Quienes seguimos con interés y detalle lo que dice y lo que hace la Presidenta estamos sorprendidos por el brusco giro que tomó su discurso después del incomprensible silencio ante la tragedia del 22 de febrero pasado en la estación de Once. Desde aquella tarde, en Rosario, donde se la vio gritar frente al Monumento a la Bandera como una militante más «¡vamos por todo!», y en la que comparó, de manera inapropiada, la muerte de Néstor Kirchner con la de las 51 víctimas del tremendo choque, Cristina Fernández no dejó de cometer errores políticos casi infantiles y excesos verbales y gestuales inhabituales, propios de un principiante y no de una mujer política de extensa trayectoria.
¿Es porque empezó a acusar recibo del rechazo social que provocó su silencio en vastos sectores de la población, incluido el núcleo duro de su clientela más fiel? En el discurso de apertura de las sesiones legislativas Cristina Fernández tuvo repentinos cambios de humor, habló demasiado -tres horas y cuarto- y cometió el mismo tipo de gaffe que había cometido cuando dio por inaugurada la guerra santa contra el campo: estigmatizó a un sector completo de las sociedad, en una reacción típica de la derecha más rancia. En marzo de 2008 había confundido a la parte más productiva del campo con la oligarquía ganadera. La semana pasada hizo lo mismo con los docentes, al afirmar, de manera errónea y prejuiciosa, que trabajan cuatro horas por día y gozan de tres meses de vacaciones. Lo que encendió la chispa del rechazo al Gobierno hace cuatro años fue aquella infeliz alusión a «los piquetes de la abundancia». Lo que enoja e indigna ahora no es sólo la mención a los maestros que gozan de estabilidad laboral sino también el razonamiento de que la tragedia de Once fue posible, entre otras cosas, porque desde 2003 más personas viajan en tren, ya que hay menos desocupación y más trabajo.
¿Qué es lo que deberíamos hacer los argentinos frente al Gobierno? ¿Agradecer a Ella por todo lo bueno y quedarnos en silencio ante todo lo malo? La desmesura verbal y oficial es tanta que contagió también al ministro de Planificación, Julio De Vido, un hombre de bajo perfil que habla poco y casi siempre lo justo. Al despedir a Juan Pablo Schiavi, De Vido dijo que siempre se cuentan los muertos que se producen después de una tragedia, pero no los que se evitan por obras como la autopista Rosario-Córdoba. Y el martes, en el recinto del Senado, le gritó «sinvergüenza» al senador radical Gerardo Morales, mientras éste lo responsabilizaba por los 51 muertos de la tragedia de Once. En el medio del griterío, el ministro, igual que la jefa del Estado, se quitó de encima toda culpa al argumentar que los subsidios que les vienen dando a los concesionarios fueron producto del colapso de los contratos en 2001, cuando Fernando de la Rúa se fue del gobierno en helicóptero. Se trata de una media verdad. La otra mitad es que hace casi nueve años que él está frente al ministerio, y que Ricardo Jaime, un incondicional de Néstor Kirchner, fue durante cinco años amo y señor de los subsidios y de los negocios paralelos alrededor de ellos.
¿Qué le está pasando a la Presidenta? ¿Volvió a transformarse en la maestra de Siruela que retaba a todo el mundo y se creía dueña de toda la verdad, antes de la muerte de su compañero de toda la vida? ¿Alguien la está asesorando mal o se trata de decisiones propias? ¿Alguien la está alentando para que ponga la cara «ante la adversidad» y empiece a malgastar, en pocos días, toda la intención de voto, la imagen y el apoyo popular que recuperó inmediatamente después de transformarse en viuda? Las ligeras acusaciones contra el columnista Carlos Pagni, a quien calificó de antisemita, y contra un secretario de Redacción de Clarín, a quien presentó como un nazi, deben inscribirse en esa tendencia a desbocarse. Si se lee con atención la nota de Pagni sobre Axel Kicillof, se notará que, antes que una adjetivación, hay un intento minucioso de describir los antecedentes familiares del viceministro de Economía. Y si se hace lo mismo con el artículo de Osvaldo Pepe, se comprobará que él nunca habló de un «gen montonero» sino que puso de manifiesto la tendencia a la soberbia que tenían los jefes de esa organización guerrillera y la que ostentan hoy quienes conducen La Cámpora. Es decir: hay que forzar demasiado la lectura para coincidir con la estigmatización que hizo Cristina Fernández de ambos colegas.
