Lo primero es que el autor de Respiración artificial respira con toda naturalidad en el set de televisión. El ciclo Escenas de la novela argentina, que se verá durante septiembre los sábados a las 20:30, es la irrupción de un grande de la literatura argentina en los laberintos de la televisión. De los apenas cuatro capítulos de la serie, grabó los primeros dos de un tirón. Y era la primera vez que alguien le mostraba –detrás de cámaras– esos cartelitos que advierten que el fin está por llegar: cinco minutos… un minuto. No ensayó ni se libreteó. Pero, ¿cuánto se preparó el talentoso Piglia para contar historias? Posiblemente toda una vida. La única diferencia es que, esta vez, en lugar de estar en un aula universitaria o una conferencia está –y en buena hora– en un canal de televisión. Una cosa buena de la gente de la Televisión Pública es que adaptaron el estudio mayor para que un centenar de alumnos pudieran asistir a las grabaciones. Además de participar con preguntas, su presencia funciona como un interlocutor por demás conocido por el escritor. Los cuatro capítulos no son un programa de libros –que los hay y buenos– sino algo muy original: Piglia cuenta, narra, relata, respira con la escena elegida y a partir de ella permite abrir la cabeza en muchas direcciones. Para los amantes de la política y la literatura, la primera “escena” podría durar horas porque es superatractiva. Parece elegida para mostrar rasgos de identidad que se repiten, con distintos protagonistas, en momentos clave de la historia argentina. El hecho, verídico, sucedió en 1856 en el Teatro Argentino, que estaba en la calle Cuyo (luego Sarmiento, porque en ella vivió Domingo Faustino). Una función para 1200 espectadores y ninguna espectadora. Mister Charles desafiaba a quien se animara con él arriba de un ring y prometía una suculenta recompensa a quien lo tumbara. Una larga lista de desafiantes, a los que podía identificarse por nacionalidad salvo uno que estaba de incógnito y peleaba encapuchado, lo cual ya dispara múltiples metáforas: desde la más ingenua y televisiva, con el Caballero Rojo de Titanes en el ring, hasta la más inquietante, relacionada al ocultamiento de identidad de sicarios y represores. Muy elocuente que el jurado no lo formaban especialistas en lucha o box sino figuras relevantes de la política. Los viejos unitarios de Buenos Aires vivían extasiados la caída de Juan Manuel de Rosas, ocurrida tres años atrás. De modo que, hasta para saber quién sumaba más puntos en un cuadrilátero había prohombres liberales. Tres de los jurados eran José Toribio Martínez de Hoz, quien había participado unos años antes en la fundación del Club del Progreso y unos años después sería el primer presidente de la Sociedad Rural; Domingo Faustino Sarmiento, autor del Facundo, enemigo acérrimo de Rosas y el federalismo; José Mármol, que había vivido exiliado en Montevideo y acababa de publicar Amalia, considerada la primera novela del Río de la Plata –un fortísimo alegato unitario– y el centro de la historia visitada por Piglia. Lo cautivante del relato del “conductor” (así puede ser llamado ahora el gran escritor) de Escenas de la novela argentina es dentro del escenario montado para el pugilato se despliega otro desafío: Lucio V. Mansilla, hijo de Lucio N. Mansilla (protagonista destacado de la batalla de La vuelta de Obligado), sobrino del caído Rosas y autor de Una excursión a los indios ranqueles, retó a duelo en público a Mármol por haber ofendido a su padre. Este otro conflicto, inesperado, es el centro de la clase. Y concentra la atención de cualquier televidente porque Piglia habla de modo sencillo. El relato parte de una escena cotidiana y mantiene el registro de un gran contador de historias que, además, es un maestro de la literatura. Se pierde la historia de Mister Charles quien, dicho sea de paso, tuvo un traspié con uno de los challengers. No era tan fuerte como presumía pero tuvo la precaución de escabullirse sin pagar. Mármol eludió la pelea con Mansilla, por entonces la tortilla se había dado vuelta y contaba con suficiente poder como para que el sobrino de Rosas tuviera que irse a vivir lejos de Buenos Aires.
