La preparación de los que quieren llevar las riendas
Sábado 18 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
El saber callejero supone que el puesto de presidente de la Nación reclama cierto nivel formativo y cultural. Sin embargo, no es lo que estipula la Constitución, que ni siquiera pide el secundario completo ni los conocimientos básicos de inglés y computación a veces reclamados con énfasis en las búsquedas de empleados administrativos y hasta para trabajar en una hamburguesería.
Los requisitos constitucionales se refieren a la edad (mínimo, 30 años), al lugar de nacimiento (si el aspirante no nació en la Argentina, al menos tiene que ser hijo de un nativo, detalle que viene de los destierros provocados por Rosas) y a que el interesado tenga donde caerse muerto: el artículo 55° de la Constitución, que fija las exigencias para ser senador nacional -y al que se remite luego, al especificarse las calidades presidenciales- dice que hay que «disfrutar de una renta anual de dos mil pesos fuertes o de una entrada equivalente». En realidad, es un requisito enmohecido por desuso. Nadie sabe bien qué son dos mil pesos fuertes ahora, pero lo mismo da. Hace rato que ningún pobre se apersona ante el Congreso para jurar como presidente de la Nación. El último fue Derqui, nuestro tercer presidente. Por lo menos el último que no tenía donde caerse muerto, y en su caso esto es algo más que un giro idiomático: a su familia no le alcanzó para sepultarlo y hubo que hacer una colecta pública.
Ya no se reclama un católico para presidir la Argentina. Incluso incluyeron en 1994 un artículo que permite tomarle juramento al presidente «respetando sus creencias religiosas» (digresión: ¿y si no las tuviere?, ¿son el agnosticismo o el ateísmo creencias religiosas?). Pero esa liberación tampoco alteró la rutina: desde que rige, todos los presidentes, tanto los que duraron días como los que gobernaron años, siguieron siendo católicos.
El promedio de los presidentes constitucionales argentinos le permitiría a una consultora hipotéticamente encargada de hacer la búsqueda trazar un perfil del puesto: hombre, de 55 años, católico, abogado, nacido en la Capital Federal o la provincia de Buenos Aires, de clase media. Desde luego, ese promedio olvida celebrar que ya hubo dos mujeres, soslaya a los aristócratas (con Alvear a la cabeza), a los militares (Roca, Justo, Perón) y disimula a los dentistas (uno, Cámpora). No se detiene en extremos de juventud (Avellaneda, Roca) ni de ancianidad (el segundo Yrigoyen, el tercer Perón). Tampoco atiende a los novedosos provincianismos periféricos (Menem, Kirchner).
Ahora bien, si en algo hemos tenido diversidad completa ha sido en la configuración cultural de las personas que llegaron a la presidencia. El hábito aquí ha sido tan errático como laxa la Constitución frente a la infinitud de concursantes.
Aunque a Menem, que es doctor honoris causa de la Sorbona y que eternizó su nombre en una placa de bronce en las puertas de la Biblioteca Nacional por él inaugurada, muchos lo asocian con aquellas obras completas de Sócrates que juró haber leído, tuvimos presidentes cultísimos que nadie recuerda. Por ejemplo, el salteño Victorino de la Plaza (1914-16), un erudito pulido durante siete años en Londres justo antes de llegar a la vicepresidencia, desde donde accedió a la Casa Rosada. Y tuvimos una presidenta que muchos prefieren no recordar, la riojana Isabel Perón (1974-76), de un espesor cultural, si lo había, nunca ventilado. No hay constancias de que ella, la primera mujer que usó el sillón presidencial, hubiera continuado sus estudios formales tras completar sexto grado.
Por cierto, Lula, tornero que antes había sido lustrabotas, demostró en Brasil que aun sin terminar la primaria se puede ser un gran presidente, si bien resultaría imprudente construir una tipología desde esa singularidad extravagante. Cuando se habla de la formación cultural y de la preparación académica de los gobernantes es imperioso mirar hacia Brasil, porque allí se sucedieron dos extremos. El caso del sociólogo Fernando Henrique Cardoso, quien en 2003 le transfirió el poder a Lula, también fue único: sólo la lista de las universidades de todo el mundo en las que Cardoso es doctor en derecho, ciencia política o economía apabulla. Especialmente si uno no espera encontrarse en el currículum de este profesor de temprano prestigio internacional con el dato de que en 1995 tuvo que suspender la actividad académica porque gobernar Brasil le demandaba el día entero.