Lo que sí parece una enormidad y un abuso en el ejercicio del poder es que un jefe de Estado use el atril y todo el inmenso aparato de comunicación oficial para señalar con el dedo a dos profesionales que escriben lo que piensan. Constituye una suerte de caza de brujas más propia de las dictaduras o de los regímenes autoritarios que de un gobierno democrático que respeta la opinión de los otros, aunque sea distinta.
La derechización y el creciente enojo de la primera mandataria también se registra en el plano de las ideas y de los negocios: en vez de retar a los habitantes de las provincias que defienden el medio ambiente, debería abrir el debate sobre la conveniencia de alentar la minería a cielo abierto. Es posible que el Gobierno necesite de esas inversiones para recuperar la caja que está perdiendo a pasos agigantados. Es probable también que el ataque a los maestros se explique por la necesidad de poner un límite a las paritarias que inauguran el año económico. Sabemos que la pretensión de tirarle por la cabeza el subte y los colectivos a Mauricio Macri responde a esa lógica. Y también a la de «desfinanciar» el presupuesto de la Ciudad y transformar al jefe de Gobierno en un rehén político y colocarlo en una situación parecida a la del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli.
El ataque al enemigo perfecto y ficticio es otra de las jugadas habituales que solía impulsar Kirchner y que repite ahora Fernández cada vez que hechos como la catástrofe de Once amenazan con afectar su imagen e intención de voto. Apunta, además, a «correr» de la agenda los temas negativos, como la denuncia contra el vicepresidente Amado Boudou. Los que le acercan encuestas con números reales y «no para publicar» están empezando a dudar de si Cristina está haciendo una buena elección del enemigo. Macri y Scioli son los dirigentes nacionales que más crecieron desde el 22 de febrero pasado. Y Ella está empezando a bajar, aunque nada indica que esa caída sea constante e irreversible. Será, como siempre, la marcha de la economía la que termine afectando, de verdad, el humor de los argentinos. Es probable que la Presidenta sea consciente de lo que se viene. Y que esté empezando a acomodar el relato para adjudicar responsabilidades bien lejos de la Casa de Gobierno y la quinta de Olivos.
© La Nacion.
¿Es porque empezó a acusar recibo del rechazo social que provocó su silencio en vastos sectores de la población, incluido el núcleo duro de su clientela más fiel? En el discurso de apertura de las sesiones legislativas Cristina Fernández tuvo repentinos cambios de humor, habló demasiado -tres horas y cuarto- y cometió el mismo tipo de gaffe que había cometido cuando dio por inaugurada la guerra santa contra el campo: estigmatizó a un sector completo de las sociedad, en una reacción típica de la derecha más rancia. En marzo de 2008 había confundido a la parte más productiva del campo con la oligarquía ganadera. La semana pasada hizo lo mismo con los docentes, al afirmar, de manera errónea y prejuiciosa, que trabajan cuatro horas por día y gozan de tres meses de vacaciones. Lo que encendió la chispa del rechazo al Gobierno hace cuatro años fue aquella infeliz alusión a «los piquetes de la abundancia». Lo que enoja e indigna ahora no es sólo la mención a los maestros que gozan de estabilidad laboral sino también el razonamiento de que la tragedia de Once fue posible, entre otras cosas, porque desde 2003 más personas viajan en tren, ya que hay menos desocupación y más trabajo.
