Las Constituciones más importantes en la historia jurídica americana fueron, sin ninguna duda, las que tuvieron como objetivo poner fin o confrontar a algún drama nacional fundamental . Es decir, se trató de Constituciones que no aparecieron fundadas en razones egoístas o de cortísimo plazo (típicamente, la reelección del presidente de turno) . Muchas de entre aquellas interesantes Constituciones aparecieron en los momentos “fundacionales” de la vida jurídica americana. La Constitución de los Estados Unidos, por caso, tuvo por objetivo central ayudar a terminar con (lo que se describía como) el drama de las “facciones”. En tal sentido, toda la estructura del “sistema de frenos y contrapesos” que crea dicha Constitución puede explicarse como dirigida a ese objetivo crucial: evitar las opresiones facciosas.
En la Argentina, Juan Bautista Alberdi propuso dirigir la energía constitucional a terminar con el drama del desierto y el consiguiente atraso económico.
Por ello, quiso que la Constitución expresase un claro compromiso con la inmigración (europea) y definiera parámetros de (lo que él consideraba como) garantías económicas apropiadas.
La Constitución mexicana de 1917, por su parte, mostró una toma de partido -hasta entonces nunca vista en el mundo- con la cuestión de los derechos sociales : se trataba de reclamos básicos, de histórica relevancia, impulsados desde las mismas trincheras revolucionarias.
Desde entonces a hoy, hubo pocas Constituciones e intentos de reforma constitucional que se tomaran en serio las exigencias del constitucionalismo.
Tendieron a prevalecer, muy habitualmente, las preocupaciones circunstanciales del gobierno de turno: servirse a sí mismo, antes que a algún interés nacional impostergable .
Sin embargo, hubo excepciones. En los años 80, por ejemplo, muchos constitucionalistas americanos y europeos parecieron ponerse de acuerdo en que la Constitución debía y podía dirigirse a enfrentar, ante todo, al gran mal americano del siglo XX: los golpes de Estado . Y, con razón o sin ella, tendieron a coincidir en que había al menos un elemento clave en la Constitución, que parecía funcional a la producción recurrente de golpes de Estado: la existencia de presidentes todopoderosos. La idea esencial era que, como el sistema híperpresidencialista no ofrecía “válvulas de escape” frente a las crisis, ante los problemas serios que un gobierno enfrentaba, la “válvula” que el sistema hacía saltar era la del presidente, con lo cual tendía a quebrarse el sistema democrático. Insisto: aquellos analistas podían tener o no razón en sus estudios, pero el punto era interesante y su preocupación fue, sobre todo entonces, absolutamente pertinente.
Más contemporáneamente, una Constitución nueva como la de Bolivia – tremendamente imperfecta en sus detalles- también se mostró, desde un comienzo, comprometida con un drama nacional urgente y de enorme importancia en la historia del país: el drama de la marginación política, económica, cultural de los indígenas.
Otra vez, excepcionalmente, encontramos allí un buen ejemplo de una Constitución que, al menos, supo ganar sentido identificando y saliendo a combatir una de las grandes tragedias constitucionales del país.
En la Argentina actual, vuelve a detectarse en el aire el olor de la reforma constitucional. Sin embargo, otra vez, y como en la época del menemismo, el gran riesgo es volver a encarar un proceso de reforma con el único objetivo de satisfacer los caprichos autocelebratorios o los delirios imperiales de los gobernantes de turno.
En el mejor de los casos, la propuesta o la excusa es la de retomar discusiones que eran más pertinentes en los años 80, es decir, en los tiempos de la inestabilidad democrática.
De mi parte, si se me preguntase una opinión sobre el tema de la reforma, diría que para tener una buena reforma lo primero que deberíamos hacer sería rechazar las iniciativas movidas por las ansiedades cortoplacistas de algunos ; para plantearnos, en todo caso, qué drama fundamental tenemos frente a nosotros, que la Constitución puede ayudarnos a resolver. Propongo una respuesta: el drama de la desigualdad . Y propongo alguna solución para enfrentar ese drama: poner a la Constitución al servicio de la democracia política y la democracia económica.
