La pretensión de considerarse como defensores de la República y la democracia de quienes, en 1955, derribaron a un gobierno elegido por el voto popular tuvo mucho que ver con cierto desapego por esos conceptos en la tradición del peronismo y, en general, entre los sectores populares argentinos. Los golpistas de 1976 ya no pudieron invocar la democracia, pero siguieron hablando de la República: la clase dominante argentina siempre había considerado un orden republicano aquel que aseguraba la exclusión política y social de las mayorías. Por eso, en el debate realizado una semana atrás en la Universidad Di Tella, recordé que Federico Pinedo había titulado En tiempos de la República su recopilación de escritos y discursos de la llamada Década Infame. No porque yo pensara que el dirigente conservador expresara el ideal republicano, como sugiere Roberto Gargarella en su nota publicada en Clarín el 1º de octubre. Como él, también prefiero pensar la República partiendo de Rousseau, Artigas o Bolívar. Pero el discurso de Vicente Palermo, al que yo contestaba en el debate citado, no estaba inspirado en esas grandes figuras sino en esa tradición argentina que sostiene un poder limitado para que los gobiernos de mayoría no controlen el poder económico y aprueba la ilimitada extensión del poder cuando gobiernan las minorías, por el fraude o por la fuerza.
Precisamente en la idea de poder limitado se centró, en buena medida, la discusión en la Universidad Di Tella, en su momento ampliamente reflejada por Página/12. Luego de una intervención de Horacio González que destacó que las liturgias podían convertirse en tabiques para el debate y reclamó la necesidad de renovar los conceptos de liberalismo, República y democracia, discurso que hubiera merecido una respuesta más ponderada, Palermo consideró que el actual gobierno debía ser juzgado con la lente de la Constitución liberal de 1853 y luego de calificarlo como corrupto, expresión de un poder personal y casi despótico, consideró negativo y amargo el saldo de la década y concluyó en señalar como clave de una política alternativa la necesidad de instaurar un poder limitado.
Respondí que esta opción por el poder limitado tenía que ver con una escasa vocación por las transformaciones necesarias para profundizar la democracia. En una sociedad donde cada vez se concentra más el poder económico y mediático, la construcción de poder político y el dotar al Estado de más capacidades para regular y controlar los mercados y poner límites al gran capital es condición indispensable para avanzar en un programa popular.
Hubiera sido subestimar a quienes me escuchaban abstenerme de cuestionar esa reivindicación del poder limitado por el temor de que se me considerara partidario del poder ilimitado. Gargarella señala que él no hace esa atribución fácil, pero el artículo de Clarín lleva por título: El kirchnerismo es partidario del poder ilimitado. De este modo se desplaza la verdadera discusión, olvidando que, dentro de los límites que establece la arquitectura constitucional de la separación de poderes, todo gobierno que quiera llevar adelante un ambicioso programa de reformas deberá acumular poder político y respaldo popular. En busca de mayor comprensión, no puse el ejemplo de Perón, seguramente poco simpático a alguno de mis interlocutores, sino el de Roosevelt. El presidente de Estados Unidos bregó por ampliar los poderes estatales para hacer frente a la crisis de los años 30 y sufrió el hostigamiento de la Justicia estadounidense hasta que logró modificar la integración de la Corte, nombrando nuevos miembros, pero Gargarella niega esta evidencia. Como tampoco toma en cuenta la constatación de Ernesto Laclau, quien señaló que, a lo largo de la vida independiente, la realidad latinoamericana muestra que, en la mayoría de los casos, las reformas populares nacieron de los Ejecutivos, mientras las oligarquías que las resistían se hacían fuertes en los Parlamentos.
