen Rezai; el ex comandante de la fuerza Al Quds, Ahmad Vahidi; el ex agregado cultural en Buenos Aires, Mohsen Rabbani; y el ex tercer secretario de la embajada en Buenos Aires, Ahmad Asghari. Además mantendría vigente el pedido de captura de Imad Moughneieh, jefe de operaciones de Hezbolá.
Ese sería el último aporte importante de Nisman a la causa. En adelante, sólo le sumaría una serie de dictámenes más periféricos, como un documento de 500 hojas que presentaría en mayo de 2013: ahí el fiscal acusaría a Irán de haber armado una red terrorista en Sudamérica para exportar la revolución islámica.
A los pocos días de volver de Lyon de su triunfo en Interpol, Martínez Burgos quedó envuelto en un escándalo por supuesto tráfico de influencias con un abogado de iraníes y renunció. El adjunto de Nisman se fue con la sospecha de que el propio Nisman le había hecho una trampa para forzar su alejamiento. Por aquellos días también Hernán Longo abandonó la fiscalía.
Así, Nisman concentró todo el poder y la información de la UFI-AMIA. Excepto por el silencioso apoyo de Stiuso, se había quedado solo.
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Nisman escribía como hablaba, y hablaba como vivía: de forma abrumadora. Y si buscaba seducir, convencer o disculparse, se volvía atolondrado, al punto de que era realmente difícil comunicarse con él.
“Era un caballo de calesita. No paraba. Tenía una capacidad de laburo impresionante y a veces era difícil seguirle el ritmo de lo que decía”, dice, sentado en el sillón de su oficina en Comodoro Py, el fiscal general de la Cámara Nacional de Casación Penal, Raúl Plee, que lo conoció en 1989 en los tribunales de Morón.
En 2011, poco antes del horario en que debía comenzar, Nisman canceló su participación en una charla organizada por los familiares de las víctimas en Hebraica. Y lo hizo con su elocuencia habitual: “Nuevamente disculpas. Estoy con mucha bronca e impotencia. Demoré lo más que pude para ver si podía ir, pero hasta hablo mucho más lento por lo abombado que estoy. Es una señal del cuerpo que no puedo desoír. Les juro que lo lamento. Si había alguien a quien no quería fallarles era a ustedes, pero el tema me excede. Les pido que me entiendan. Gracias por todo y me voy a reponer. Van a seguir contando conmigo como siempre”, les explicó por mensaje de texto.
Los familiares de las víctimas “contaban” con Nisman. Si le pedían una reunión, el fiscal los recibía en la mesa larga del salón de la fiscalía. Le ponía el cuerpo a los reproches y después daba sus explicaciones, aunque no siempre resultaran satisfactorias. Pero al menos lo intentaba.
—¡Decime dónde están los avances! ¿Te das cuenta de que no estás haciendo nada? —le planteó una mujer en una reunión de 2012. A su lado el abogado querellante, Sergio Burstein y dos familiares más asentían en silencio.
Nisman se levantó de su sillón con seguridad. Los gritos y los modales de la mujer no lo alteraban.
—Claro que hay avances —respondió y abrió la puerta para gritar—. ¡Martín, traé por favor la carpeta que te di ayer!
El cuestionamiento más duro y concreto que le hacía la agrupación Memoria Activa era su desinterés en hacer avanzar la causa por el desvío de la investigación del atentado.
Después de avanzar muy lentamente, y haber pasado por las manos de otros dos magistrados, en 2009 en una decisión muy celebrada por los grupos de familiares, el juez federal Ariel Lijo procesó al ex presidente Carlos Saúl Menem, al ex juez Juan José Galeano, al jefe de la SIDE menemista Hugo Anzorreguy y al ex comisario Jorge “Fino” Palacios, entre otros.
Sin embargo, tres años después, el mismo Lijo sobreseía al ex ministro del Interior Carlos Corach, a cuatro ex secretarios del ex juez Juan José Galeano y a tres ex policías.
Nisman les había prometido a los familiares y abogados de Memoria Activa que ellos si apelaban el sobreseimiento de Corach y los secretarios de Galeano, él iba a acompañar ese pedido. Una presentación conjunta entre Memoria Activa y el fiscal le hubiera dado más fuerza a la apelación.