Hay un instigador –coproductor podría decirse en términos televisivos– de suma importancia en este desafío –para decirlo en términos de los conflictos que aborda el ciclo– que es la Biblioteca Nacional. Si hay un especialista en los duelos –verbales y físicos– de la historia argentina es Horacio González quien acaba de publicar La lengua del ultraje, (Colihue), donde repasa y repiensa la relación entre algunos textos y los conflictos políticos y sociales desde la llamada Generación del 37 hasta el gran escritor David Viñas. La hostilidad entre grupos humanos es algo demasiado sustantivo como para dejarlo encasillado en las páginas policiales. Por eso, quizá, para entender las motivaciones de las facciones de la barra brava de Boca haya que prestar atención a González y no quedarse sólo con pericias de la policía de la localidad de San Lorenzo. Incluso, desde ya, para oxigenar un poco más la escena política actual haya que darle perspectiva y presenciar, desde la butaca de la casa los sábados de septiembre, las clases abiertas de Piglia. Además, en la cuarta y última clase, participa el mismísimo director de la Biblioteca Nacional. En esa oportunidad, la clase gira en torno a una conferencia que Macedonio Fernández dio por radio en 1928 y también participa Carlos Ulanovsky, autor de Días de radio, entre otros tantos títulos.
En la elección de las cuatro clases, Piglia tuvo muy en cuenta no sólo la marca literaria y la marca política, sino que agregó los contextos tecnológicos y de circulación de los relatos. Los textos no sólo surgen de la imaginación o la documentación de los autores sino que son el resultado de relaciones sociales y económicas. Es importante, en la labor literaria, saber diferenciar entre el texto del autor y el libro publicado por una editorial. Pero sería muy ingenuo no detenerse en la porosidad de ambos procesos. Así como el programa tiene al teatro como escenario y el último tiene la radio, en los capítulos dos y tres aparecen otros dos temas muy importantes.
En el segundo, Piglia se detiene en la invención del grabador y recoge lo que el escritor y político Eduardo Wilde reflexiona después de asistir a una exposición sobre el inventor Tomás Edison en 1888: «Tanto adelanto sorprende y entristece. En previsión de su muerte, si yo tuviera un hijo recogería sus primeras palabras y sus frases mal dichas en el fonógrafo para oír su voz en cualquier tiempo. El fonógrafo detiene la vida y perpetua los furtivos momentos, con él ya no hay pasado para la palabra hablada. Fenómeno curioso poder hacer hablar a los muertos. Muchos de los muertos enterrados en el cementerio de Brooklyn continuarán hablando por los aparatos de Edison.» En esa oportunidad, el texto elegido es Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez y publicado como folletín en el periódico La patria argentina pocos años después de que Moreira fuera ultimado por una patrulla policial (1874). Moreira era un tipo de confianza de Adolfo Alsina (adversario acérrimo de Bartolomé Mitre) y no un gaucho matrero. La distribución de historias folletinescas en diarios abrió un espacio para que el cruce entre literatura y periodismo no sólo fuera por los escritores que publicaban artículos sino porque la entrega de historias por capítulos y en un lenguaje simple las convertía en un género muy popular.
En el tercer programa, Piglia continúa con la relación entre literatura y prensa gráfica, esta vez con Los lanzallamas, de Roberto Arlt, publicada en 1931, cuyo final sucede en la redacción de un diario, un territorio por demás conocido por el autor, que trabajaba en El mundo de Natalio Botana. Piglia, introduce en ese programa la obra de Rodolfo Walsh, a quien conocía muy bien y a quien realizó una entrevista exquisita en 1970. Es de suponer –al fin y al cabo un poco de ficción no viene mal– que usó grabador y que las voces de ese diálogo deben haber quedado inmortalizadas en la cinta del Geloso. La entrevista en cuestión fue luego el prólogo a un libro de cuentos de Walsh que llevó por título el de un cuento conmovedor: «Un oscuro día de justicia» es una historia pequeña sucedida en un colegio pupilo de curas irlandeses pero que funciona como metáfora de lo que se vivía en los inicios de la dictadura de Juan Carlos Onganía. En el cuento, el tío de un alumno, que fue a pelearse con el preceptor turro, primero lleva las de ganar pero luego se come una paliza. Así son los procesos de resistencia. Walsh lo supo en la literatura y en la militancia. Muchos de sus relatos fueron, de algún modo, anticipatorios de su propio destino trágico. Podría decirse que, más allá del grabador o de las rotativas –y haciendo una versión libre de Eduardo Wilde– es un fenómeno curioso que algunos muertos sigan hablando en el gran relato argentino, más allá de los aparatos de Edison y de que sus restos todavía sigan escondidos por sus asesinos. «
Hay un instigador –coproductor podría decirse en términos televisivos– de suma importancia en este desafío –para decirlo en términos de los conflictos que aborda el ciclo– que es la Biblioteca Nacional. Si hay un especialista en los duelos –verbales y físicos– de la historia argentina es Horacio González quien acaba de publicar La lengua del ultraje, (Colihue), donde repasa y repiensa la relación entre algunos textos y los conflictos políticos y sociales desde la llamada Generación del 37 hasta el gran escritor David Viñas. La hostilidad entre grupos humanos es algo demasiado sustantivo como para dejarlo encasillado en las páginas policiales. Por eso, quizá, para entender las motivaciones de las facciones de la barra brava de Boca haya que prestar atención a González y no quedarse sólo con pericias de la policía de la localidad de San Lorenzo. Incluso, desde ya, para oxigenar un poco más la escena política actual haya que darle perspectiva y presenciar, desde la butaca de la casa los sábados de septiembre, las clases abiertas de Piglia. Además, en la cuarta y última clase, participa el mismísimo director de la Biblioteca Nacional. En esa oportunidad, la clase gira en torno a una conferencia que Macedonio Fernández dio por radio en 1928 y también participa Carlos Ulanovsky, autor de Días de radio, entre otros tantos títulos.
