CONTRATAPA › MENSAJE A LOS BIBLIOTECARIOS Y TRABAJADORES DE BIBLIOTECAS DE TODO EL PAIS
Por Horacio González *
Junto al conjunto numeroso y activo de trabajadores de la Biblioteca Nacional, hemos protagonizado una experiencia relevante para las prácticas bibliotecarias y bibliotecológicas del país, que me animan a presentar estas reflexiones que pueden servir para estimular un debate fructífero. Toda profesión tiene aspectos específicos y dimensiones que la conectan con el más amplio mundo cultural circundante. Nunca dejamos de vincular las necesarias exigencias de la profesión bibliotecaria, que ha sufrido dramáticas transformaciones en las últimas décadas, con las grandes herencias del bibliotecario humanista. No concibo aquéllas sin éstas. Un gran bibliotecario que a la vez era un matemático, Ranghanathan, se animó a elaborar reflexiones normativas sobre el significado de las bibliotecas, que podemos reformular a la altura de la experiencia argentina: las bibliotecas son organismos vitales, centros de lectura e investigación, que documentan todas las formas de vida pasadas y contemporáneas y son a la vez instituciones de la memoria de la humanidad y de la nación. Cada libro o documento vale por sí mismo y por los libros y documentos vecinos a los que conduce. Cada lector por sí mismo forma parte de una red de lectores, y éstos, son una parte fundamental de la conciencia social en movimiento.
Otro gran bibliotecario, Aby Warburg, a su vez revolucionó las formas de clasificación superando su carácter meramente instrumental para convertirlas en estilos de razonamiento con raíces en un pensamiento simbólico que siempre supervive y es patrimonio de todos los seres humanos. En ejemplos como éstos nos inspiramos. Un bibliotecario emplea todas las técnicas conocidas de catalogación y clasificación, pero no se define exclusivamente por los métodos que en cada caso utilice. Un bibliotecario no es un “dataentry”, aunque ésta sea una parte importantísima de su tarea, ni es un documentalista informático, aunque su profesión sea constantemente redefinida por las grandes mutaciones de las tecnologías, que llevan a revoluciones del conocimiento que deben ser cuidadosamente atendidas y consideradas. Hay una dimensión ética imprescindible que presupone no aceptar sin sensibilidades culturales apropiadas el gran cambio operado en las profesiones contemporáneas. Justamente, en momentos en que el ahondamiento de la vertiginosa razón tecnológica introduce sustanciales reformulaciones del ideal profesional, es cuando se deben abandonar más sutilmente las conductas corporativas. Muchas veces hemos observado, en nuestros ámbitos de actuación, que la necesaria renovación técnica conduce a un riesgoso cierre de nuestro lenguaje en vocabularios presos a etiquetamientos clausurados en sí mismos. Si eso a veces ayuda para la conversación rápida, cuando se establecen como conceptos capturados por clisés, no son apropiados para el desarrollo de una profesión siempre abierta a sus vertientes más multiplicadoras. El bibliotecario multiplicador es así quien no se clausura en determinaciones que lo tornan un servidor de una maquinaria central, sino en un agente irradiador de culturas diversas, cuya base es su compromiso profesional específico y su comprensión interdisciplinaria.
En nuestro país, no escasean los ejemplos de grandes bibliotecarios y bibliotecarias –recuerdo obviamente los nombres de Josefa Sabor, Roberto Juarroz, Domingo Buonocore– o bien de archivistas y recopiladores –Augusto Raúl Cortázar, Juan Alfonso Carrizo– que dejaron un legado que es necesario revisar y proseguir, en vista del modo en que se presentan desde hace varias décadas las tecnologías digitales, con los temas acuciantes que éstas solucionan pero también con los nuevos e interesantes problemas que proponen, tanto económicos, jurídicos, y de creación de nuevos sujetos culturales, de nuevas formas del espacio-tiempo. No hemos dejado de tener en cuenta aquellos nombres en nuestro paso por la Biblioteca Nacional, organización relevante y específica de nuestra memoria crítica y de nuestro acervo cultural. Por otra parte, esta institución, encargada de la bibliografía nacional (pero entendiendo por esta expresión no sólo un listado de publicaciones, sino su significación histórica, la interrelación temática, el linaje que se crea con los actos de crítica y lectura que suscita) cuenta entre sus directores, sólo en el siglo XX, a Groussac y Borges. No nos es indiferente el halo literario de estos nombres que también lo son de la historia bibliotecológica argentina.