Es decir, orientar la Constitución a devolverle poder al pueblo, antes que a ofrendarlo y sacrificarlo, otra vez, en el altar de la autoridad salvadora.
En la Argentina, Juan Bautista Alberdi propuso dirigir la energía constitucional a terminar con el drama del desierto y el consiguiente atraso económico.
Por ello, quiso que la Constitución expresase un claro compromiso con la inmigración (europea) y definiera parámetros de (lo que él consideraba como) garantías económicas apropiadas.
La Constitución mexicana de 1917, por su parte, mostró una toma de partido -hasta entonces nunca vista en el mundo- con la cuestión de los derechos sociales : se trataba de reclamos básicos, de histórica relevancia, impulsados desde las mismas trincheras revolucionarias.
Desde entonces a hoy, hubo pocas Constituciones e intentos de reforma constitucional que se tomaran en serio las exigencias del constitucionalismo.
Tendieron a prevalecer, muy habitualmente, las preocupaciones circunstanciales del gobierno de turno: servirse a sí mismo, antes que a algún interés nacional impostergable .
Sin embargo, hubo excepciones. En los años 80, por ejemplo, muchos constitucionalistas americanos y europeos parecieron ponerse de acuerdo en que la Constitución debía y podía dirigirse a enfrentar, ante todo, al gran mal americano del siglo XX: los golpes de Estado . Y, con razón o sin ella, tendieron a coincidir en que había al menos un elemento clave en la Constitución, que parecía funcional a la producción recurrente de golpes de Estado: la existencia de presidentes todopoderosos. La idea esencial era que, como el sistema híperpresidencialista no ofrecía “válvulas de escape” frente a las crisis, ante los problemas serios que un gobierno enfrentaba, la “válvula” que el sistema hacía saltar era la del presidente, con lo cual tendía a quebrarse el sistema democrático. Insisto: aquellos analistas podían tener o no razón en sus estudios, pero el punto era interesante y su preocupación fue, sobre todo entonces, absolutamente pertinente.
Más contemporáneamente, una Constitución nueva como la de Bolivia – tremendamente imperfecta en sus detalles- también se mostró, desde un comienzo, comprometida con un drama nacional urgente y de enorme importancia en la historia del país: el drama de la marginación política, económica, cultural de los indígenas.
Otra vez, excepcionalmente, encontramos allí un buen ejemplo de una Constitución que, al menos, supo ganar sentido identificando y saliendo a combatir una de las grandes tragedias constitucionales del país.
En la Argentina actual, vuelve a detectarse en el aire el olor de la reforma constitucional. Sin embargo, otra vez, y como en la época del menemismo, el gran riesgo es volver a encarar un proceso de reforma con el único objetivo de satisfacer los caprichos autocelebratorios o los delirios imperiales de los gobernantes de turno.
En el mejor de los casos, la propuesta o la excusa es la de retomar discusiones que eran más pertinentes en los años 80, es decir, en los tiempos de la inestabilidad democrática.
De mi parte, si se me preguntase una opinión sobre el tema de la reforma, diría que para tener una buena reforma lo primero que deberíamos hacer sería rechazar las iniciativas movidas por las ansiedades cortoplacistas de algunos ; para plantearnos, en todo caso, qué drama fundamental tenemos frente a nosotros, que la Constitución puede ayudarnos a resolver. Propongo una respuesta: el drama de la desigualdad . Y propongo alguna solución para enfrentar ese drama: poner a la Constitución al servicio de la democracia política y la democracia económica.
Es decir, orientar la Constitución a devolverle poder al pueblo, antes que a ofrendarlo y sacrificarlo, otra vez, en el altar de la autoridad salvadora.
Lo dije yo primero, copión. Jajaja…
«Por nocáu, o por abandono».
Son guacho’ lo’ muchacho’, eh?
Una nena, hija de un amigo, enterada de un próximo casamiento, preguntó: «¿Se casan por iglesia o por fiesta?