La Revolución Bolivariana que comandó Hugo Chávez no prometió una democracia liberal. Su propósito era establecer una democracia mayoritaria que desembocara en una democracia participativa. Se retomaba, aunque en clave popular y anti-elite, lo que en 1919 publicó el periodista y político venezolano, Laureano Vallenilla Lanz, en su libro “Cesarismo democrático”.
Ante lo que concebía como la existencia de un pueblo incapacitado, Vallenilla reivindicaba para el país el ideal del caudillo carismático y gendarme que concentrase poder y garantizase orden. O puesto en otra clave, y en términos de Gramsci, ante la muy aguda inestabilidad derivada del “Caracazo” de 1989, Chávez aparecía para muchos como la expresión de un “cesarismo progresista”.
A partir de la gestión de Nicolás Maduro, la incierta aspiración de una democracia mayoritaria encabezada por un “buen César” se transformó en un “cesarismo regresivo” y en una oclocracia liderada por un “mal César”. Según Polibio (siglo II a.C.), la oclocracia desvirtuaba la democracia con su recurso a la demagogia y la ilegalidad.
En una interpretación más moderna, en una oclocracia antes que fortalecer un pueblo organizado y el poder popular, se instrumentaliza a las masas por diferentes medios y se afirma una estrecha base de apoyo para lograr la supervivencia de un grupo en la cima del gobierno. Ahí se produce un retroceso: componentes básicos de toda democracia, como la protección de los derechos humanos, se degradan y surgen dispositivos autoritarios.
En Venezuela esto se da en medio de una monumental crisis económica que arrasa con los avances que beneficiaron a los sectores populares, agudiza la confrontación social y refuerza una economía sustentada en el petróleo.
Pero más allá de tal o cual definición politológica que precise la naturaleza del régimen actual, la comunidad internacional debe lidiar con la Venezuela realmente existente y no con la que impugnan sus críticos de distintas orillas políticas, la que desean los que abogan por una democracia liberal, o la que defienden los amigos del “Socialismo del Siglo XXI”.
Tal realismo demanda, de entrada, la respuesta a una pregunta: Lo que hace el gobierno de Maduro ¿es el resultado de una gran cohesión del “chavismo” y su plan de perpetuación en el poder; lo cual se produce en medio del avance de fuerzas opositores unificadas y legitimadas y ante el surgimiento de inquietantes fisuras en la fuerza armada?
Si la respuesta es que sí, entonces no es mucho lo que pueden hacer América Latina y la comunidad internacional, para frenar un choque de trenes ruinoso.
Si, por el contrario, lo que subyace es la existencia de pugnas intensas en la cúpula dirigente, la creencia de ciertos sectores oficiales de que no es viable la perennidad del gobierno, la presencia de conscientes voces opositoras que comprenden que es imperativo acumular respaldos de manera pacífica y el temor de los militares de las consecuencias de una profunda división en el país, entonces si habría una pequeña—muy pequeña–ventana de oportunidad para que la región aportara una solución política que siempre será posible por lo que hagan los propios venezolanos.
Pero si fuera esto factible, América Latina debe superar cuatro dificultades evidentes. Primero, los mandatarios deben evitar que sus preferencias ideológicas obstaculicen el posicionamiento de cada país: se necesitan mentes lúcidas y prudentes. Segundo, el caso Venezuela no puede ser solo funcional a la dinámica interna—electoral y/o política—de cada nación: se requiere un balance entre motivaciones internas y responsabilidades externas. Tercero, es disfuncional para la región en su conjunto, y más allá de esta coyuntura, erosionar, por acción u omisión, los foros como la UNASUR, la CELAC, entre otros.
Y cuarto, es estratégicamente contraproducente el aislar y aislarse de Venezuela, contribuyendo inadvertidamente a que Estados Unidos asuma un papel protagónico que será, con más sanciones y amenazas, el preámbulo de mayor inestabilidad en el área: toda Latinoamérica está en una situación demasiado delicada como para jugar con fuego.
Si se lograsen superar los obstáculos mencionados, dos cuestiones son fundamentales. Por un lado, aunque es esencial un cambio, Latinoamérica no debiera precipitarlo. La idea de una transición inmediata puede ser incluso peligrosa.
En octubre próximo habrá elección adelantada para gobernadores y la presidencial en 2018 será en diciembre. Se debería procurar que esa fecha fuese efectivamente anticipada. Por otro lado, si se avanzara en una salida a la crisis hay que reconocer que la situación económica no se resuelve rápido ni fácilmente y, por lo tanto, habrá que comprometerse en serio con el futuro venezolano. Es el momento de que la región repiense qué quiere y puede hacer para que Venezuela no se deslice hacia un abismo de imprevisibles costos internos y regionales.