Otro profesor de ciencia política y de economía, Ricardo Lagos, llegó al poder en Chile en 2000. Pero ya en el amanecer de los años 90, en Praga, el dramaturgo Vaclav Havel se había convertido en el último presidente de Checoslovaquia (y, después, primer presidente de la República Checa), suceso impar. Mario Vargas Llosa estuvo cerca, pero Alberto Fujimori lo privó, en segunda vuelta, del sueño de gobernar Perú.
¿Dramaturgos, escritores? Bastante tenía el gremio de los políticos con esos outsiders procedentes de las empresas y de las tablas. En el primer grupo, entre otros, Vicente Fox, Sebastián Piñera, el propio Silvio Berlusconi. En el segundo, el cowboy de ficción que llegó a la Casa Blanca, Ronald Reagan, quien encima no ingresaría después en el museo de cera como uno del montón. Pero un intelectual en el poder, un hombre de la cultura puesto a político exitoso, es algo difícil de hallar, tal vez porque la lógica académica, tanto como la del arte, individualistas ambas, tienen poco afecto por las disciplinas partidarias. Y viceversa.
En el medio centenar de personas que hasta Cristina Kirchner gobernaron la Argentina, en forma acabada quizás sólo le quepa el mote de intelectual a Sarmiento. Es cierto que Rivadavia tradujo a Alexis de Tocqueville ( La democracia en América ), y Mitre, al Dante ( La divina comedia ) y a Virgilio (la Eneida ), además de ser -sobre todo en el campo de la historia- uno de los autores más prolíficos de la serie. Roca fue un gran lector. Pellegrini hablaba varios idiomas y era conocida su formación sólida. También Perón leía (y extraía) mucho, abastecido por las bibliotecas de los institutos militares. Pero el arquetipo del presidente argentino no es un enamorado de los libros, y mucho menos si se incluye en el promedio a la docena de presidentes de facto.
La era contemporánea es la más ahorrativa en cuanto a presidentes bien ilustrados. Hay que retroceder por lo menos medio siglo, porque nadie discute que Frondizi fue un hombre culto e inteligente. Frondizi, en rigor, ganó reputación post mórtem como intelectual. De resonancias laudatorias, ese mote fortaleció en su caso la idea del estadista incomprendido, a quien hoy honran con fruición viejos detractores, dirigentes y sectores que en los años 60 contribuyeron a desgastarlo y derrocarlo. Las ideas de Frondizi sobre economía prohijaron esa rara especie de nostálgicos que alaban la cultura e intelectualidad personal del padre del desarrollismo, pero no tienen cómo abrevar en algún legado académico suyo. Mucho menos -pulverizado el MID- en uno partidario.
A menudo se entiende que un político es culto cuando su rango de intereses se ensancha por encima de lo estándar en su oficio. El concepto de universalidad siempre subyace, no en el sentido en el que Raúl Lastiri festejaba disponer de un vestuario con 300 corbatas importadas de todo el mundo, sino, en todo caso, a partir de un refinamiento de la sensibilidad y del pensamiento, articulado con la faena de trabajar a destajo en las peleas por el poder.
Por razones matrimoniales, aparte del impulso de cuna, Alvear tal vez fue el máximo exponente de un presidente asomado al mundo artístico, en consonancia con un impulsor de las artes. La soprano portuguesa Regina Pacini, con quien se casó quince años antes de su llegada al poder, al menos lo convirtió en el presidente que más se acercó a la música.
La mayoría de los políticos, se supone, carecen del sosiego necesario para las largas lecturas, el cine, el teatro, los conciertos, las exposiciones de arte. Una comprobación empírica contribuye a sospecharlo: es menos esperable cruzarse con un político de primera línea en una exposición de arte que en un vagón del subte. Quizá, para gobernar, sea la plasticidad y no la plástica lo que ayuda.
Lo cierto es que las campañas presidenciales repiten que todo candidato en oferta está preparado para gobernar (en el caso de Cristina Kirchner incluso se decía en 2007 que ella se preparó toda una vida, aunque nunca nadie le preguntó por qué pensó que para presidir el país el conocimiento de inglés, por ejemplo, era innecesario).
Sería hora de hallar consensos en torno de la preparación requerida. Si se llegara a la conclusión de que la preparación no es asunto determinante -porque lo importante es la ideología, la personalidad, los socios, el apoyo sindical, la capacidad oratoria, un legado mortuorio o lo que fuere-, habrá que explicárselo a quienes contratan ejecutivos, funcionarios de organismos internacionales, capataces y directores de escuela, entre otros.