Siempre los hemos tenido en cuenta en nuestra tarea, que significó en esencia interrogar a la profesión bibliotecaria sin prejuicios corporativos, pensando que se engrandece mucho más una vocación cuanto más se acerca a las fuentes genéricas del conocimiento y al conjunto de las actividades humanas, sociales y comunitarias. Nunca es el tiempo preciso de un balance pero también todo tiempo es de balance. Si tuviera que hacer el de este tiempo bibliotecario que atravesamos juntos, bibliotecarios y no bibliotecarios, diría que cada cual era el respaldo de lo que al otro podría faltarle. El bibliotecario inspirado en las artes comunes del conocer de todas las profesiones existentes en la Biblioteca –son muchas, ésta es una pequeña ciudad–, y el no bibliotecario obligado a interesarse por las viejas y nuevas artesanías bibliotecarias. No es concebible una Biblioteca Nacional sin esta compleja visita de un conocimiento en la casa del otro. Es por eso que el crecimiento de la Biblioteca Nacional, en personal y en nuevas tareas –una cosa porque la otra– me lleva a pedir que haya una reflexión comprometida sobre las perspectivas futuras, que reclamarán en primer término la autoconciencia sobre la dignidad de nuestras fuentes de trabajo (y por lo tanto, la necesidad de defenderlas) y luego, la consideración de muchos temas pendientes, de los que sólo enumeraré un puñado de ellos.
Será necesario, en los próximos tramos de la historia perseverante de la Biblioteca Nacional, casa hospitalaria de los lectores argentinos, acentuar el compromiso de todos con los conocimientos bibliotecarios, para lo cual –tal como expresé en el Día del Bibliotecario en la sala Leopoldo Marechal de nuestra casa– es necesario perfeccionar la Escuela de Bibliotecarios, para lo cual llamo a profesores y alumnos a que discutan planes de estudios y orientaciones pedagógicas a la altura de la época y con mayor vinculación con la Biblioteca que la acoge y sostiene. No digo esto como funcionario adusto sino como viejo profesor. Del mismo modo, queda una gran tarea por delante en el Anexo Borges-Groussac, la antigua calle México por la que pasaron las legiones invisibles de miles y miles de lectores argentinos, reviviendo no sólo la historia de la cultura argentina sino la historia arquitectónica de la ciudad. Esperamos también que en la apertura de las sesiones legislativas, el Senado dé sanción definitiva a la Ley de Biblioteca Nacional, ya aprobada en Diputados, que rodeará a nuestra institución de un soporte legal del nivel que merece. Sería largo mencionar todos los temas de la interrelación entre cultura y tecnologías, archivismo y bibliotecología, ciudadanía cultural y derechos del lector, que pasaron por nuestras manos. En el futuro, no menos importante será renovar la discusión sobre los modelos de software que han sido tan provechosos, aunque no deben clausurarse las posibilidades de pasar a formas y procedimientos informáticos menos atados a empresas internacionales, cuando el país y las instituciones del país estén mejor preparadas para ello. Por último, no quiero privarme de desear, junto a todos ustedes, que las futuras instancias directivas de esta Biblioteca Nacional no surjan de círculos estrechos de intereses, a los que antes denominé corporativos, pues las artes y profesiones bibliotecarias se engrandecen en la misma medida en que se sitúan en la cúspide más generosa de los conocimientos, allí donde la historia de un país –que es la historia de su Biblioteca Nacional– muestra la cualidad más expansiva de su cultura.
