Mauricio Macri supo utilizar como insumo de su campaña presidencial la experiencia desarrollada en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que incorporó el uso de tecnologías al proceso electoral, a través de la boleta única electrónica. Esa innovación no estuvo exenta de controversias al comienzo de su implementación, pero culminó con una notable aceptación por parte de la ciudadanía porteña, que brindó pleno apoyo a su aplicación.
¿Qué sucedió entonces para que con tan buenos antecedentes la reforma política terminara naufragando? Varias razones explican la tormenta.
Más allá de sus buenas intenciones, los funcionarios que se designaron para llevar adelante la reforma carecían -a priori- del conocimiento y la preparación para hacerla, ni habían participado de experiencias anteriores. A ello hay que sumar la multiplicidad de actores que con pertenencias diversas respondían a miradas encontradas y, en algunos casos, a intereses contrapuestos.
La redacción del proyecto que el Poder Ejecutivo envió al Congreso no disimulaba la elección de una tecnología en particular utilizada por una empresa privada. A ello se agregaba la disposición de hacer una inversión estatal para comprar 120.000 máquinas, 240.000 baterías (que contaminan y deben ser reemplazadas cada dos años), depósitos para su almacenamiento y guardado, equipos técnicos para su mantenimiento, millones de boletas con chips (costosas de por sí) y el desarrollo o la adquisición del software que permitiría su uso. Tal decisión dejaría al Estado cautivo de una única tecnología. En las experiencias desarrolladas en Salta, ciudad de Buenos Aires, Chaco, Neuquén, San Luis -por nombrar algunas-, sólo se dispuso la contratación y el alquiler del sistema para uno o más procesos electorales, pero nunca su adquisición.
Si bien durante el trámite parlamentario en la Cámara de Diputados los despachos de comisión dejaron de lado la mención de «boleta electrónica», en ningún momento se abandonó la preferencia por ese sistema y el uso del chip. Rumores de negocios inundaron los pasillos, mencionando preacuerdos con empresas aun sin haberse aprobado la reforma.
No se atendieron a tiempo las impugnaciones de los detractores del sistema, que fieles a sus convicciones de oposición al «voto electrónico» se encontraban más preparados y mejor entrenados para comunicar sus objeciones a la opinión pública y a determinados actores decisivos del proceso de aprobación legislativo. El Gobierno no pudo o no supo contenerlos ni replicar ante la sociedad la ecuación de vulnerabilidad vs. factibilidad.
Se falló en el diagnóstico. Se pretendió escalar la experiencia porteña a todo el país, proyectando su aplicación plena -y no progresiva- a todo el territorio de la República y a más de 32 millones de electores que integran el padrón nacional. Se careció de un análisis de riesgos al no considerar por cada provincia el nivel de infraestructura existente, la brecha tecnológica, los desniveles educativos, las improntas socioculturales, la ausencia de cuadros técnicos capacitados para el gerenciamiento de un proceso de cambio, la diversidad geográfica, la falta de presupuestos apropiados, y la existencia de órganos electorales -en muchos casos- con facultades y recursos insuficientes.
Falló la comprensión para entender que no existen recetas, que se debe analizar caso por caso, y que se arriesgaba demasiado al pretender imponer una solución única, urgente, sin el consenso necesario de todos los actores y sin la decisión política plena de producir el cambio.
No existió un plan alternativo. Se desechó el uso de la boleta única de papel, a la que se podría haber agregado la posibilidad de incorporación escalonada de tecnologías. Se descartó realizar pruebas e implementaciones parciales durante la elección de 2017 que permitieran ensayar diferentes tecnologías en las distintas regiones. Era chip o nada. Y la nada es lo que parece haber quedado.
En 2017 los ciudadanos seguiremos votando con boleta partidaria. Pero es mejor eso que la tentación de una innovación mal planificada que pusiera en riesgo un proceso electoral completo.
El autor es director del Observatorio de Calidad Institucional de la Universidad Austral
¿Qué sucedió entonces para que con tan buenos antecedentes la reforma política terminara naufragando? Varias razones explican la tormenta.
Más allá de sus buenas intenciones, los funcionarios que se designaron para llevar adelante la reforma carecían -a priori- del conocimiento y la preparación para hacerla, ni habían participado de experiencias anteriores. A ello hay que sumar la multiplicidad de actores que con pertenencias diversas respondían a miradas encontradas y, en algunos casos, a intereses contrapuestos.
La redacción del proyecto que el Poder Ejecutivo envió al Congreso no disimulaba la elección de una tecnología en particular utilizada por una empresa privada. A ello se agregaba la disposición de hacer una inversión estatal para comprar 120.000 máquinas, 240.000 baterías (que contaminan y deben ser reemplazadas cada dos años), depósitos para su almacenamiento y guardado, equipos técnicos para su mantenimiento, millones de boletas con chips (costosas de por sí) y el desarrollo o la adquisición del software que permitiría su uso. Tal decisión dejaría al Estado cautivo de una única tecnología. En las experiencias desarrolladas en Salta, ciudad de Buenos Aires, Chaco, Neuquén, San Luis -por nombrar algunas-, sólo se dispuso la contratación y el alquiler del sistema para uno o más procesos electorales, pero nunca su adquisición.
Si bien durante el trámite parlamentario en la Cámara de Diputados los despachos de comisión dejaron de lado la mención de «boleta electrónica», en ningún momento se abandonó la preferencia por ese sistema y el uso del chip. Rumores de negocios inundaron los pasillos, mencionando preacuerdos con empresas aun sin haberse aprobado la reforma.
No se atendieron a tiempo las impugnaciones de los detractores del sistema, que fieles a sus convicciones de oposición al «voto electrónico» se encontraban más preparados y mejor entrenados para comunicar sus objeciones a la opinión pública y a determinados actores decisivos del proceso de aprobación legislativo. El Gobierno no pudo o no supo contenerlos ni replicar ante la sociedad la ecuación de vulnerabilidad vs. factibilidad.
Se falló en el diagnóstico. Se pretendió escalar la experiencia porteña a todo el país, proyectando su aplicación plena -y no progresiva- a todo el territorio de la República y a más de 32 millones de electores que integran el padrón nacional. Se careció de un análisis de riesgos al no considerar por cada provincia el nivel de infraestructura existente, la brecha tecnológica, los desniveles educativos, las improntas socioculturales, la ausencia de cuadros técnicos capacitados para el gerenciamiento de un proceso de cambio, la diversidad geográfica, la falta de presupuestos apropiados, y la existencia de órganos electorales -en muchos casos- con facultades y recursos insuficientes.
Falló la comprensión para entender que no existen recetas, que se debe analizar caso por caso, y que se arriesgaba demasiado al pretender imponer una solución única, urgente, sin el consenso necesario de todos los actores y sin la decisión política plena de producir el cambio.
No existió un plan alternativo. Se desechó el uso de la boleta única de papel, a la que se podría haber agregado la posibilidad de incorporación escalonada de tecnologías. Se descartó realizar pruebas e implementaciones parciales durante la elección de 2017 que permitieran ensayar diferentes tecnologías en las distintas regiones. Era chip o nada. Y la nada es lo que parece haber quedado.
En 2017 los ciudadanos seguiremos votando con boleta partidaria. Pero es mejor eso que la tentación de una innovación mal planificada que pusiera en riesgo un proceso electoral completo.
El autor es director del Observatorio de Calidad Institucional de la Universidad Austral