Juan Gabriel Tokatlian es Profesor plenario de la Universidad Torcuato Di Tella
Ante lo que concebía como la existencia de un pueblo incapacitado, Vallenilla reivindicaba para el país el ideal del caudillo carismático y gendarme que concentrase poder y garantizase orden. O puesto en otra clave, y en términos de Gramsci, ante la muy aguda inestabilidad derivada del “Caracazo” de 1989, Chávez aparecía para muchos como la expresión de un “cesarismo progresista”.
A partir de la gestión de Nicolás Maduro, la incierta aspiración de una democracia mayoritaria encabezada por un “buen César” se transformó en un “cesarismo regresivo” y en una oclocracia liderada por un “mal César”. Según Polibio (siglo II a.C.), la oclocracia desvirtuaba la democracia con su recurso a la demagogia y la ilegalidad.
En una interpretación más moderna, en una oclocracia antes que fortalecer un pueblo organizado y el poder popular, se instrumentaliza a las masas por diferentes medios y se afirma una estrecha base de apoyo para lograr la supervivencia de un grupo en la cima del gobierno. Ahí se produce un retroceso: componentes básicos de toda democracia, como la protección de los derechos humanos, se degradan y surgen dispositivos autoritarios.
En Venezuela esto se da en medio de una monumental crisis económica que arrasa con los avances que beneficiaron a los sectores populares, agudiza la confrontación social y refuerza una economía sustentada en el petróleo.
Pero más allá de tal o cual definición politológica que precise la naturaleza del régimen actual, la comunidad internacional debe lidiar con la Venezuela realmente existente y no con la que impugnan sus críticos de distintas orillas políticas, la que desean los que abogan por una democracia liberal, o la que defienden los amigos del “Socialismo del Siglo XXI”.
Tal realismo demanda, de entrada, la respuesta a una pregunta: Lo que hace el gobierno de Maduro ¿es el resultado de una gran cohesión del “chavismo” y su plan de perpetuación en el poder; lo cual se produce en medio del avance de fuerzas opositores unificadas y legitimadas y ante el surgimiento de inquietantes fisuras en la fuerza armada?
Si la respuesta es que sí, entonces no es mucho lo que pueden hacer América Latina y la comunidad internacional, para frenar un choque de trenes ruinoso.
Si, por el contrario, lo que subyace es la existencia de pugnas intensas en la cúpula dirigente, la creencia de ciertos sectores oficiales de que no es viable la perennidad del gobierno, la presencia de conscientes voces opositoras que comprenden que es imperativo acumular respaldos de manera pacífica y el temor de los militares de las consecuencias de una profunda división en el país, entonces si habría una pequeña—muy pequeña–ventana de oportunidad para que la región aportara una solución política que siempre será posible por lo que hagan los propios venezolanos.
Pero si fuera esto factible, América Latina debe superar cuatro dificultades evidentes. Primero, los mandatarios deben evitar que sus preferencias ideológicas obstaculicen el posicionamiento de cada país: se necesitan mentes lúcidas y prudentes. Segundo, el caso Venezuela no puede ser solo funcional a la dinámica interna—electoral y/o política—de cada nación: se requiere un balance entre motivaciones internas y responsabilidades externas. Tercero, es disfuncional para la región en su conjunto, y más allá de esta coyuntura, erosionar, por acción u omisión, los foros como la UNASUR, la CELAC, entre otros.
Y cuarto, es estratégicamente contraproducente el aislar y aislarse de Venezuela, contribuyendo inadvertidamente a que Estados Unidos asuma un papel protagónico que será, con más sanciones y amenazas, el preámbulo de mayor inestabilidad en el área: toda Latinoamérica está en una situación demasiado delicada como para jugar con fuego.
Si se lograsen superar los obstáculos mencionados, dos cuestiones son fundamentales. Por un lado, aunque es esencial un cambio, Latinoamérica no debiera precipitarlo. La idea de una transición inmediata puede ser incluso peligrosa.
En octubre próximo habrá elección adelantada para gobernadores y la presidencial en 2018 será en diciembre. Se debería procurar que esa fecha fuese efectivamente anticipada. Por otro lado, si se avanzara en una salida a la crisis hay que reconocer que la situación económica no se resuelve rápido ni fácilmente y, por lo tanto, habrá que comprometerse en serio con el futuro venezolano. Es el momento de que la región repiense qué quiere y puede hacer para que Venezuela no se deslice hacia un abismo de imprevisibles costos internos y regionales.
Juan Gabriel Tokatlian es Profesor plenario de la Universidad Torcuato Di Tella