En la elección de las cuatro clases, Piglia tuvo muy en cuenta no sólo la marca literaria y la marca política, sino que agregó los contextos tecnológicos y de circulación de los relatos. Los textos no sólo surgen de la imaginación o la documentación de los autores sino que son el resultado de relaciones sociales y económicas. Es importante, en la labor literaria, saber diferenciar entre el texto del autor y el libro publicado por una editorial. Pero sería muy ingenuo no detenerse en la porosidad de ambos procesos. Así como el programa tiene al teatro como escenario y el último tiene la radio, en los capítulos dos y tres aparecen otros dos temas muy importantes.
En el segundo, Piglia se detiene en la invención del grabador y recoge lo que el escritor y político Eduardo Wilde reflexiona después de asistir a una exposición sobre el inventor Tomás Edison en 1888: «Tanto adelanto sorprende y entristece. En previsión de su muerte, si yo tuviera un hijo recogería sus primeras palabras y sus frases mal dichas en el fonógrafo para oír su voz en cualquier tiempo. El fonógrafo detiene la vida y perpetua los furtivos momentos, con él ya no hay pasado para la palabra hablada. Fenómeno curioso poder hacer hablar a los muertos. Muchos de los muertos enterrados en el cementerio de Brooklyn continuarán hablando por los aparatos de Edison.» En esa oportunidad, el texto elegido es Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez y publicado como folletín en el periódico La patria argentina pocos años después de que Moreira fuera ultimado por una patrulla policial (1874). Moreira era un tipo de confianza de Adolfo Alsina (adversario acérrimo de Bartolomé Mitre) y no un gaucho matrero. La distribución de historias folletinescas en diarios abrió un espacio para que el cruce entre literatura y periodismo no sólo fuera por los escritores que publicaban artículos sino porque la entrega de historias por capítulos y en un lenguaje simple las convertía en un género muy popular.
En el tercer programa, Piglia continúa con la relación entre literatura y prensa gráfica, esta vez con Los lanzallamas, de Roberto Arlt, publicada en 1931, cuyo final sucede en la redacción de un diario, un territorio por demás conocido por el autor, que trabajaba en El mundo de Natalio Botana. Piglia, introduce en ese programa la obra de Rodolfo Walsh, a quien conocía muy bien y a quien realizó una entrevista exquisita en 1970. Es de suponer –al fin y al cabo un poco de ficción no viene mal– que usó grabador y que las voces de ese diálogo deben haber quedado inmortalizadas en la cinta del Geloso. La entrevista en cuestión fue luego el prólogo a un libro de cuentos de Walsh que llevó por título el de un cuento conmovedor: «Un oscuro día de justicia» es una historia pequeña sucedida en un colegio pupilo de curas irlandeses pero que funciona como metáfora de lo que se vivía en los inicios de la dictadura de Juan Carlos Onganía. En el cuento, el tío de un alumno, que fue a pelearse con el preceptor turro, primero lleva las de ganar pero luego se come una paliza. Así son los procesos de resistencia. Walsh lo supo en la literatura y en la militancia. Muchos de sus relatos fueron, de algún modo, anticipatorios de su propio destino trágico. Podría decirse que, más allá del grabador o de las rotativas –y haciendo una versión libre de Eduardo Wilde– es un fenómeno curioso que algunos muertos sigan hablando en el gran relato argentino, más allá de los aparatos de Edison y de que sus restos todavía sigan escondidos por sus asesinos. «