* Director de la Biblioteca Nacional (2004-2015)
Por Horacio González *
Junto al conjunto numeroso y activo de trabajadores de la Biblioteca Nacional, hemos protagonizado una experiencia relevante para las prácticas bibliotecarias y bibliotecológicas del país, que me animan a presentar estas reflexiones que pueden servir para estimular un debate fructífero. Toda profesión tiene aspectos específicos y dimensiones que la conectan con el más amplio mundo cultural circundante. Nunca dejamos de vincular las necesarias exigencias de la profesión bibliotecaria, que ha sufrido dramáticas transformaciones en las últimas décadas, con las grandes herencias del bibliotecario humanista. No concibo aquéllas sin éstas. Un gran bibliotecario que a la vez era un matemático, Ranghanathan, se animó a elaborar reflexiones normativas sobre el significado de las bibliotecas, que podemos reformular a la altura de la experiencia argentina: las bibliotecas son organismos vitales, centros de lectura e investigación, que documentan todas las formas de vida pasadas y contemporáneas y son a la vez instituciones de la memoria de la humanidad y de la nación. Cada libro o documento vale por sí mismo y por los libros y documentos vecinos a los que conduce. Cada lector por sí mismo forma parte de una red de lectores, y éstos, son una parte fundamental de la conciencia social en movimiento.
Otro gran bibliotecario, Aby Warburg, a su vez revolucionó las formas de clasificación superando su carácter meramente instrumental para convertirlas en estilos de razonamiento con raíces en un pensamiento simbólico que siempre supervive y es patrimonio de todos los seres humanos. En ejemplos como éstos nos inspiramos. Un bibliotecario emplea todas las técnicas conocidas de catalogación y clasificación, pero no se define exclusivamente por los métodos que en cada caso utilice. Un bibliotecario no es un “dataentry”, aunque ésta sea una parte importantísima de su tarea, ni es un documentalista informático, aunque su profesión sea constantemente redefinida por las grandes mutaciones de las tecnologías, que llevan a revoluciones del conocimiento que deben ser cuidadosamente atendidas y consideradas. Hay una dimensión ética imprescindible que presupone no aceptar sin sensibilidades culturales apropiadas el gran cambio operado en las profesiones contemporáneas. Justamente, en momentos en que el ahondamiento de la vertiginosa razón tecnológica introduce sustanciales reformulaciones del ideal profesional, es cuando se deben abandonar más sutilmente las conductas corporativas. Muchas veces hemos observado, en nuestros ámbitos de actuación, que la necesaria renovación técnica conduce a un riesgoso cierre de nuestro lenguaje en vocabularios presos a etiquetamientos clausurados en sí mismos. Si eso a veces ayuda para la conversación rápida, cuando se establecen como conceptos capturados por clisés, no son apropiados para el desarrollo de una profesión siempre abierta a sus vertientes más multiplicadoras. El bibliotecario multiplicador es así quien no se clausura en determinaciones que lo tornan un servidor de una maquinaria central, sino en un agente irradiador de culturas diversas, cuya base es su compromiso profesional específico y su comprensión interdisciplinaria.
En nuestro país, no escasean los ejemplos de grandes bibliotecarios y bibliotecarias –recuerdo obviamente los nombres de Josefa Sabor, Roberto Juarroz, Domingo Buonocore– o bien de archivistas y recopiladores –Augusto Raúl Cortázar, Juan Alfonso Carrizo– que dejaron un legado que es necesario revisar y proseguir, en vista del modo en que se presentan desde hace varias décadas las tecnologías digitales, con los temas acuciantes que éstas solucionan pero también con los nuevos e interesantes problemas que proponen, tanto económicos, jurídicos, y de creación de nuevos sujetos culturales, de nuevas formas del espacio-tiempo. No hemos dejado de tener en cuenta aquellos nombres en nuestro paso por la Biblioteca Nacional, organización relevante y específica de nuestra memoria crítica y de nuestro acervo cultural. Por otra parte, esta institución, encargada de la bibliografía nacional (pero entendiendo por esta expresión no sólo un listado de publicaciones, sino su significación histórica, la interrelación temática, el linaje que se crea con los actos de crítica y lectura que suscita) cuenta entre sus directores, sólo en el siglo XX, a Groussac y Borges. No nos es indiferente el halo literario de estos nombres que también lo son de la historia bibliotecológica argentina.
