NUEVA YORK.- El jueves pasado, Katie, la perra adorada de nuestra familia, murió a la edad de 12 años. Era una buenaza enorme que hasta cedía respetuosamente el hueso a cualquier cachorrito del tamaño de una laucha. De no ser por su debilidad por las ardillas, Katie bien podría haber ganado el Premio Nobel de la Paz.
Hice duelo por la muerte de Katie en las redes sociales y recibí una avalancha de conmovedoras condolencias, que me reconfortaron ante la pérdida de un integrante más de nuestra familia. Sin embargo, el mismo día en que Katie murió, publiqué una columna reclamando mayor compromiso internacional para terminar con la guerra civil en Siria, que ya se ha cobrado unas 470.000 vidas. Esa columna también suscitó una avalancha de comentarios de muy distinto tenor y muchos teñidos de una brutal indiferencia: ¿por qué tendríamos que ayudar a los sirios?
Todo eso se mezclaba en mi cuenta de Twitter: sincera empatía por un perro norteamericano que murió a avanzada edad y lo que yo sentí como una insensibilidad absoluta hacia millones de chicos sirios que enfrentan la hambruna o las bombas. «¡Si al menos valoráramos a los chicos de Aleppo como valoramos a nuestros perros!», pensé en ese momento.
Hace cinco años que el mundo mira virtualmente impávido cómo el presidente Bashar al-Assad masacra a su pueblo, alimentando a su vez el auge de Estado Islámico y el genocidio que está cometiendo, según palabras del propio gobierno norteamericano. Por eso es que en mi columna escribí que la pasividad del presidente Obama frente a la situación en Siria era su mayor error, una sombra sobre su legado. Esa columna despertó encendidas críticas de los lectores, así que me permito contestarles. «Nuestra Constitución no dice en ninguna parte que debamos ser los salvadores del mundo ante los locos que hay dando vueltas -escribió un lector de St. Louis-. No veo nada bueno en gastar billones de dólares en intentar volver a pegar a Humpty Dumpty. La lástima es mala consejera.»
Concuerdo en que no podemos resolver todos los problemas del mundo, pero eso no implica que no intentemos resolver ninguno. ¿Habría sido un error bombardear las cámaras de gas de Auschwitz? ¿Se equivocó Clinton cuando intervino en Kosovo para evitar un posible genocidio? ¿Acaso también se equivocó Obama cuando ordenó un ataque aéreo sobre la frontera sirio-iraquí para evitar la potencial masacre genocida de los kurdos del lugar?
De acuerdo: no hay que enviar fuerzas terrestres a Siria ni invertir billones de dólares. Pero ¿por qué no lanzar misiles, como muchos sugieren, desde fuera de Siria, para destruir los aeródromos militares y mantener la fuerza aérea siria en tierra?
Un lector de Delaware comentó: «No digo que no, Nicholas, pero hasta ahora todas las aventuras en Medio Oriente no resultaron bien para el mundo». En la misma línea, un lector de Minnesota argumentó: «Después de la experiencia con George W. Bush, aprendimos la lección».
Me permito retrucarles. Yo me opuse a la guerra de Irak, pero tengo la sensación de que la opinión pública entendió mal -que las intervenciones militares nunca funcionan-, cuando en realidad la lección es más compleja e implica que las intervenciones militares son un camino directo y costoso que tiene un historial mezclado de éxitos y fracasos.
Claro que la guerra de Irak fue un desastre, pero la zona de exclusión aérea en el norte de Irak después de la guerra del Golfo fue un éxito rotundo. Vietnam fue una catástrofe monumental, pero la intervención británica en Sierra Leona en 2000 fue un éxito espectacular. Afganistán sigue siendo un lío, pero los ataques aéreos ayudaron a terminar con el genocidio en los Balcanes. El apoyo de Estados Unidos a los bombardeos sauditas en Yemen es contraproducente, pero Clinton ya ha reconocido que su peor equivocación en política exterior fue no haber frenado el genocidio n Ruanda.
Y aun rehuyendo de la vía militar, ¿qué excusa tenemos para hacer mayores esfuerzos para que los chicos refugiados sirios reciban educación en países vecinos, como Jordania o el Líbano? Privar a los refugiados de educación es sentar las bases de más tribalismo, pobreza y violencia.
Admito que destruir los aeródromos militares o establecer zonas seguras, incluso educar a los refugiados, puede no resultar como uno espera. Pero esa preocupación debe sopesarse con las vidas de cientos de miles de chicos, en especial ahora que hemos declarado que lo de Siria es un genocidio.
Una de las razones por las que genocidios del pasado pudieron avanzar sin interferencia exterior es que no existe una herramienta política infalible para detener la matanza. Otra razón es que las víctimas no parecen ser «como nosotros». O son judíos, o son negros, o, como en este caso, son sirios, así que a otra cosa.
Pero como saben hasta los perros, un humano es un humano.
Me pregunto qué pasaría si Aleppo estuviese llena de golden retrievers y si lo que viésemos fueran inocentes e indefensos cachorritos volando por los aires. ¿Seguiríamos endureciendo el corazón o reduciendo a las víctimas a su «otredad»? ¿Seguiríamos diciendo que es un problema de los árabes y que lo resuelvan ellos?