No se equivoca Gargarella cuando señala que mi crítica al gobierno limitado puede caberle al de Fernando de la Rúa, débil frente a los acreedores internacionales, pero capaz, sin embargo, de despedirse con una represión que dejó más de 30 muertos. Pero el polemista no muestra buena información cuando intenta relacionarme con ese gobierno que no integré. Fundador del Frente Grande, cuestioné la política que llevó a esa fuerza a aliarse con De la Rúa y más tarde a participar de su gestión. Es necesario aclarar también que no abogo como Gargarella me atribuye por que se otorguen facultades a los Ejecutivos para gobernar por decreto de necesidad y urgencia, por la simple razón de que ya las otorga la Constitución. Lo que sí cuestioné fue la hipocresía de un discurso político que alternativamente utiliza esas facultades para luego condenarlas cuando no se está en el gobierno.
Más allá de chicanas y aclaraciones, lo que importa es señalar que en el debate de la Di Tella, como en la confrontación entre el actual gobierno y la oposición, aparecen ideas que es importante profundizar. A veces, en el afán de cuestionar el discurso conservador, corremos el riesgo de regalar el republicanismo a nuestros opositores. Nosotros no somos menos republicanos que quienes rechazan la participación popular, simplemente somos partidarios de una República de mayorías, la que alienta la presencia del pueblo, creando las condiciones sociales que permiten la extensión de la ciudadanía, y asegura la vigencia de la libertad con medidas como la prohibición de reprimir las manifestaciones sociales adoptada hace más de diez años. Razonando en este mismo sentido, Eduardo Rinesi ha señalado el error de contraponer el fortalecimiento del poder con la restricción de la autonomía individual.
El poder político puede funcionar expandiendo derechos o limitándolos, incorporando ciudadanos o excluyéndolos y la clave que diferencia y explica uno y otro caso es la relación con el poder económico. Quienes poseen grandes propiedades y mayores derechos requieren del gobierno para que los proteja e impida el ascenso social de los que menos tienen, pero éstos, a su vez, no tienen otro modo de cambiar su situación que a través de la acción de los gobiernos. ¿Cómo?, expresará horrorizado un pensador autonomista ante lo que supone un inaceptable paternalismo. ¿Qué rol se le asigna entonces a la organización y movilización de los sectores populares, a los propios interesados? Un rol fundamental, respondemos, el de construir conciencia social y organización, fortalecer el poder popular junto al gobierno para sustentar y hacer posible las transformaciones. El autonomismo extremo que recela de toda presencia del gobierno termina llevándose bien con el ultraliberalismo que limita la intervención del Estado, menos preocupado por garantizar los derechos de los individuos que por evitar toda posibilidad de cuestionar el verdadero poder, no necesariamente el que ocupa el gobierno sino el de quienes reinan en la sociedad.
Roberto Gargarella aboga en sus trabajos por la extensión de los derechos y la real participación del pueblo en el poder. Imposible no concordar con esos generosos objetivos, aunque de sus textos se desprenda tanto temor a la construcción de mayorías populares y a la intervención estatal como para que aquellos planteos iniciales parezcan difícilmente realizables. Llama la atención, también, que esas definiciones que orientan sus trabajos no lo hayan llevado a apreciar más las grandes transformaciones igualitarias que los gobiernos de Néstor y Cristina han producido en la sociedad argentina. Menos comprensible aún resulta que considere que el kirchnerismo se ha convertido en la derecha verdadera, la política más de derecha que nuestra sociedad puede soportar, luego de todo lo ocurrido en el país desde mediados de los años 70. (La Nación, 16 de agosto del 2013)
Azorados por lo que venimos de leer, podríamos dudar de la utilidad de discutir cuando son tan distintas las miradas. No hay otro camino, sin embargo, que seguir discutiendo para aclarar problemas, revisar los propios puntos de vista y bregar por ese consenso más amplio que hace falta hoy. Claro que no resulta fácil aceptar que para nuestro polemista, en el país que sufrió la dictadura y el menemismo neoliberal, nada pueda considerarse hoy más a la derecha que el gobierno que enjuició a los genocidas, terminó con las relaciones carnales, estableció el matrimonio igualitario y la asignación universal.