¿Qué es lo que deberíamos hacer los argentinos frente al Gobierno? ¿Agradecer a Ella por todo lo bueno y quedarnos en silencio ante todo lo malo? La desmesura verbal y oficial es tanta que contagió también al ministro de Planificación, Julio De Vido, un hombre de bajo perfil que habla poco y casi siempre lo justo. Al despedir a Juan Pablo Schiavi, De Vido dijo que siempre se cuentan los muertos que se producen después de una tragedia, pero no los que se evitan por obras como la autopista Rosario-Córdoba. Y el martes, en el recinto del Senado, le gritó «sinvergüenza» al senador radical Gerardo Morales, mientras éste lo responsabilizaba por los 51 muertos de la tragedia de Once. En el medio del griterío, el ministro, igual que la jefa del Estado, se quitó de encima toda culpa al argumentar que los subsidios que les vienen dando a los concesionarios fueron producto del colapso de los contratos en 2001, cuando Fernando de la Rúa se fue del gobierno en helicóptero. Se trata de una media verdad. La otra mitad es que hace casi nueve años que él está frente al ministerio, y que Ricardo Jaime, un incondicional de Néstor Kirchner, fue durante cinco años amo y señor de los subsidios y de los negocios paralelos alrededor de ellos.
¿Qué le está pasando a la Presidenta? ¿Volvió a transformarse en la maestra de Siruela que retaba a todo el mundo y se creía dueña de toda la verdad, antes de la muerte de su compañero de toda la vida? ¿Alguien la está asesorando mal o se trata de decisiones propias? ¿Alguien la está alentando para que ponga la cara «ante la adversidad» y empiece a malgastar, en pocos días, toda la intención de voto, la imagen y el apoyo popular que recuperó inmediatamente después de transformarse en viuda? Las ligeras acusaciones contra el columnista Carlos Pagni, a quien calificó de antisemita, y contra un secretario de Redacción de Clarín, a quien presentó como un nazi, deben inscribirse en esa tendencia a desbocarse. Si se lee con atención la nota de Pagni sobre Axel Kicillof, se notará que, antes que una adjetivación, hay un intento minucioso de describir los antecedentes familiares del viceministro de Economía. Y si se hace lo mismo con el artículo de Osvaldo Pepe, se comprobará que él nunca habló de un «gen montonero» sino que puso de manifiesto la tendencia a la soberbia que tenían los jefes de esa organización guerrillera y la que ostentan hoy quienes conducen La Cámpora. Es decir: hay que forzar demasiado la lectura para coincidir con la estigmatización que hizo Cristina Fernández de ambos colegas.
Lo que sí parece una enormidad y un abuso en el ejercicio del poder es que un jefe de Estado use el atril y todo el inmenso aparato de comunicación oficial para señalar con el dedo a dos profesionales que escriben lo que piensan. Constituye una suerte de caza de brujas más propia de las dictaduras o de los regímenes autoritarios que de un gobierno democrático que respeta la opinión de los otros, aunque sea distinta.
La derechización y el creciente enojo de la primera mandataria también se registra en el plano de las ideas y de los negocios: en vez de retar a los habitantes de las provincias que defienden el medio ambiente, debería abrir el debate sobre la conveniencia de alentar la minería a cielo abierto. Es posible que el Gobierno necesite de esas inversiones para recuperar la caja que está perdiendo a pasos agigantados. Es probable también que el ataque a los maestros se explique por la necesidad de poner un límite a las paritarias que inauguran el año económico. Sabemos que la pretensión de tirarle por la cabeza el subte y los colectivos a Mauricio Macri responde a esa lógica. Y también a la de «desfinanciar» el presupuesto de la Ciudad y transformar al jefe de Gobierno en un rehén político y colocarlo en una situación parecida a la del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli.
El ataque al enemigo perfecto y ficticio es otra de las jugadas habituales que solía impulsar Kirchner y que repite ahora Fernández cada vez que hechos como la catástrofe de Once amenazan con afectar su imagen e intención de voto. Apunta, además, a «correr» de la agenda los temas negativos, como la denuncia contra el vicepresidente Amado Boudou. Los que le acercan encuestas con números reales y «no para publicar» están empezando a dudar de si Cristina está haciendo una buena elección del enemigo. Macri y Scioli son los dirigentes nacionales que más crecieron desde el 22 de febrero pasado. Y Ella está empezando a bajar, aunque nada indica que esa caída sea constante e irreversible. Será, como siempre, la marcha de la economía la que termine afectando, de verdad, el humor de los argentinos. Es probable que la Presidenta sea consciente de lo que se viene. Y que esté empezando a acomodar el relato para adjudicar responsabilidades bien lejos de la Casa de Gobierno y la quinta de Olivos.
© La Nacion.