Por cierto que las soluciones para Siria son complejas e inciertas. Pero creo que hasta Katie habría estado de acuerdo en que no sólo toda vida humana es valiosa, sino que cada vida humana vale tanto como la de un golden retriever.
Traducción de Jaime Arrambide
Hice duelo por la muerte de Katie en las redes sociales y recibí una avalancha de conmovedoras condolencias, que me reconfortaron ante la pérdida de un integrante más de nuestra familia. Sin embargo, el mismo día en que Katie murió, publiqué una columna reclamando mayor compromiso internacional para terminar con la guerra civil en Siria, que ya se ha cobrado unas 470.000 vidas. Esa columna también suscitó una avalancha de comentarios de muy distinto tenor y muchos teñidos de una brutal indiferencia: ¿por qué tendríamos que ayudar a los sirios?
Todo eso se mezclaba en mi cuenta de Twitter: sincera empatía por un perro norteamericano que murió a avanzada edad y lo que yo sentí como una insensibilidad absoluta hacia millones de chicos sirios que enfrentan la hambruna o las bombas. «¡Si al menos valoráramos a los chicos de Aleppo como valoramos a nuestros perros!», pensé en ese momento.
Hace cinco años que el mundo mira virtualmente impávido cómo el presidente Bashar al-Assad masacra a su pueblo, alimentando a su vez el auge de Estado Islámico y el genocidio que está cometiendo, según palabras del propio gobierno norteamericano. Por eso es que en mi columna escribí que la pasividad del presidente Obama frente a la situación en Siria era su mayor error, una sombra sobre su legado. Esa columna despertó encendidas críticas de los lectores, así que me permito contestarles. «Nuestra Constitución no dice en ninguna parte que debamos ser los salvadores del mundo ante los locos que hay dando vueltas -escribió un lector de St. Louis-. No veo nada bueno en gastar billones de dólares en intentar volver a pegar a Humpty Dumpty. La lástima es mala consejera.»
Concuerdo en que no podemos resolver todos los problemas del mundo, pero eso no implica que no intentemos resolver ninguno. ¿Habría sido un error bombardear las cámaras de gas de Auschwitz? ¿Se equivocó Clinton cuando intervino en Kosovo para evitar un posible genocidio? ¿Acaso también se equivocó Obama cuando ordenó un ataque aéreo sobre la frontera sirio-iraquí para evitar la potencial masacre genocida de los kurdos del lugar?
De acuerdo: no hay que enviar fuerzas terrestres a Siria ni invertir billones de dólares. Pero ¿por qué no lanzar misiles, como muchos sugieren, desde fuera de Siria, para destruir los aeródromos militares y mantener la fuerza aérea siria en tierra?
Un lector de Delaware comentó: «No digo que no, Nicholas, pero hasta ahora todas las aventuras en Medio Oriente no resultaron bien para el mundo». En la misma línea, un lector de Minnesota argumentó: «Después de la experiencia con George W. Bush, aprendimos la lección».
Me permito retrucarles. Yo me opuse a la guerra de Irak, pero tengo la sensación de que la opinión pública entendió mal -que las intervenciones militares nunca funcionan-, cuando en realidad la lección es más compleja e implica que las intervenciones militares son un camino directo y costoso que tiene un historial mezclado de éxitos y fracasos.
Claro que la guerra de Irak fue un desastre, pero la zona de exclusión aérea en el norte de Irak después de la guerra del Golfo fue un éxito rotundo. Vietnam fue una catástrofe monumental, pero la intervención británica en Sierra Leona en 2000 fue un éxito espectacular. Afganistán sigue siendo un lío, pero los ataques aéreos ayudaron a terminar con el genocidio en los Balcanes. El apoyo de Estados Unidos a los bombardeos sauditas en Yemen es contraproducente, pero Clinton ya ha reconocido que su peor equivocación en política exterior fue no haber frenado el genocidio n Ruanda.
Y aun rehuyendo de la vía militar, ¿qué excusa tenemos para hacer mayores esfuerzos para que los chicos refugiados sirios reciban educación en países vecinos, como Jordania o el Líbano? Privar a los refugiados de educación es sentar las bases de más tribalismo, pobreza y violencia.
Admito que destruir los aeródromos militares o establecer zonas seguras, incluso educar a los refugiados, puede no resultar como uno espera. Pero esa preocupación debe sopesarse con las vidas de cientos de miles de chicos, en especial ahora que hemos declarado que lo de Siria es un genocidio.
Una de las razones por las que genocidios del pasado pudieron avanzar sin interferencia exterior es que no existe una herramienta política infalible para detener la matanza. Otra razón es que las víctimas no parecen ser «como nosotros». O son judíos, o son negros, o, como en este caso, son sirios, así que a otra cosa.
Pero como saben hasta los perros, un humano es un humano.
Me pregunto qué pasaría si Aleppo estuviese llena de golden retrievers y si lo que viésemos fueran inocentes e indefensos cachorritos volando por los aires. ¿Seguiríamos endureciendo el corazón o reduciendo a las víctimas a su «otredad»? ¿Seguiríamos diciendo que es un problema de los árabes y que lo resuelvan ellos?
Por cierto que las soluciones para Siria son complejas e inciertas. Pero creo que hasta Katie habría estado de acuerdo en que no sólo toda vida humana es valiosa, sino que cada vida humana vale tanto como la de un golden retriever.
Traducción de Jaime Arrambide