© La Nacion
Sábado 18 de junio de 2011 | Publicado en edición impresa
El saber callejero supone que el puesto de presidente de la Nación reclama cierto nivel formativo y cultural. Sin embargo, no es lo que estipula la Constitución, que ni siquiera pide el secundario completo ni los conocimientos básicos de inglés y computación a veces reclamados con énfasis en las búsquedas de empleados administrativos y hasta para trabajar en una hamburguesería.
Los requisitos constitucionales se refieren a la edad (mínimo, 30 años), al lugar de nacimiento (si el aspirante no nació en la Argentina, al menos tiene que ser hijo de un nativo, detalle que viene de los destierros provocados por Rosas) y a que el interesado tenga donde caerse muerto: el artículo 55° de la Constitución, que fija las exigencias para ser senador nacional -y al que se remite luego, al especificarse las calidades presidenciales- dice que hay que «disfrutar de una renta anual de dos mil pesos fuertes o de una entrada equivalente». En realidad, es un requisito enmohecido por desuso. Nadie sabe bien qué son dos mil pesos fuertes ahora, pero lo mismo da. Hace rato que ningún pobre se apersona ante el Congreso para jurar como presidente de la Nación. El último fue Derqui, nuestro tercer presidente. Por lo menos el último que no tenía donde caerse muerto, y en su caso esto es algo más que un giro idiomático: a su familia no le alcanzó para sepultarlo y hubo que hacer una colecta pública.
Ya no se reclama un católico para presidir la Argentina. Incluso incluyeron en 1994 un artículo que permite tomarle juramento al presidente «respetando sus creencias religiosas» (digresión: ¿y si no las tuviere?, ¿son el agnosticismo o el ateísmo creencias religiosas?). Pero esa liberación tampoco alteró la rutina: desde que rige, todos los presidentes, tanto los que duraron días como los que gobernaron años, siguieron siendo católicos.
El promedio de los presidentes constitucionales argentinos le permitiría a una consultora hipotéticamente encargada de hacer la búsqueda trazar un perfil del puesto: hombre, de 55 años, católico, abogado, nacido en la Capital Federal o la provincia de Buenos Aires, de clase media. Desde luego, ese promedio olvida celebrar que ya hubo dos mujeres, soslaya a los aristócratas (con Alvear a la cabeza), a los militares (Roca, Justo, Perón) y disimula a los dentistas (uno, Cámpora). No se detiene en extremos de juventud (Avellaneda, Roca) ni de ancianidad (el segundo Yrigoyen, el tercer Perón). Tampoco atiende a los novedosos provincianismos periféricos (Menem, Kirchner).
Ahora bien, si en algo hemos tenido diversidad completa ha sido en la configuración cultural de las personas que llegaron a la presidencia. El hábito aquí ha sido tan errático como laxa la Constitución frente a la infinitud de concursantes.
Aunque a Menem, que es doctor honoris causa de la Sorbona y que eternizó su nombre en una placa de bronce en las puertas de la Biblioteca Nacional por él inaugurada, muchos lo asocian con aquellas obras completas de Sócrates que juró haber leído, tuvimos presidentes cultísimos que nadie recuerda. Por ejemplo, el salteño Victorino de la Plaza (1914-16), un erudito pulido durante siete años en Londres justo antes de llegar a la vicepresidencia, desde donde accedió a la Casa Rosada. Y tuvimos una presidenta que muchos prefieren no recordar, la riojana Isabel Perón (1974-76), de un espesor cultural, si lo había, nunca ventilado. No hay constancias de que ella, la primera mujer que usó el sillón presidencial, hubiera continuado sus estudios formales tras completar sexto grado.
Por cierto, Lula, tornero que antes había sido lustrabotas, demostró en Brasil que aun sin terminar la primaria se puede ser un gran presidente, si bien resultaría imprudente construir una tipología desde esa singularidad extravagante. Cuando se habla de la formación cultural y de la preparación académica de los gobernantes es imperioso mirar hacia Brasil, porque allí se sucedieron dos extremos. El caso del sociólogo Fernando Henrique Cardoso, quien en 2003 le transfirió el poder a Lula, también fue único: sólo la lista de las universidades de todo el mundo en las que Cardoso es doctor en derecho, ciencia política o economía apabulla. Especialmente si uno no espera encontrarse en el currículum de este profesor de temprano prestigio internacional con el dato de que en 1995 tuvo que suspender la actividad académica porque gobernar Brasil le demandaba el día entero.