Pero pasaban los días y Nisman no cumplía lo pactado. Ante la insistencia de los familiares de Memoria Activa, se atajó por teléfono: “No nos llega la notificación porque el fiscal natural (quien tenía a su cargo la causa) ahí es el Fiscal ante la Cámara Federal (a cargo de Germán Moldes), pero igual estoy al tanto. Intenté un par de veces y no lo ubiqué, pero ya mandé mi segundo a que vaya a hablar con la fiscalía para que cumplan lo que hablamos en su momento”, les respondió. El argumento era engañoso porque Nisman podía apelar sin la necesidad de desplazar al llamado fiscal natural.
Pasó la fecha estipulada y Nisman seguía sin cumplir su promesa. El grupo de familiares apeló en soledad: a pesar de no haber contado con el apoyo del fiscal, en julio de 2013 consiguieron que la Cámara Federal rechazara la decisión de Lijo. Así, los cinco funcionarios y los tres policías volvían a quedar imputados.
Después de ese cruce y del compromiso incumplido, Nisman recibió a las representantes de Memoria Activa, Diana Malamud y Adriana Reisfed, junto a sus dos abogados. Sabía perfectamente que le tocaría soportar una andanada de reproches.
En el salón de reuniones de la fiscalía, con la bandera de Argentina clavada en un rincón, escuchó las críticas por su inacción ante el sobreseimiento de Corach y por otras situaciones similares de la causa por encubrimiento, en las que también le achacaban desidia o falta de interés. “Yo no podía intervenir sin la autorización de Moldes, porque él era el fiscal natural. Pero además yo interpreto que acá hay movidas que intentan perjudicarme deliberadamente. Les pido disculpas de nuevo”, les planteó.
“Era muy inteligente y memorioso, pero no avanzó en nada en las causas y va a quedar para la historia como el fiscal que se olvidó de las víctimas”, dice la fiscal nacional en lo Criminal Cristina Caamaño.
***
Alberto Nisman pegó el link de la nota en el asunto del mail. No escribió una sola palabra y así se lo mandó a un amigo, o lo más parecido a un amigo que le quedaba en Comodoro Py. Era marzo de 2012. Hacía siete años que su rutina había pasado de los tribunales de Retiro a la fiscalía que investiga exclusivamente el atentado a la AMIA, ubicada en un séptimo piso frente a Plaza de Mayo. Su amigo, también fiscal y compañero de Nisman durante varios meses, clickeó en el mail y entró a la Agencia Judía de Noticias. Miró el título: “Diputados estadounidenses elogian la investigación del atentado a la AMIA”. Leyó por encima que la congresista republicana de Florida Ileana Ros Lehtinen había presentado un proyecto de resolución para apoyar la Ley Antiterrorista argentina y la principal pista que seguía Nisman en la causa AMIA, la misma que con matices se venía siguiendo desde 1994: responsabilizar al gobierno de Irán y al grupo armado libanés Hezbolá.
El fiscal no se sorprendió por el mail. Nisman solía mandarle notas que lo mencionaran: en especial elogios de medios internacionales. Decía él, en la Argentina no contaba con el reconocimiento que se merecía.
Para ese momento, el gobierno de Cristina Kirchner ya había empezado a negociar el Memorándum de entendimiento con Irán. Nisman estaba al tanto y lo padecía casi sin levantar la voz.
En enero de 2013, la presidenta anunció que había alcanzado un acuerdo con el gobierno iraní. El Memorándum incluía la creación de una Comisión de la Verdad, integrada por juristas internacionales propuestos por cada país, para interrogar en Teherán a los ciudadanos iraníes que tenían un pedido de captura de Interpol.
Para Cristina Kirchner, el acuerdo representaba un avance en una causa trabada desde hacía años. Pero tanto Nisman como Stiuso desconfiaban de las verdaderas intenciones de la presidenta, que nunca había creído del todo en la pista iraní.
Ese posible giro en el rumbo de la investigación puso al sistema Nisman en crisis, empezando por el consenso que había alcanzado su figura a lo largo de casi una década. Para Nisman, esa decisión presidencial desacreditaba los miles de papeles que él había firmado, en los que acusaba directamente al gobierno de Irán por el atentado a la AMIA.
La convicción de Nisman había sido alimentada por los informes de inteligencia que le proveía Stiuso. Pero era una convicción genuina, y la firma del Memorándum implicaba un cuestionamiento político hacia esa certeza.
La negociación del gobierno con Irán rompió de golpe el statu quo y puso al trabajo de Nisman bajo sospecha. Un trabajo que venía atado a su hambre de reconocimiento, a su anhelado prestigio internacional, a su hedonismo y a su sueño de pasar a la historia como el fiscal que iba a resolver la causa AMIA.

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