Siempre los hemos tenido en cuenta en nuestra tarea, que significó en esencia interrogar a la profesión bibliotecaria sin prejuicios corporativos, pensando que se engrandece mucho más una vocación cuanto más se acerca a las fuentes genéricas del conocimiento y al conjunto de las actividades humanas, sociales y comunitarias. Nunca es el tiempo preciso de un balance pero también todo tiempo es de balance. Si tuviera que hacer el de este tiempo bibliotecario que atravesamos juntos, bibliotecarios y no bibliotecarios, diría que cada cual era el respaldo de lo que al otro podría faltarle. El bibliotecario inspirado en las artes comunes del conocer de todas las profesiones existentes en la Biblioteca –son muchas, ésta es una pequeña ciudad–, y el no bibliotecario obligado a interesarse por las viejas y nuevas artesanías bibliotecarias. No es concebible una Biblioteca Nacional sin esta compleja visita de un conocimiento en la casa del otro. Es por eso que el crecimiento de la Biblioteca Nacional, en personal y en nuevas tareas –una cosa porque la otra– me lleva a pedir que haya una reflexión comprometida sobre las perspectivas futuras, que reclamarán en primer término la autoconciencia sobre la dignidad de nuestras fuentes de trabajo (y por lo tanto, la necesidad de defenderlas) y luego, la consideración de muchos temas pendientes, de los que sólo enumeraré un puñado de ellos.
Será necesario, en los próximos tramos de la historia perseverante de la Biblioteca Nacional, casa hospitalaria de los lectores argentinos, acentuar el compromiso de todos con los conocimientos bibliotecarios, para lo cual –tal como expresé en el Día del Bibliotecario en la sala Leopoldo Marechal de nuestra casa– es necesario perfeccionar la Escuela de Bibliotecarios, para lo cual llamo a profesores y alumnos a que discutan planes de estudios y orientaciones pedagógicas a la altura de la época y con mayor vinculación con la Biblioteca que la acoge y sostiene. No digo esto como funcionario adusto sino como viejo profesor. Del mismo modo, queda una gran tarea por delante en el Anexo Borges-Groussac, la antigua calle México por la que pasaron las legiones invisibles de miles y miles de lectores argentinos, reviviendo no sólo la historia de la cultura argentina sino la historia arquitectónica de la ciudad. Esperamos también que en la apertura de las sesiones legislativas, el Senado dé sanción definitiva a la Ley de Biblioteca Nacional, ya aprobada en Diputados, que rodeará a nuestra institución de un soporte legal del nivel que merece. Sería largo mencionar todos los temas de la interrelación entre cultura y tecnologías, archivismo y bibliotecología, ciudadanía cultural y derechos del lector, que pasaron por nuestras manos. En el futuro, no menos importante será renovar la discusión sobre los modelos de software que han sido tan provechosos, aunque no deben clausurarse las posibilidades de pasar a formas y procedimientos informáticos menos atados a empresas internacionales, cuando el país y las instituciones del país estén mejor preparadas para ello. Por último, no quiero privarme de desear, junto a todos ustedes, que las futuras instancias directivas de esta Biblioteca Nacional no surjan de círculos estrechos de intereses, a los que antes denominé corporativos, pues las artes y profesiones bibliotecarias se engrandecen en la misma medida en que se sitúan en la cúspide más generosa de los conocimientos, allí donde la historia de un país –que es la historia de su Biblioteca Nacional– muestra la cualidad más expansiva de su cultura.
* Director de la Biblioteca Nacional (2004-2015)
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