Otro profesor de ciencia política y de economía, Ricardo Lagos, llegó al poder en Chile en 2000. Pero ya en el amanecer de los años 90, en Praga, el dramaturgo Vaclav Havel se había convertido en el último presidente de Checoslovaquia (y, después, primer presidente de la República Checa), suceso impar. Mario Vargas Llosa estuvo cerca, pero Alberto Fujimori lo privó, en segunda vuelta, del sueño de gobernar Perú.
¿Dramaturgos, escritores? Bastante tenía el gremio de los políticos con esos outsiders procedentes de las empresas y de las tablas. En el primer grupo, entre otros, Vicente Fox, Sebastián Piñera, el propio Silvio Berlusconi. En el segundo, el cowboy de ficción que llegó a la Casa Blanca, Ronald Reagan, quien encima no ingresaría después en el museo de cera como uno del montón. Pero un intelectual en el poder, un hombre de la cultura puesto a político exitoso, es algo difícil de hallar, tal vez porque la lógica académica, tanto como la del arte, individualistas ambas, tienen poco afecto por las disciplinas partidarias. Y viceversa.
En el medio centenar de personas que hasta Cristina Kirchner gobernaron la Argentina, en forma acabada quizás sólo le quepa el mote de intelectual a Sarmiento. Es cierto que Rivadavia tradujo a Alexis de Tocqueville ( La democracia en América ), y Mitre, al Dante ( La divina comedia ) y a Virgilio (la Eneida ), además de ser -sobre todo en el campo de la historia- uno de los autores más prolíficos de la serie. Roca fue un gran lector. Pellegrini hablaba varios idiomas y era conocida su formación sólida. También Perón leía (y extraía) mucho, abastecido por las bibliotecas de los institutos militares. Pero el arquetipo del presidente argentino no es un enamorado de los libros, y mucho menos si se incluye en el promedio a la docena de presidentes de facto.
La era contemporánea es la más ahorrativa en cuanto a presidentes bien ilustrados. Hay que retroceder por lo menos medio siglo, porque nadie discute que Frondizi fue un hombre culto e inteligente. Frondizi, en rigor, ganó reputación post mórtem como intelectual. De resonancias laudatorias, ese mote fortaleció en su caso la idea del estadista incomprendido, a quien hoy honran con fruición viejos detractores, dirigentes y sectores que en los años 60 contribuyeron a desgastarlo y derrocarlo. Las ideas de Frondizi sobre economía prohijaron esa rara especie de nostálgicos que alaban la cultura e intelectualidad personal del padre del desarrollismo, pero no tienen cómo abrevar en algún legado académico suyo. Mucho menos -pulverizado el MID- en uno partidario.
A menudo se entiende que un político es culto cuando su rango de intereses se ensancha por encima de lo estándar en su oficio. El concepto de universalidad siempre subyace, no en el sentido en el que Raúl Lastiri festejaba disponer de un vestuario con 300 corbatas importadas de todo el mundo, sino, en todo caso, a partir de un refinamiento de la sensibilidad y del pensamiento, articulado con la faena de trabajar a destajo en las peleas por el poder.
Por razones matrimoniales, aparte del impulso de cuna, Alvear tal vez fue el máximo exponente de un presidente asomado al mundo artístico, en consonancia con un impulsor de las artes. La soprano portuguesa Regina Pacini, con quien se casó quince años antes de su llegada al poder, al menos lo convirtió en el presidente que más se acercó a la música.
La mayoría de los políticos, se supone, carecen del sosiego necesario para las largas lecturas, el cine, el teatro, los conciertos, las exposiciones de arte. Una comprobación empírica contribuye a sospecharlo: es menos esperable cruzarse con un político de primera línea en una exposición de arte que en un vagón del subte. Quizá, para gobernar, sea la plasticidad y no la plástica lo que ayuda.
Lo cierto es que las campañas presidenciales repiten que todo candidato en oferta está preparado para gobernar (en el caso de Cristina Kirchner incluso se decía en 2007 que ella se preparó toda una vida, aunque nunca nadie le preguntó por qué pensó que para presidir el país el conocimiento de inglés, por ejemplo, era innecesario).
Sería hora de hallar consensos en torno de la preparación requerida. Si se llegara a la conclusión de que la preparación no es asunto determinante -porque lo importante es la ideología, la personalidad, los socios, el apoyo sindical, la capacidad oratoria, un legado mortuorio o lo que fuere-, habrá que explicárselo a quienes contratan ejecutivos, funcionarios de organismos internacionales, capataces y directores de escuela, entre otros.
© La Nacion